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Acto primero Escena IV

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«¡Pardiez! Había olvidado por completo a los acomodadores. Tendré que superar la puerta de los servicios cuando no me presten atención. Quizás podría hacer como si el cuarto en cuestión estuviese ocupado por otra dama... Estas escaleras conducen a las plantas superiores. Se dice que en uno de esos cuartos graba el mismísimo Carlos Gardel. Es más, se dice que el cuarto en cuestión está encima de la cúpula. Vaya alusión alegórica. ¿Debería aventurarme a una doble misión por el bien de la cultura porteña? Porque si sucede algo en esta ciudad, Dolores Avellaneda debe enterarse cueste lo que cueste para darle su autorización de copucha fidedigna expresando su versión de los hechos».

Apostando todo a su coraje, superó la puerta de los servicios y fue a entrometerse escaleras arriba.

Simultáneamente, pero en la escalera opuesta, Giacomo Bonpiani cavilaba. Ya se le había acercado un acomodador para preguntarle si se había perdido, ante lo cual el niño se enfureció con justa razón; ya tenía edad suficiente para ir solo a la toilette. Aparentó alargar su molestia, pues le daba tiempo para analizar su situación: pensaba que el acceso para los actores estaría reservado a una puerta trasera, pero observó que la puerta de entrada al Grand Splendid estaba custodiada por los vendedores de boletos, los acomodadores que fumaban y uno que otro administrativo. Por lo tanto, la vuelta a la cuadra estaba descartada. Algo le decía que tampoco hubiese tenido suerte, considerando el tamaño de las manzanas de Buenos Aires, sencillamente enormes ahí por donde discurría la Avenida Santa Fe. Si no podía atravesar el teatro en sí, le quedaba una sola opción: subir esas escaleras que no sabía a dónde llevaban. Se escudó en la indefensión que presentaría un niño de apenas siete años —eran ocho solo cuando le apetecía a su conveniencia—, tal como había aprendido de sus hermanos, Carlo y Alessandro. Así pues, subió con el corazón hecho un puño.

Mientras tanto, las tablas habían experimentado un cambio en el equilibrio del peso encima de ellas; ni Flaminia ni Polichinela ni la divina Silvia estaban ahí. Cada uno se ausentó por razones distintas; Flaminia debía salir a escena para discutir con Pantaleón, porque este la retenía en su palazzo, sospechando los suspiros de su prometida por otro hombre; Polichinela abrazó a un sudoroso Flavio por cuya influencia ambos partieron a merodear el camerino de Pantaleón en busca de esas botellas prometedoras; Silvia fue a consolar a Arlequín, pues se lamentaba cada vez más acerca del estado en que se lo había topado antes.

Fue así como quedó en el escenario el doctor Matasanos, también jadeante por la escena que acababa de interpretar (un jadeo actuado, naturalmente), y una etérea Colombina, exultante por el descubrimiento que había hecho.

—¡Me lo he inventado! No llegué a repasar todo el libreto, porque sería una locura hacerlo en estos momentos. ¡Me gusta tanto como suena!

—¿El qué?

—Mi nombre, por supuesto. Colombina Richiolina Esmeraldina di Montecastania.

El doctor Matasanos se encogió de hombros. Se mesó la prominente barriga y comenzó a rebuscar por la pila de objetos de la derecha; levantó el busto del dios hermafrodita, abrió el baúl mal cerrado, luego fue a los espejos de atrás y abrió los cajones de las cómodas que los sostenían, berreando cada vez más fuerte.

—¿Buscas algo?

—Hay un p-placer sencillo que no debería negárseme con t-t-tanta ignominia. ¿Habré sido burlado por otro más necesitado o por mi p-propia infeliz memoria? —se giró violentamente y apuntó al busto del dios indefinido—. ¡Estoy seguro de haber dejado unas galletas debajo de ese busto du-durante el ensayo! El apetito de todo hombre no debe ser cosa que se preste a juego, sabrás.

—Oh, pensé que sería algo más importante —comentó Colombina—. Los nombres sí que son importantes. ¡Hay tantos que ignoro!

El doctor Matasanos detuvo su búsqueda y miró a la mujer con un mentón que aseveraba desprecio bajo la máscara.

—Seguirán siendo muchísimos los que ignores, querida.

—Vamos, doc, no seas así conmigo. He encontrado un folleto en el pasillo, que nos describe. ¿No sería fantástico echarle una ojeada?

—¿P-para qué? ¿Qué ganamos con ello? ¿La bu-buena acción del día pasa por leer un folleto? ¿Una lectura insulsa me asegura el Re-re-reino de los Cielos?

—Vamos, basta; no me gusta que se desquiten conmigo —gimió Colombina—. Estoy tratando de hacernos pasar a todos una mejor racha.

—…ráfaga, querrás decir.

—…racha, ráfaga, ventisca, vendaval, tormenta, aguacero, torva, cellisca, aluvión; da igual. Sea como sea que salgamos de esta, habrá alguna oportunidad en que Tantaluz se reúna y recuerde y podamos decir «¿no era para reírse cuando hiciste a la que se creía una noble di Montecastania?». Ni siquiera hemos finalizado la función y la perspectiva del reencuentro me parece exquisita.

Escondido bajo uno de los espejos traseros había un escaño de tres patas. El doctor Matasanos lo adelantó al centro de las tablas y dejó caer peligrosamente su cuerpo en el taburete. Se cruzó de hombros y hundió el mentón en los rollos de una papada presionada.

—Te oiré, e incluso te aconsejaré, frente a una condición.

Colombina puso los brazos en jarras y rio.

—Déjame adivinar: que te consiga algo para el bache.

—¡Qué rústica! Pero sí; has adivinado bien. Ahora, entretenme con ese folleto que tanto promete —tartamudeó.

Colombina sacó un tríptico de su escote. Cuando lo extendió, Leticia pudo ver claramente que era un simple papel garabateado que había sido doblado con atención. Junto a ella, su abuela Pinélides entrecerró los ojos para ver si descubría algún dibujo en el papel.

—A ver, a ver. Un título reza «I Argenti», que somos nosotros en la obra que sucede en Venecia. Aparecen los nombres, sin apellidos. El orden de los personajes es alfabético… No, creo que responde al orden por aparición, aunque… En fin, hay una escueta descripción de cada uno y (¡Eureka!) menciona nuestros lugares de procedencia. Por ejemplo, aquí dice que Arlequín… bla bla… veintiún años. Es bastante joven, ¿no? Dice que proviene de Bérgamo. ¿Debería llamarse Arlequín di Bérgamo?

—Muy simplón, moza. Arréglalo un poco. Tíñelo con pi-picardía y maquíllalo con el sentido estético de la m-mujer. Recuerda que Arlequín es pobre; sus orígenes son humildes y lleva ropa zurcida, pues no le da para comprarse nuevas prendas. Dale el agua que hace b-brotar a la planta, si así me entiendes, pero que sea agua embarrada si quieres regar una hortaliza de un huerto en el campo. ¿Ca-capisce?

—Oh, ya veo. Veamos, ¿qué se me ocurre? —Con elegancia, Colombina se llevó un índice al mentón y sostuvo con la otra mano el codo del antebrazo elevado en una postura que venía adoptando frecuentemente—. ¿Qué tal Arlequín Bergamasco?

—Bien, ¡bien! —aplaudió el doctor Matasanos—. Me gusta esto. Eres la c-criatura de los juegos, Colombina. ¿Qué otro nombre te sacas de la manga?

Ruborizada, Colombina efectuó una suave reverencia contra la figura del doctor. Se sentía halagada y fustigada por su apoyo. Impregnó excitación al acto de repasar el folleto que tenía en las manos.

—Luego viene Pantaleón, sesenta y tres años, pero ya hemos indagado al respecto. Luego, yo misma… ¡Polichinela! Vaya, aquí dice que viene de Nápoles. Hummm… —repitió el gesto pensante—. ¿Soy yo o Polichinela me suena más a apellido que a nombre?

—Es tu juego, Colombina —aclaró el doctor Matasanos retirando ambas manos.

—Si hubo un Napoleón, ¿por qué no podría haber un Napolín?

—¡Bravo! —La papada se agitaba—. ¿Cómo quedaría?

—Eso estoy pensando; Napolín Polichinela no me gusta, pero Polichinela Napolín es como dos apellidos consecutivos. ¿Se puede usar un tercer nombre? Cierto que el juego es mío. Además, yo llevo tres y un apellido. ¡O un sobrenombre! Sea Napolio «Polichinela» Chielli.

—Habría que darle una vuelta —reflexionó el doctor—. ¿Qué hay de mí? ¿De dónde provengo?

—Claro, claro… ¡Aquí! —exclamó Colombina alzando el folleto—. Dice que… habla de cincuentena, por si acaso… su origen es boloñés.

—¿Boloñés? ¡Por supuesto! —festejó el doctor Matasanos golpeándose el pecho—. ¿De dónde si no? Bolonia, la cuna de la cultura, la universidad más antigua del Viejo Mundo, los estudiantes y la medicina. ¡Excelente! Falta nada más darme un nombre completo y, dado que Matasanos es sin lugar a dudas un apellido, me estoy quedando corto de nombre de pila.

—Sencillo: Bolonio. Bolonio Matasanos. «Démosle la bienvenida al emérito doctor Bolonio Matasanos». Suena de maravilla.

—¿Bolonio? Pienso en demasiadas razones p-para no llamarme así. Puede provenir de «bolo» o «bola», lo que me hace pensar en alimento o en un testículo, re-respectivamente. Será fácil denigrar al p-personaje de esta manera, aunque bien es cierto que «Matasanos» no co-corresponde con la idea que tengo de un p-prestigio intachable.

—Oh, Bolonio, ¡qué nombre! Somos parte de un drama, pero también de una comedia.

—Sí, a la sazón re-repre-repre… nuestros papeles son hechos p-para personajes t-tragicómicos, como en la vida misma. ¿Quién sigue?

Colombina rodeó con saltitos la mole sentada de su recién bautizado (y favorito) doctor Bolonio Matasanos. Leyó el papel con el entrecejo fruncido.

—¿Quién viene ahora? Ah, es Escaramuza.

—¡Gran bribón! —vociferó el doctor.

Faltó tiempo para que Colombina pudiese leer la descripción que se refería a un personaje todavía incógnito, porque entraban Flavio y Polichinela, cabizbajos y con las manos en los bolsillos. Se detuvieron con sorpresa cuando hallaron el vestuario ocupado.

—Parece que siempre hay alguien aquí —enunció Flavio.

—Es natural, de camino al escenario —asintió Polichinela.

—¿Qué les sucede a los dos? Parecieran haber sido apaleados.

Colombina estuvo a punto de alardear con el folleto en alto, pero se contuvo en último momento, apagando su excitación. Se apartó un tanto para darle espacio a los recién llegados.

Fue Flavio quien habló, dirigiéndose al doctor Matasanos:

—Su conducta es inexcusable. ¡Nos creerá rateros de la peor calaña para hacer algo así! Y en nuestras propias narices, por si eso fuera poco. ¿Quién pretendía que fuésemos como una familia, con sus defectos y virtudes, tantísimos más los defectos y apenas rescatables las virtudes? Pensará acaso que somos un zaino que carga a la espalda como un caracol su casa, de la cual puede prescindir según su conveniencia, vaya uno a saber. Cerrar con llave su propio camerino…

—El muy ruin —añadió Polichinela.

—Alto ahí —cortó el doctor Matasanos—. Explicaos de una vez, po-porque no entiendo de quién habláis.

—Ni yo —agregó Colombina.

Flavio y Polichinela se miraron. Volvió a tomar la palabra el primero, siempre con el pecho inflado:

—Lo sabéis tan bien como yo. ¡Ha sido idea nuestra! —enfatizó parado de puntas frente al doctor—. Hablo de Pantaleón. Algo esconde en su camerino, porque lo ha cerrado con llave. ¡Ha cerrado con llave! Y el lapso de su ausencia no va más allá que de una a otra escena, eh. Nunca había visto tanta desconfianza en carne y hueso. Es para vomitar.

Como impulsado por la picada de una pulga, el doctor Matasanos se incorporó de su escaño —el cual había logrado soportar su peso, válgale el mérito— y apartó a Flavio. Mientras tanto, Polichinela se acercó a Colombina y comenzaron dos diálogos en paralelo, cada uno oído mejor por la proximidad de la audiencia, a diestra o siniestra. Afortunadamente para la confusión de Leticia su asiento se hallaba al centro de la corrida.

El doctor Matasanos dijo:

—Siempre podemos recurrir a Silvia, ¿no es así?

—Ya la he visto y me ha rechazado, porque está ocupada con ese blandengue de Arlequín —respondía Flavio.

—Deberá recomponerse, porque le toca la escena siguiente.

Colombina decía por el lado opuesto del escenario:

—He descubierto algo sensacional. Mira este folleto.

—Mi muy preciada, no hay tiempo para eso —aclaraba Polichinela—. Aquí, en la realidad, sabemos que eres la más cercana a Pantaleón. Flaminia es su prometida solo en la obra, pero queda claro que no llegarían a ser amigos ni aunque de eso dependiese la continuidad del tiempo.

—No comprendo qué quieres decir.

Flavio:

—Nada nos podrá dar Silvia que no se iguale al tesoro que guarda el viejo en su camerino. He intentado forzar la puerta. Hemos intentado sonsacarle a Silvia dónde habría otra llave. Hemos querido salir por la parte posterior, pero es cierto que Polichinela deberá entrar en escena de un momento a otro y no queda tiempo de ir a cambiar pesos por grados a algún boliche cercano.

—Súmale que si ven a cualquiera de nosotros en esta facha, qué pensarán.

—Exacto. ¡Condenados al teatro! Condenados al personaje, alegrando la grandeza de Minoesi, sabio encarcelador.

—Me han condenado tanto al personaje, que ahora incluso t-tengo un personaje completo; nombre y apellido, sí señor.

—¡Válgame Dios!

Polichinela:

—Usa tus encantos. Si es necesario baila una danza árabe. Queda prohibido cantar, porque te oirían adelante. Prométele algo; cualquier cosa. Acaso despierte su avaricia si le prometes obsequiarle el medallón de oro que lleva Arlequín, el muy desamparado.

—¿Qué medallón?

—Eso no es importante. ¡Para nada! Pero habla de medallones o de zafiros o de presas suculentas; di que para tu gesta necesitarás un camerino espacioso y no la despensa compartida que te han asignado. Caerá como pez en la red.

—Pero yo no quiero hacerle eso a mi Panta Padovés.

—¡Pero si es por el bien de todos! Es un beneficio para Tantaluz y como tal vale la pena. Compartiremos la borrachera, cosa que al fin y al cabo es mejor que atribuírsela a un solo hombre, pobre de él.

—¿Qué hay de la actuación?

—¿Eso que llaman profesionalismo? Es para la gente aburrida; es para los que ordenan los números de los otros en una oficina gris, para los que resuelven problemas ajenos, para los que no pueden resolver los problemas internos, para los que tienen que mostrarse en sociedad, para los que tienen parientes en Europa o en Norteamérica, para los que llevan a los niños al zoológico y les parece de lo más normal ver a un chimpancé o a un elefante de otro continente encerrado tras rejas, para los que caminan con el tic-tac de los relojes, para los que se medican ante la hipocondría, para los que «por si acaso» salen con paraguas incluso cuando hace un sol radiante pero sopla la brisa fresca, para los que asignan un cuarto a cada miembro de la familia, para los que se ríen cuando se les hace reír sin ser capaces de reírse solos, para los que pagan por una función «divertida» o «distinta» o «indispensable» para tachar su lista de quehaceres sociales, para los que…

—Ya entiendo, Poli. Entiendo, pero incluso así nos ganaremos nuestro sueldo respetando las formalidades y representando nuestras líneas.

—Líneas las cuales no has leído por completo, según he oído. ¿Me podrías decir cómo termina todo esto? —Colombina retiró el rostro y calló—. ¿Te importa mucho tu trabajo? Porque ahí confundes una obligación con lo que para otros es arte, y así nos vamos, luchando incluso en la cama y en el sueño de otros, colándonos con zapatos de hierro en el ulular de la victoria, rindiéndonos a la mejor oferta, ¿no es así?

—Lo único que quería decir, es que algunos debemos llenar la olla para comer.

—Pero no usted, señorita Colombina. No usted, y le digo por qué no: porque su faz es tersa y disfruta del sol en verano, acaso en otoño y primavera también, porque nunca pregunta “cómo está”, sino que se retuerce en el “cómo es”, porque después de esto se irá a un hotel, porque desea el fogonazo de la cámara y goza con la pupila dilatada tanto como con una droga, porque…

—Oh, cállate. Me hartas con tus eternos listados.

—Pero es verdad, ¿no es así?

Matasanos:

—Después de esta escena, Pantaleón sale y nada de raro que p-pasee por aquí. Arlequín, Polichinela y tú entráis, c-cre-cre… pienso que para encargarles los ingredientes de la pócima que salvarán tu mal de amor.

—Justamente —concordó Flavio.

—Quedo yo, y puede ser que Colombina t-termine siendo útil.

En aquel preciso instante, la actriz pasaba sollozando a espaldas del doctor Matasanos. Se les unió Polichinela, silbando una melodía canaria.

—¿Qué le has dicho a la pobre?

—La verdad, nada más; la pura y santa verdad. Ha sido demasiado para ella, la muy ingenua.

Flavio rindió los brazos, pero sin deshinchar el pecho:

—Así pues, queda en tus manos, doc. Confío en que podamos pasar las restantes escenas con algo de calor en los labios y un poco de ligereza en el corazón, ¿eh?

—Suena a los efectos de la panacea —pensó Polichinela en voz alta.

—Es un tipo de, amigo mío —aseveró Flavio—. No vengas a hablar con sentido común, que una máscara te basta y sobra por lo fea que es.

—Pero si yo no…

—Te conozco. Si ya has hecho llorar a nuestra única aliada, es que andas con sed de más como yo ando con sed, lisa y llanamente. ¿Dónde está el diablo de Arlequín?

—Ya vengo, ya vengo —exclamó este, que entraba precisamente entonces en escena, saltando por encima de las vestimentas que todavía estaban repartidas por el suelo.

Leticia notó que llevaba la camisa de figuras geométricas intacta, como si nunca se la hubiese rajado a la altura del pecho. Intentó ver a través de la negrura que cerraba la salida izquierda. ¿Podría ser, en aquella obra de supuestos, que Arlequín no debiese haber roto el peto? El detalle la llenó de desazón, pues quería explicaciones para todo.

El último alcance de su mirada descubrió algo no menos inusual. Es más, algo completamente fuera de lugar. ¿Tenía algún sentido lo que vio? Se giró para revisar las butacas, particularmente las de los Bonpiani, pero Pinélides le aguijoneó con un codo.

—Quédate tranquila, por favor.

Enfurruñada, Leticia prestó atención a los cuatro personajes.

Flavio:

—Oigo que ya vienen. Andando, payaso. Haz sonar tu campanilla.

Acto seguido, Arlequín Bergamasco, Napolio “Polichinela” Chielli y Flavio Espósito desaparecían por la derecha del escenario para llevar a cabo la escena en donde los dos primeros aceptan ir en busca de los ingredientes para la pócima que curará el mal de amor de Flavio, dejando a Bolonio Matasanos preguntándose qué habría sido de Colombina Richiolina Esmeraldina di Montecastania. Jugando así era fácil aprenderse un nombre, por más que no le correspondiese mencionarlo en escena.

Espejo para ciegos

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