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Nívea

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Flama solía fabricar coronas de papel para Oso con los antiguos panfletos del circo. Se las ponía en la cabeza con mucho cuidado y luego lloraba cuando apartaba las manos y la corona se caía.

Hacía una corona nueva cada noche, que recortaba mientras hacía sus estiramientos, las piernas abiertas a su espalda mientras manejaba las tijeras. La enorme silueta de Oso formaba una luna creciente marrón detrás de Flama. Cuando nos acostábamos, Oso se metía en su jaula, pero aquello no era más que un modo de mantener las apariencias, ya que Oso sabía abrir la cerradura. Ese era un secreto que solo conocíamos unos cuantos, pero todo el mundo que pasaba más de un mes en el circo sabía que Oso nos quería mucho.

Yo observaba a Flama y a Oso todas las noches desde el otro lado de la hoguera, hasta que, una noche, no pude soportarlo más. Teníamos nueve años y el circo pasaba el invierno en Sudland, donde no nevaba nunca. Las caravanas y tiendas de campaña estaban vacías; todos dormíamos al aire libre siempre que íbamos al sur. Me levanté y crucé a pisotones la arena caliente.

Vera apartó la mirada de los dos amantes que tenía en aquel momento para girarse hacia mí; los demás artistas y el resto del equipo estaban disfrutando de su tiempo libre y no prestaron atención.

—¡Déjame uno! —dije mientras le arrebataba las tijeras a Flama y cogía otro panfleto del montón que acababa de salir de la imprenta portátil de Toro.

—¡Oye! —protestó Toro, pero le dirigí la sonrisa más cándida y triste que pude (esa que, según nuestra madre, demuestra que tengo sangre de artista después de todo) y él respondió con una sonrisa torcida—. Pero solo uno, ¿eh? —Suspiró mientras volvía a su imprenta.

—Solo me hace falta uno —le aseguré, con la esperanza de que fuera verdad.

Me paré a pensar mientras trazaba líneas y figuras en mi mente, y después doblé el papel por la mitad, luego en un tercio y, por último, lo volví a doblar por la mitad. Observé a Oso para medir la anchura de su cabeza y corté el centro del papel; luego recorté con cuidado algunas ranuras y otras formas a los lados.

—Mira, Flama —dije.

Tiré de los dobleces con toda la teatralidad de la que fui capaz. Probablemente no surtiera un gran efecto dramático (por mucho que nuestra madre insistiera, el espectáculo no era lo mío), pero por suerte mi trabajo suplió con creces la capacidad de maravillar.

Era una corona muy elaborada, con joyas y estrellas creadas a partir del espacio negativo entre los picos y osos que retozaban entre las joyas.

Flama soltó un gritito fervoroso, propio de un público maravillado.

—¡Ay, Nívea, es perfecta!

Levantó la corona con sus manos fuertes y callosas —ya tenía manos de acróbata incluso entonces— y la colocó con delicadeza sobre la cabeza de Oso. Cuando Flama se alejó, la corona no se movió, tal y como yo pensaba. Al doblar el papel de una forma uniforme, había conseguido crear un diseño perfectamente simétrico.

—Ahora sí que es la princesa perfecta —dijo Flama, muy satisfecha.

Yo fruncí el ceño.

—Si acaso, el príncipe —le dije—. Oso es un chico.

Flama escrutó a Oso con la mirada durante un rato.

—Oso es una princesa. Está claro.

Y le hizo la misma reverencia recargada que ofrecía al público del circo. Oso se levantó del suelo y cambió su enorme cuerpo de postura para responder educadamente al gesto.

Flama asintió con la cabeza, decidida, como si aquello hubiera zanjado el asunto.

—Está clarísimo.

Eso me irritó por razones que llevaban un tiempo molestándome, pero que, con solo nueve años, no era capaz de articular correctamente.

—A ver, Flama, no puedes… Esto no es el escenario. Allí es donde se dicen cosas que no son verdad, pero aquí, fuera de la carpa, las cosas son distintas. Ahora no estamos actuando. Nosotros somos reales.

Nuestra madre me decía eso todas las noches, después de que Flama se hubiera quedado dormida con el cuento que fuera, mientras me arropaba y charlábamos las dos solas. Yo no era capaz de quedarme dormida solo con los cuentos; necesitaba hablar en serio sobre cosas que sabía que eran de verdad. Sobre hechos comprobados: cuánto habían tardado en desmontar las tiendas, cuántas entradas se habían vendido o cualquier otra cosa que hubiera inquietado a mi sobrio corazoncito durante el día.

Nuestra madre lo sabía y lo entendía. Y, cuando me asustaba con los números más peligrosos del circo, algo que pasaba a menudo, me abrazaba entre bastidores y me pedía que le recordara lo que ella me decía cada noche.

—Nosotros somos reales —musitaba yo como un eco.

—Eso es, mi amor —respondía ella, siempre con las mismas palabras—. Los números del circo son solo cuentos, interpretaciones bonitas y ficticias que nos inventamos porque nos gusta que la gente sea feliz. Pero nuestra parte real no es esa: fuera del circo es cuando somos de verdad. Ahora mismo, Flama está en el escenario, pero… —Incluso entonces, Flama adoraba los focos y había nacido para el espectáculo—. ¿Quién es ella en realidad?

—Mi hermana.

—¿Y tú quién eres, estés en el escenario o no?

—Nívea. La hermana de Flama. Tu… tu hija. —Yo intentaba que no me temblara la voz para fingir que ya había acabado de llorar.

—¿Y quién soy yo, en primer lugar y para siempre? ¿Quién?

—Nuestra madre.

—Eso es. Ante todo y sobre todo, mi niña con pelo de nubes. Soy vuestra madre.

Y me acurrucaba en un abrazo donde yo notaba cómo su barba me acariciaba la frente, y sabía lo que era verdaderamente real. Lo que era seguro.

Puede que Oso fuera una princesa, un príncipe, un dragón, un grifo o cualquier otra bestia peligrosa durante el espectáculo, pero por la noche, en el campamento, era exactamente lo que parecía ser: Oso. Una presencia tan sólida y segura que se había convertido en uno de los pilares de mi vida. Los miembros de la compañía iban y venían, nuestra madre nos adoraba pero tenía muchas obligaciones, Flama a veces se perdía en sus propios pensamientos y nuestros padres nunca…

Pero Oso siempre, siempre estaba ahí. Y siempre era un oso, justo lo que parecía.

Intenté tener paciencia con Flama y recordar lo mucho que le gustaba actuar.

—También vale para un rey —dije—. Sí. Mi corona está hecha para la realeza.

Horrorizada, vi que a Flama le empezaba a temblar el labio inferior.

—¿Pero es que no la ves? ¿No ves a la princesa?

Noté que algo se retorcía dentro de mí. No sabía por qué me estaba enfadando tanto.

—¡Que no quiero jugar contigo, Flama! Te he hecho la corona porque… porque sabía que podía hacer una mejor y quería dárosla para que te pusieras contenta, pero no voy a… ¡No voy a fingir que Oso es algo que no es!

Me dolían el estómago y la cabeza.

Oso inclinó la cabeza ligeramente hacia la izquierda. Levantó una zarpa gigante y me la ofreció. Yo me arrojé hacia su pata y le agarré el pelo con las manos mientras mis lágrimas le empapaban el cuello.

—Tú eres Oso, Oso y ya está…

Me di cuenta de que Flama también lloraba, y eso me disgustó todavía más.

—Ven, que hay follón —escuché la voz de Vera.

Supe que había llamado a nuestra madre, que estaba enfrascada en tareas de diseño con Poma en su caravana.

—¡Niñas! ¿Pero qué jaleo es este? ¿Qué pasa? —dijo nuestra madre con voz firme y autoritaria.

—Flama dice… —solté entre hipidos, ya avergonzada por llorar a causa de algo tan tonto—, dice que Oso es una princesa, y no lo retira.

Oso soltó un gruñido profundo y tranquilizador y rodeó a Flama con la otra pata. Nuestra madre se acercó y nos abrazó también, y Flama y yo nos calmamos entre los brazos de los dos seres que más queríamos en el mundo.

Pero Flama nunca llegó a retirar lo que había dicho.

Aprendí a ignorarlo. Ella solía mantener intactas sus fantasías durante más tiempo que la mayoría.

A mí nunca me había gustado inventarme cosas para jugar, como a los otros niños. Creo que por eso me aficioné tanto a fabricar cosas y por eso la Academia de Ingeniería me resultó un sueño tan maravilloso. Quería aprender cómo funcionaban las cosas, cómo desmontarlas y cómo volverlas a montar por mi cuenta para entender el funcionamiento del interior de los objetos solo con mirarlos desde fuera.

La academia era lo opuesto del circo: nada de ilusiones, solo hechos comprobados.

Después de aquella noche, aprendí a reservar un lugar de mi interior solo para mí.

Un lugar donde todo era lo que parecía ser.

El Circo de la Rosa

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