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Nívea

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El tiempo que pasé en la Academia Femenina de Ingeniería Lampton fue el más feliz de mi vida y, a la vez, el más difícil. Me sentía muy culpable por haberme marchado un año entero. Terminaba todas mis cartas a Flama disculpándome. Cuando éramos pequeñas, tumbadas en silencio en la oscuridad, solía decirle que no la abandonaría mientras viviéramos. Ella me había liberado de esa promesa hacía mucho tiempo y me había animado a marcharme, pero yo no olvidaba que había roto un juramento.

Y me resultaba insoportable.

Sufría todos los días por haber abandonado a nuestra madre y a Flama, y la culpa me azotaba con el doble de fuerza si me olvidaba de ellas durante una hora de estudio intenso o una tarde de risas en la residencia. Sabía que la matrícula en la academia costaba mucho dinero y yo no tenía ninguna beca; nuestra madre solamente me había dicho que ella se haría cargo, pero yo no me podía ni imaginar los sacrificios que estaría haciendo para mantenerme allí.

Cada semana escribía larguísimas cartas a nuestra madre y a Flama y, aunque me sentía un poco tonta, también incluía alguna frase para Oso para que supiera cómo me iba. Por supuesto, también mandaba saludos al resto de la compañía. Estaba segura de que nuestra madre les leía mis cartas y, aunque eso me hacía sentir un poco rara, no era capaz de pedirle que no lo hiciera.

No obstante, confiaba en que Flama no le enseñara lo que le escribía a nadie más, así que era en mis cartas a ella donde incluía mis textos para Oso y donde compartía cualquier cosa que no fuera increíblemente maravillosa, ya que no quería que nuestra madre pensara que tenía ningún problema.

Y además, no lo tenía. En cierto modo, la academia no era tan distinta al circo: todas nos llevamos bien enseguida, aunque teníamos edades diferentes y veníamos de sitios muy lejanos. Hice amigas muy pronto, unas chicas que se llamaban Dimity, Rachida, Constance, Felicity, Faith… Sus nombres ocuparon rápidamente un sitio en las ordenadas estanterías de mi corazón. La academia era lo suficientemente pequeña como para que nos sintiéramos parte de un grupo, de una tribu; pero era más pequeña que el circo, más tranquila, más organizada y más erudita. Había chicas pequeñas, de doce años, pero la mayoría eran mayores que yo y, además, bastantes mujeres asistían a las clases de mañana o reparaban las máquinas que les facilitaban la vida.

La academia, en muchos aspectos, era más adecuada para mí que el circo. No obstante, estaban los pequeños problemas: las veces que fracasaba en algún experimento o suspendía un examen o acababa metida en una de las discusiones de adolescentes que sucedían de vez en cuando. Todo eso me dolía más de lo que quería admitir… Esas eran las cosas que le contaba a Flama, no a nuestra madre.

Hasta tenía una cama entera para mí sola. Nunca antes había tenido algo así.

Cuando éramos bebés, nuestra madre nos tenía en la misma cuna y, cuando nos hicimos demasiado grandes, las tres dormíamos en la alfombra del suelo de nuestra caravana, que yo llamaba Lata de Sardinas. Cada año, nuestra madre compraba atrezo para el circo y le subía el sueldo a la compañía, pero se negaba a comprarse una cama propia. Nos preguntó muchas veces si nosotras queríamos una, pero estábamos acostumbradas a la alfombra y las mantas del suelo y nos resultaban comodísimas para nuestros cuerpos infantiles.

Sin embargo, yo observé que nuestra madre se estiraba y hacía gestos de dolor después de las noches en el suelo, un problema que se agravó con el paso del tiempo. Probó a dormir en una hamaca hecha con un telón viejo, pero se rindió después de la primera noche: decía que empeoraba su dolor de espalda en lugar de mejorarlo.

A mí se me ocurrió un plan. Sabía lo que quería regalarle a nuestra madre, así que pasé varias noches pensando en ello, la mitad de otra mendigándoles la madera que sobraba a los tramoyistas y una semana o dos construyendo en secreto durante los pocos ratos libres que teníamos.

La noche del cuadragésimo cumpleaños de nuestra madre, le entregué su cama plegable. Flama y yo teníamos casi nueve años. Por supuesto, Flama estaba al corriente del plan y se había dedicado a recoger las plumas más pequeñas y suaves de los disfraces descartados. También había ahorrado para comprar algodón con el que rellenar un colchón que yo había confeccionado con restos de lona, descolorida, pero todavía resistente.

Cuando le regalamos la cama, nos abrazó a las dos y se echó a llorar sobre nuestras cabezas.

En un mes, su dolor de espalda había mejorado tanto que era capaz de hacer todos sus números de nuevo.

Pero vuelvo a sumergirme en el pasado sin remedio, saltando de un recuerdo a otro y a otro más. La academia, las camas, Oso, Flama, nuestra madre…

Supongo que un regreso llama a otro. Y ningún recuerdo se conserva de la forma exacta en que lo dejaste; no importa el cuidado con el que lo almacenes.

Asistí a Lampton; seguí los deseos de mi corazón tanto tiempo como pude. Sin embargo, al final del año escolar, recibí una carta con la que supe que no podría quedarme más: el Circo de la Rosa se iba de gira a Feeria, un continente diferente, durante dos años enteros. La culpa todavía me carcomía tan intensamente como cuando nuestra madre me había traído a la academia en septiembre. Había dejado a mi hermana sin melliza y a mi madre con solo una hija (o dos si contábamos el circo, pero aun así).

Dejar la academia no fue tan fácil como esperaba: de hecho, fue casi tan doloroso como dejar el circo. Dimity, Rachida, Constance, Felicity y Faith intentaron convencerme para que me quedara recordándome todos los proyectos en los que queríamos trabajar, como si solo me hiciera falta una garantía futura de diversión. No fui capaz de explicarles exactamente por qué debía volver. Ellas también echaban de menos a sus familias, pero su situación era distinta. La academia era el lugar donde ellas debían estar, y el circo era donde debía estar yo.

Intenté convencerme de eso.

Pasé de vivir en la acogedora residencia, con sus filas de escritorios y sus tardes tranquilas en que leíamos y hablábamos de lo que queríamos construir, y del ordenado taller donde cada herramienta tenía su sitio, al estrechísimo caos del circo.

Volví con un montón de habilidades nuevas que compartir con el equipo técnico y, así, partimos de gira. Pasamos de un continente a otro y cruzamos el océano hasta llegar a la nación de Feeria, que había adquirido su independencia recientemente. Transcurrieron dos años hasta que volvimos a nuestra tierra natal.

Echaba de menos la academia y a las amigas que había hecho allí, pero no el remordimiento lacerante que sentía al pensar en Flama y en nuestra madre por haberlas dejado atrás o por saber que ellas seguían adelante sin mí. Ahora que había vuelto, me aseguraba de recordarles todos los días cuánto las quería.

Pero no todo era como antes. Para empezar, Flama había abandonado la caravana. Ahora dormía en la jaula de Oso, que había decorado con telones viejos y encaje raído para que pareciera más una tienda de campaña que un redil. Había llenado el interior de cojines con volantes y vestidos que ya no le servían, puesto su baúl de cosméticos a rebosar en una esquina y colgado el espejo de su tocador en la puerta. Por aquel entonces, al equipo le encantaba bromear con que Oso era más ordenado que mi hermana.

La caravana, que yo antes llamaba Lata de Sardinas, tenía espacio más que suficiente para mí y para nuestra madre, pero me parecía demasiado grande y vacía con las sombras de la noche y sin que Flama durmiera junto a mí. Las primeras veces que nuestra madre salió, me colé en la jaula y me acurruqué junto a Flama en el nido que el cuerpo de Oso creaba a nuestro alrededor. Pero Oso y Flama habían estrechado mucho su relación mientras yo no estaba, y me sentí como una intrusa allí con ellos. Me dije que había provocado que Flama se sintiera tan sola que tuviera que reemplazarme. Después de eso, volví a la caravana, pero nunca la consideré de nuevo el mismo hogar que había dejado atrás, estuviera allí nuestra madre o no.

Ella siempre decía que nuestro hogar está donde vaya el circo, pero yo no estoy tan segura.

Puede que nuestra madre se parezca más a Flama que a mí. De las tres, yo soy la única que quiere tener los pies en el suelo.

El Circo de la Rosa

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