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Flama

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Mamá fundó

el circo

sin nosotras,

o eso creyó.

Dos perlas,

que pronto serían niñas,

detuvieron los ciclos

dentro de ella

mientras esperábamos

a salir a escena.

Mamá, sola,

sin sus dos amantes ya,

encontró un sueño nuevo

al que dedicar su afecto:

un circo, una profesión

y una vida.

Primero contrató

a Vera: la forzuda

de la parada

donde ambas trabajaban

como chicas de paso.

Al crecer, sus vidas

las separaron.

Pero Vera siempre

dice que ni el tiempo,

ni la distancia,

afectan al corazón

de los amigos de verdad.

El suyo recordó,

inmediatamente,

a mamá.

(Y su nombre, además,

por si no lo saben,

significa «verdadera»).

Este circo de rosas

tuvo un gran comienzo:

una mujer barbuda y otra

capaz de tumbar,

sin esfuerzo alguno,

a todo el que se propusiera.

Para cuando supo

que estábamos ahí,

mamá ya contaba

con Vera y con Toro:

el ingenioso payaso

cuyo talento

con los números

lo sobrepasaba todo.

El negocio nació

junto a nosotras:

fuimos trillizos.

Y en el estandarte nació

una flor roja

como el fuego de mi nombre:

el circo.

Se parecía más a mí

que a Nívea,

la hermana callada

que piensa siempre

en línea

recta.

El Circo de la Rosa

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