Читать книгу El Circo de la Rosa - Betsy Cornwell - Страница 16
Nívea
ОглавлениеLa coronación del rey Finnian ocurrió cuando Flama y yo éramos pequeñas. Fue él quien declaró que Esting ya no tendría religión oficial. El nuevo rey era muy idealista y, en su primer acto como soberano, también otorgó la independencia a la mágica tierra de Feeria, que hasta entonces había sido una colonia de Esting.
No obstante, ni la independencia de Feeria ni la expulsión de la Hermandad religiosa de la corte tuvieron el efecto deseado. Por ley, Esting ya no discriminaba a las hadas, pero muchos de sus habitantes sí que lo hacían, y algunos miembros de la Hermandad se habían radicalizado al perder su poder oficial. Había sacerdotes por todas partes, desde los rincones de las calles hasta carruajes abiertos, que instaban al pueblo a volver la espalda a la magia feérica y a cualquier tipo de ilusionismo en favor de la verdad de la luz del Señor. Abrieron Templos de Iluminación por toda la capital de Esting donde ofrecían ayuda a los pobres y desamparados… a cambio de que se convirtieran. Y todo lo que la Hermandad considerara un engaño, desde la magia feérica hasta las ilusiones del teatro o el circo, lo etiquetaban rápidamente como pecado y se manifestaban en contra de ello.
El Circo de la Rosa soportó muchas protestas a través de los años, pero nuestra madre pocas veces comentaba los problemas que ocurrían en el exterior de la carpa. Prefería ignorar los sermones, las oraciones y a los hombres que demandaban nuestro arrepentimiento, como si así fuera capaz de hacerlos desaparecer.
Lo cierto es que, la mayor parte de las veces, su táctica parecía tener éxito. Su espectáculo no podía competir contra el nuestro.
Y entonces, la noche en que Flama pasó de bailar a realizar su primer número en la cuerda floja, uno de los hombres se hartó de gritar desde fuera e irrumpió en la carpa. Justo cuando Flama acababa de aterrizar y el estruendo de los aplausos que la acunaban empezaba a apagarse, el hombre entró como una tromba con su libro en mano, se plantó ante ella y le exigió que reflexionara sobre sus pecados.
Hasta entonces, Flama nunca me había parecido tan pequeña como en aquel momento; la sombra del sacerdote se alzaba sobre ella, con el rostro enrojecido, tapándole la visión del público mientras gesticulaba. Ella no mostraba ninguna expresión y dio un traspiés al intentar alejarse del hombre. Él se volvió a acercar.
Los otros tramoyistas salieron al escenario para apartarlo de allí y nuestra madre desplegó una distracción para el público, un número cómico que ridiculizara la cólera del hombre, pero Flama seguía allí paralizada.
Yo salí corriendo a por ella, aunque odiaba estar al otro lado de los focos. Ella se apoyó en mí mientras la llevaba casi a rastras entre bastidores, donde reinaban la oscuridad y la paz. Oso estaba sentado tranquilamente entre el atrezo, esperando el número final, pero se levantó en cuanto nos vio. La llevé hasta él, la acomodé entre sus patas y yo misma me acurruqué allí también. La abrazamos entre los dos, esperando.