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Flama

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¿Cómo era el circo sin Nívea?

¿Era yo, acaso, solo la mitad de algo?

Yo nunca lo he creído así.

Mi número siempre fue propio.

El primer día sin ella,

es cierto, fue difícil.

Lo pasamos viajando.

Sin espectáculos

ni ensayos, solo de aquí para allá

en tierra firme, sin los brazos del aire

que me atrapan, me sujetan

y me dan la vida. Seguro

que la primera noche

sería aún más difícil.

Sin mi hermana acunando

mi cuerpo con el suyo,

solo una niña de catorce años

que se encuentra, de repente,

muy crecido el mundo.

Con la cama en el suelo

de una caravana pequeña,

bautizada Lata de Sardinas por Nívea,

ahora lo suficientemente grande

para tragarme en un segundo.

Después del larguísimo

y eterno

día,

extenso como una cuerda que no eres capaz

de alcanzar,

me encontré fuera

de la caravana,

mi único pulmón,

escuchando cómo el silencio

del exterior pasaba a convertirse

en un conjunto orquestado

de respiraciones,

y volví dentro.

Mamá se había ido

a ver a antiguos amantes

con Vera.

Yo no soportaría

pasar la noche sola;

lo sabía con toda certeza.

Nívea estaba en un jardín nuevo

con un millón de alumnas más,

esquejes nuevos, como ella,

y yo era una Flama solitaria.

Yo aún parecía yo, y sería de nuevo,

en el próximo espectáculo,

la Rosa del Circo de la Rosa,

tan perfecta como en los carteles, pero

lo que no soportaba

era la pérdida de mis raíces,

la mitad de mis raíces invisibles.

Pero ahí estaba Oso,

en su jaula,

fingiendo ser lo que todo

el mundo creía que era.

Creían que la jaula estaba cerrada

y que Oso no sabía abrirla

con su intrépida nariz.

Pero sí que sabía.

Me acerqué a la jaula

en silencio

y me colé dentro

sin tocar la puerta:

alguien más grande no habría cabido,

pero yo pude, apenas.

Los barrotes me acariciaron los huesos,

pero entré.

Oso se alzó

en la oscuridad,

lenta y somnolienta,

cálida como un hogar,

un gruñido como de tormenta.

Grande como para ocultar

a una niña de algo más que una decena.

Dos alientos al compás, además.

Tándem de alientos

y corazones, uno diez

veces más grande que yo,

pero eso me resultaba familiar.

Siempre creí que no costaría mucho diseñar

un corazón más grande que el mío.

El aire a nuestro alrededor

era el mismo que Nívea respiraba.

Puede que el viento llevara

el mismo aliento de una a otra,

en un beso fraterno.

El mismo aliento

que ella contenía al estudiar

podría colarse entre mis labios

y sostenerme presto al actuar.

Oso, conmigo, y el aire de Nívea.

En mi interior me noté

florecer y respirar.

Oso estiró una

zarpa, aún medio

dormida, y volví a bajar

a la tierra otra vez.

Estaba tan cansada

que me planteé hibernar.

La respiración de Oso era tan larga

que tres de las mías encajaban en ella,

profunda como las aguas,

como el eco al rebotar

a muchos metros bajo tierra,

donde las raíces se aferran.

El Circo de la Rosa

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