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Nívea

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—No hay nada que una más a la familia que el póker con cartas de tarot.

Nuestra madre nos sonrió desde el otro lado del círculo, acariciándose la barba. A mi izquierda, Vera soltó una risotada:

—Calla ya y reparte.

Nuestra madre sacudió la cabeza y barajó con desgana.

—Es que no nos juntamos todos casi nunca. Me hace ilusión.

—¿Que no? ¡Si llevamos viajando un mes! Pienso darles las gracias a mis dioses y a los tuyos cuando desembarquemos solo porque os perderé de vista un poco. ¿Sabes de lo que tengo más ganas? De un vaso de cerveza negra de Puerto del Cabo.

—Y un chuletón bien grande y jugoso —añadió Toro—. No quiero volver a ver ni pescado ni biscotes durante el resto de mi vida.

Su pipa expulsó una nube de humo que se enroscó a su alrededor como las plumas del tocado de una bailarina. Tam, el hada ilusionista que acabábamos de contratar, había encantado el humo para que no se saliera de un estrecho radio alrededor de la cabeza de Toro y nos hiciera toser a todos; la sala común del dirigible ya estaba lo suficientemente abarrotada y esa noche todos los conductos de ventilación estaban cerrados a causa del mal tiempo. Habíamos sobrevolado una tormenta con muy mala pinta antes del atardecer, pero el aire que corría por encima de las nubes, aunque despejado, también estaba helado.

Al inicio del viaje había sido raro ver a tantos artistas no solo sin disfraces, sino completamente apelotonados para combatir el frío. A la mayoría les encantaba lucirse, formaran parte de un espectáculo o no.

Ahora todos llevábamos puestos nuestros abrigos más gruesos. Nuestra madre no había alquilado un dirigible de primera clase precisamente, y uno de los muchos lujos que le faltaban era la calefacción.

Pero la compañía se había apañado con lo que había, como siempre. Habíamos desembalado la lona de la carpa y unas cuantas cortinas para que nos sirvieran de mantas y nos aislaran de la corriente. Para la partida de cartas, habíamos extendido una vieja cortina de terciopelo rojo a nuestros pies, como si fuera un mantel de pícnic.

—Venga, Ángela, reparte —dijo Vera—. A ver qué nos deparan las cartas para Puerto del Cabo.

Nuestra madre cortó el mazo, barajó una última vez y, con una sonrisa cariñosa, empezó a repartir. Todo el mundo escrutaba a los demás mientras recibían sus cartas con la esperanza de detectar algo en sus rostros, pero yo no era capaz de apartar la mirada de Tam.

Había firmado el contrato de nuestra madre justo antes de que nos fuéramos de Feeria y, aunque no era distante ni tímide, desprendía una finura superior a la del resto de la escandalosa compañía con la que Flama y yo habíamos crecido. Tenía algo distinto, además de no ser hombre ni mujer, como todas las hadas), pero yo no era capaz de definirlo.

Me di cuenta de que, a mi lado, Flama se reía discretamente al verme observar a Tam; alzó las cejas y sonrió. Ella tenía su propia teoría sobre lo que yo encontraba especial de Tam. Nunca había sido capaz de ocultarle que alguien me gustaba, ni siquiera cuando me esforzaba; puede que fuera porque me había gustado tanta gente que Flama había descubierto todas las señales que lo indicaban.

Por el contrario, mi hermana jamás había prendido sus sueños a gente concreta: a veces observaba a las otras acróbatas con fuego en la mirada, pero no parecía querer hacer nada para avivar esas llamas. Puede que, para ella, su romance con el espectáculo fuera suficiente. Pasaba sus horas libres con nuestra madre y conmigo, o con Oso, cuando se metía en la caravana con nosotros como un enorme perrito faldero, como hacía algunas tardes o incluso algunas noches. Flama siempre decía que ella nunca necesitaría nada que se encontrara fuera de la pista del circo o de la caravana.

Tal vez llegaba tan alto en sus números que nunca sentía la necesidad de acceder a un mundo más extenso, o de buscarlo en otra persona.

Tam levantó la mirada y sonrió discretamente, y yo me di cuenta de que me había quedado mirándole de nuevo. Bajé bruscamente la mirada hacia la primera carta que había recibido de nuestra madre: el siete de copas.

La tentación.

Vale. Pues estaba claro.

Me quité a Tam de la cabeza.

—A ver si lo adivino —me susurró Flama, dándome un codazo con la gracia que imbuía a cada uno de sus movimientos—. ¿El Mago? O no, ¡los Amantes!

—Calla —le gruñí, aliviada de que mi piel fuera lo suficientemente oscura para ocultar mi rubor. Y tampoco era la primera vez, teniendo en cuenta que me había criado en un hogar así de estridente y descarado. El rubor en las pálidas mejillas de Flama, por el contrario, solía brotar como la flor que daba nombre al circo… pero nunca la he visto avergonzada por nada. Cuando actúa, se le enrojece el rostro de emoción y orgullo, así que apenas necesita maquillaje.

Flama me sonrió con cariño. No hacía falta que me dijera que solo bromeaba, del mismo modo que yo no tuve más que lanzarle una mirada para que dejara de hacerlo.

Nuestra madre repartió la segunda ronda de cartas. Yo apoyé la cabeza en el poderoso hombro de mi hermana, la acróbata, y mantuve la vista fija en las cartas hasta que se hubieron repartido todas.

—La apuesta empieza con dos coronas —dijo nuestra madre.

Todos echamos las monedas sobre el telón.

Vera arrasó en la primera ronda con su póker de caballeros, pero se confió demasiado en la siguiente mano y Tam se hizo con todo el bote gracias a su escalera real.

Mientras nuestra madre volvía a repartir —a mí me tocaron más copas, maldita suerte la mía—, noté en mi estómago la sensación que indicaba que el dirigible había empezado a descender.

En el círculo, todos nos acercamos las cartas al pecho y nos miramos emocionados. Se oyeron murmullos satisfechos y hasta alguna exclamación entre quienes no jugaban. En unas pocas horas, justo después del amanecer, aterrizaríamos en Puerto del Cabo, la bulliciosa ciudad costera de Esting y el lugar donde Flama y yo habíamos nacido hacía diecisiete años. El lugar donde vivían nuestros padres y donde nuestra madre había fundado el Circo de la Rosa.

El circo volvía a casa.

El Circo de la Rosa

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