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TERROR EN EL HIPERGIMNASIO

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Queridas Mentes Insanas:

Hace unos días, una alumna mía nombró el gimnasio como una zona de violencias machistas de esas que parecen que no son nada pero que van calando… y yo aluciné, la verdad. El gimnasio. A mí nunca se me han dado bien esos espacios, pero pensé que era una cosa mía, que me socializo mal o yoquesé. Así que me puse a consultar con mi entorno.

Os digo una cosa, Mentes: si hablásemos más de nuestras miserias cotidianas con nuestro entorno saldríamos muy reforzadas. Porque la mayoría de las cosas que te pasan a ti, me pasan a mí también. ¡¿A ti también?!, nos decimos las unas a las otras. Y sí, a mí también.

A lo que iba: que me he puesto a consultar con mi entorno y he recibido un montón de historias alucinantes de personas que no nos sentimos a gusto en un sitio tan anodino, al fin, como es un gimnasio. Todas somos demasiado algo: o demasiado patosas, o demasiado gordas, o demasiado viejas, o demasiado musulmanas (sí, eso también opera), o demasiado nosequé o demasiado nosecuántos. Total. Que me he ido al gimnasio a verlo con mis propios ojos.

Lo primero que he descubierto en mi estudio improvisado es que hay una manera correcta de vestir y una incorrecta… y yo iba incorrecta, ya podéis imaginar. Al gimnasio hay que ir vestida ajustada, pero igual eso tiene motivos ergonómicos que no he llegado a entender. Pero, además, las zonas están divididas por géneros, así, a lo bestia: hay una zona para hombres muy hombres, y una zona para el resto, seamos lo que seamos. Los hombres muy hombres toman la zona de pesas y hacen cosas curiosas: se miran mucho en el espejo, ocupan mogollón de espacio y hacen ruidos. Rugen. Los y las demás se ponen en otras zonas, hacen máquinas a lo discreto, no rugen ni gimen ni nada. Si alguien de las zonas periféricas se atreve a tomar la zona de los hombres muy hombres, una de las posibilidades es que vengan a explicarte cómo hacer las cosas y tengas que sostenerle la conversación a un señor que ruge empapado en sudor.

Hay muchas maneras de poner barreras en los espacios. En los patios de las escuelas, por ejemplo, el fútbol ocupa el centro y los demás juegos se van colocando en las periferias. Curiosamente (qué curioso), al fútbol juegan los niños con masculinidades de esas hegemónicas y algunas niñas de las mías, las marimachos, que aún no se han enterado de que eso no les toca hacerlo. Pero que ya se enterarán, en cuanto lleguen a la adolescencia y la cosa del género se ponga chunga. Nadie les dice a los niños futboleros que tomen el centro: es algo que va sucediendo, si nadie se encarga de regularlo y cambiar la disposición del espacio. Y así unos van aprendiendo que el centro es su derecho y ni se dan cuenta de ello nunca más, y otros y otras van aprendiendo a estar en la periferia, y que ese es su lugar. No solo las niñas: los niños que no quieren ser machos, los patosos, los gordos, los tartamudos… todo ese bosque de personas que van volviéndose invisibles y van aprendiendo desde pequeñas cuál es su lugar.

Y así, hasta el gimnasio.

Como siempre, la solución está en las alianzas. Deberíamos tomar la zona de pesas ni que fuese un momento para ver que no pasa nada. Deberíamos rugir un rato para ver qué se siente al poder hacer ruidos de esos y mirarte al espejo como si fueses Rocky antes de un combate. Y deberíamos hacerlo juntas. Las viejas, las gordas, los tartamudos, las patosas, los y las y les que no visten ajustadas y todo el resto de las periferias. Llegar un día y tomar el espacio. Y ver qué pasa.

Yo me voy a poner a ello. Ya nos iremos contando. Igual no cambiamos el mundo, pero seguro que nos echamos unas risas con todo esto.

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