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Acto primero Escena II
Оглавление—¡Insufrible! —gimió apesadumbrado un hombre desenmascarado que había aparecido en escena nada más salir Colombina a la zaga de Pantaleón.
—¡Chitón! Te pueden oír tras bambalinas —reclamó Arlequín.
—Eh, da igual. Tras la primera escena se supone que he contraído el mal de amor y que en estos mismos instantes estoy siendo atendido por el doctor Matasanos. Cualquier gemido mío habría de ser bienvenido por el público. Que piensen lo que quieran, eh: que me están sacando una muela o que me están haciendo una sangría. Sangría, qué curioso término. Y pensar que los españoles se la beben, eh.
—¿De veras?
—Te falta mundo, caro. ¡Claro que se la beben! Si al final nadie sabe cómo se cura el mal de amor y cada uno de los quinientos que están sentados en las butacas de allá —indicó el costado del escenario por donde había aparecido— deben adivinar cuál es el procedimiento de sanación. Si creen que el cuerpo ha de sangrarse, allá ellos. Yo les doy la pauta, les doy algo concreto con qué poder fantasear. Algo para rellenar el vacío, eh.
Arlequín batió los hombros y dio una larga zancada hacia el hombre sin máscara, quien, en compensación por no llevar una, mostraba un maquillaje bastante afeminado. Henchía el pecho y caminaba de puntas, pretendiendo flotar. Llevaba en una mano un pañuelo y al cinto una espada. Alzó el pañuelo.
—Se supone que este pañuelo es la muestra del amor a primera vista, eh. Se supone que es un infantil intento de romper la cubierta y dejar salir el pudor de Flaminia. Se supone que debo llevarme este pañuelo innumerables veces a los labios y a las narices para impregnarme del perfume de mi amada, pero es también lo que me envenena. ¡Se puede creer que la gente se creyese esto, Dios mío! Pero allá, adelante, ha partido bien, eh. Parece difícil de creer, pero ha partido bien.
—Ha estado fenomenal. ¡Sobre todo el robo! Luego el festejo, los fuegos artificiales, los trajes, los guardias.
Flavio alzó una mano para detener la excitación de Arlequín, quien hablaba muy rápido. Hasta entonces había estado apreciando su aspecto en los espejos de atrás.
—¿Me estás diciendo que disfrutas? Dudo mucho que de aquí en adelante se hable bien de la otrora imbatible compañía teatral Tantaluz, pero nadie podrá decir que no nos hemos arriesgado.
Arlequín apreció su atuendo y cambió de pierna, como si repentinamente le incomodase y quisiese asentar mejor los rombos y triángulos y hexágonos y cuadrados y heptágonos que lograban una caleidoscópica tesela.
—Sí, me agrada, pero creo que lo hubiera disfrutado más hace trescientos años, si hubiera nacido en Italia, en donde podríamos haber recorrido toda la bota italiana y nos habríamos denominado I Argenti y hubiésemos competido con las otras compañías itinerantes.
—Veo que alguien ha estudiado un poco, aunque discrepo con el éxito de I Argenti. Me temo que nos habrían expulsado precisamente hacia la Argentina, para ser colonizadores exiliados.
—Quizás. Me gusta conocer el trasfondo de mi personaje. Con este en particular se siente una obligación, a decir verdad, porque hay un montón de información con respecto a los nuestros. ¡La popular Comedia del Arte! —exclamó Arlequín. Rodeó al desenmascarado y se dirigió al armazón de las máscaras—. Ahora jugamos a un juego, invención de Mona…
—Como suele ser.
—…cada uno será su personaje. Soy Arlequín y tú eres Flavio.
—¿Aquí también? —El desenmascarado se tomó un codo con una mano y con la sobrante quiso ocultar su rostro, aunque lo llegó a tocar con las yemas de los dedos. Había un gran pesar en su voz—. Lo repito, y da igual que sea en voz alta, eh. ¡Insufrible!
En ese preciso instante hizo su aparición un nuevo personaje. Si la máscara de Pantaleón mostraba los ojos caídos, la del recién llegado exageraba el ángulo y lograba otorgarle una apariencia porcina y depresiva al extremo caricaturesco. Bajo ella temblaba la papada que partía del mismísimo mentón. Por si fuera poco, corporalmente se parecía a un porcino, incluso si su panza se adivinaba falsa. No es que el hombre no fuera grueso; aquello había que concedérselo. No obstante, al menos la mitad de un tonel semejante debía estar fabricado con algodones o cojines. Llevaba una toga negra y larga de cuyos puños asomaban los vuelos de una camisa blanca. El pobre se estaría asando con ese atuendo.
—Espero que no hablen de mí.
—Nos ocupábamos de algo mucho peor, realmente —comentó Flavio con soltura.
—Gracias.
El recién llegado arrastraba las erres y aleteaba con los brazos.
—¡A Mona se le ha ocurrido que bromeemos con los nombres de nuestros personajes lo que dure la obra! —saltó Arlequín.
—¡F-fantástico! Es una manera de sobrellevar esta función.
Flavio aplaudió.
—Es bueno saber que no soy el único que piensa así, doctor Matasanos.
—Es algo cru-cruento el nombre que me ha puesto Minoesi, pero es parte de esta fantasía. —El recién llegado tartamudeaba. El corpachón porcino pareció resignarse—. Nadie posicionado con firmeza en sus cabales podría tragarse este drama, a fuer de ser sincero. ¿Es que acaso nuestras vidas importan? Y, por si ello no bastara, ahora nos las enmascaran. P-Prefiero venir aquí, a los bastidores, que esperar encerrado en mi camerino frente a un espejo que se ensaña burlón con una pa-papada enterrada bajo una máscara hinchada y narigona y estos ojos d-deprimidos. ¡Lo que hay que hacer! He oído que a Pantaleón (porque sí, me parece aceptable jugar este juego de n-nombres) le han dado el camerino más grande e intuyo que el más opulento. Asimismo, he visto que se han co-co-contrabandeado botellas de licores allí.
—Vamos allá entonces —apuntó Arlequín.
—Cerrado con doble llave y pestillo, te lo digo —rezongó el porcino doctor Matasanos—. P-pero si alguien se consiguiese la llave…
—¡Pan comido!
—Ah, como si yo mismo no lo hubiese intentando. En fin, está Silvia, que también guarda por ahí algo de co-contrabando. Deberíamos importunarla a ella cuando aparezca.
Flavio y Arlequín se encogieron de hombros, mudos.
—Y sí, no me miréis así. ¿Se os ocurre acaso una mejor forma de aguantar esta exposición? —Naturalmente, la pregunta sonó retórica—. Se está mejor aquí que en el camerino, os lo digo, se está mejor aquí, acompañado por la v-vergüenza de otros que enfrentado contra la de-degeneración que revela el espejo, contra le degradación del ser, contra la carrera del exitoso.
—Exageras.
—¿No es como el día a día, efímeros encontrones entre una miríada de paseantes? —continuó el doctor Matasanos, todavía retórico—. A veces me nace p-preguntar si el que lleva máscara no sería más sensato que aquel con rostro descubierto, expuesto a ser encasillado inevitablemente, expuesto a la co-contaminación, expuesto a la segregación, expuesto a la enfermedad, expuesto al re-rechazo, expuesto a la peste y eso que no voy inspirado.
—¡Eso es! —aplaudió otra vez Flavio, ganándose la desesperación de Arlequín, el cual se llevaba los índices de sus manos a los labios para que mantuviese el tono de voz por lo bajo. Quiso apaciguar la exaltación del doctor para ver si podía contrarrestar la empatía gravitacional de ambos hombres.
—¿Y qué hay de la exposición a la conmiseración, a la compasión, al amor, a la simpatía y a esas otras bienaventuranzas? —intentó hablando con rapidez—. No necesito estar inspirado para saber que la exposición es necesaria para alcanzar lo que de otra forma quedaría anulado.
—¿No es d-d-debilidad embarcarse en la búsqueda de la simpatía? ¿No es también d-débil quien se embarca por compasión? ¿No es el más de-débil de todos el que lo hace por amor, fútil deseo de alcanzar la Tierra Prometida en vida? Si me escudo con una máscara p-para siempre (esto es, si pudiese) la pu-puliría cada mañana en vez de afeitar un rostro grasiento y herido y la llevaría con pu-pundonor por las calles, dejándome mi esencia para mí y para quien quiera acercarse a conocerla mediante nuestras voces y gestos y entendimientos superiores a los visuales.
—Eh, deduzco que gozas realizando esta obra…
—¡A la altura del diálogo, hombre! ¡P-Ponte a la altura del diálogo! Invitemos a los leprosos y hagámosles charlar otra vez. —La exaltación le hacía tartamudear con mayor frecuencia—. ¿Quién quiere arriesgarse a sentir lo que han sentido otros antes de nosotros y que han sabido plasmar con maestría en nueve sinfonías o en sonetos o en versos que enaltecen a la luna y la rielan en lagos de seda ribeteada con curvas soleadas, y todo es ardor y llama, y todo es luego penuria y un reproche, un solícito reproche para entender por qué no pudo haber sido de otra manera?
Arlequín, que no se había separado del lado de Flavio, lo llevó a un extremo del escenario y ambos enfrentaron al público en un aparte.
—Diríase que alguien sabe del amor más de lo que aparenta, eh —susurró Flavio.
—Estoy de acuerdo. Una máscara no es más que la excusa perfecta.
—¡A callar! —tronó el doctor—. Alguno de vosotros que me diga dónde hay un tra-trago que mi sed aplacar pudiera.
—¿Al orden poético pasamos entonces? —ironizó Flavio.
—Dudo que lo seguir pu-pudieres.
—Probad el filo de mi lengua, más bien.
—Junto a mí, en mi cinto, un puñal mucho más afilado cuelga.
—¡Basta! Señores, por favor —interrumpió Arlequín—. Llamemos a Silvia para que algo nos servir a todos pudiere… O como sea. ¡Silvia!
El doctor Matasanos le dio la espalda a Flavio y viceversa. Arlequín quedó mirando el sector con las perchas y las prendas colgadas, expectante. Hubo risas revoloteando algunos sectores del público, pero ninguna lograba descifrar —o desgranar— si realmente se trataba de una comedia o de un incipiente drama.
Giacomo reparó que a la llamada —¡Silvia!— el hombre de las antiparras había volcado su atención al escenario. Fue entonces cuando se sintió algo más tranquilo y, por encima de Carlo, tironeó la manga de su madre.
—Mamá, quiero ir al baño.
Valeria se consternó. Inclinó su torso, furiosa. Luego quiso esquivar a su hijo; resonaban unos tacones prontos a aparecer sobre las tablas y no quería perderse lo que seguía.
—Pero si acaba de comenzar. Pudiste haber ido antes, crío.
Giacomo no mostraba ninguna expresión. El eco de los tacones provenía de donde estaban colgadas las prendas, al extremo izquierdo del vestuario.
—¿Sabés cómo llegar? ¿No te perderás? ¿Querés que te acompañe uno de tus hermanos? —El nuevo personaje apareció—. Está bien: andá, andá.
¡Eso! Giacomo se levantó con el correspondiente bufido de Alessandro, sentado entre él y el pasillo. El menor de los hermanos notó cómo le palmeaban dos veces la espalda como si le deseasen buena suerte antes de saltar sobre las piernas de Alessandro.
—¿A dónde vas? —susurró este.
—Al baño.
—Cretino —soltó antes de volver su vista al escenario.
Los tacones de madera sirvieron para preceder la entrada de una mujer esbelta y hermosísima. Quizás defraudó a quien esperaba ver una nueva máscara, pues iba vestida con un sencillo vestido color marino y el pelo en parte tomado en un tomate y en parte lacio y desperdigado por todas las aristas. ¿Por qué no iba disfrazada como el resto del elenco? Desteñía notoriamente.
A Leticia le pareció la mujer más linda que había visto nunca. Era más que agraciada: de labios pródigos a lo largo de una mandíbula cortada con molde, una nariz respingona sobresalía generando un marcado puente entre el labio superior y las fosas nasales, los ojos eran grandes y hablaban por sí solos, un mechón le caía sobre la faz mientras que los mechones restantes caían sobre su nuca. Por primera vez en toda su corta vida, a la niña se le cruzó por la mente ser actriz. Se vio encima de la tarima, apreciada por un público silencioso, todos oyendo lo que tenía que decir, analizando su desplante y sus movimientos.
¿Leticia, la actriz?
—Aquí estoy, aquí estoy. ¿Qué desean los señores? Poco falta para la próxima escena.
Flavio y el doctor Matasanos hablaron al unísono.
—Siempre se debe estar pronto para la próxima escena —dijo el primero, inflando el pecho todavía más.
—To-Tomará solo un minuto —dijo el segundo apartando una mosca invisible con la mano.
Se miraron con incomodidad. ¿Se habían equivocado o era un truco para otorgar realidad a la escena?
—Decí —ajustó Silvia, dirigiéndose puntualmente al doctor Matasanos.
—Tráenos algún malbec de la despensa.
—¡Pero debéis actuar!
—¿No hay?
—No es eso.
—Que sea champán, entonces.
—Me temo que no será posible.
—¿Hemos de contentarnos con gin? Bueno, como sea.
Desorientada, Silvia dejó la estancia, luchando otra vez con las vestimentas para abrirse paso. Leticia se sintió defraudada cuando se marchó.
—¿Brindaremos por esta fiesta de enmascarados? —quiso saber Arlequín.
—Brindemos, mejor, por lo que se guarda tras las máscaras; aquello que mejor fermenta en una larga reserva —sugirió Flavio indicándose el rostro empolvado.
—¿De verdad cre-e-e-éis que hay algo por lo que brindar? ¡Daos cuenta del basurero al que nos mete Minoesi representando un drama de hace dos siglos con caretas que debían proteger a los actores tanto de las flores como de los tomates, según el humor de la gente, y que incluso llegaron a ser p-prohibidas! ¿Qué otra cosa hay para el actor que no sea su rostro?
—Su voz.
—¡La voz varía! Enférmate o contrae un catarro o envejece o quédate con un mendrugo de pan atragantado o tápate la nariz. La voz no cuenta en el cine. —Flavio y Arlequín intercambiaron elocuentes miradas, como si quisieran decir «así que esas son las expectativas que tiene»—. Quien nos utilice así no hace más que ri-ridiculizarnos y estropear nuestra carrera. ¡No se m-merece darnos sus líneas!
—¿Soy yo o es que antes defendías el uso de las máscaras? —intervino Arlequín.
—¡Son co-cosas distintas, necio! La máscara para el día a día puede ser factible, pero no la máscara que cubre al actor y que, tal como sucede contigo y conmigo, nos p-priva de una gloria mucho más amena de alcanzar y mucho más satisfactoria.
—Tranquilízate, tranquilízate, ¿eh? Eres el doctor Matasanos por una hora más y ya está. Si quieres renuncias y lo comprenderemos, pero ten en cuenta que serás echado mucho de menos en Tantaluz.
—El daño ya está hecho, ¿sabes? Tú ya eres Flavio y este payaso ya es Arlequín. ¡Lo somos para la crítica y, en consecuencia, lo seremos ante los ojos del mundo! P-propongo hacer algo al respecto.
—¿Qué se podría hacer?
—He ahí la cuestión.
—Concuerdo contigo —apuntó Flavio, anteponiéndose y destacando—. No digamos que sea apropiado, eh, pero se puede hacer algo. O se podría hacer algo. A fin de cuentas, somos los engranajes, somos esas frutas en maduración, que si caen sin que se las recoja fermentan y llaman a los mosquitos y, si se las deja estar por más tiempo, acaban pudriéndose y volviendo a la tierra de donde vinieron. Larvas y tierra y esas cosas, sabéis.
Flavio se tomó un momento para esculpir una sonrisa burlona y dirigírsela a la oscuridad de las butacas.
—Propongo…
—¡Vuestros refrigerios! —exclamó Silvia con premura, entrando como un huracán con una bandeja de plata y tres copas. Andaba descalza ahora—. Descubrí que sin zapatos me aferro mejor y hago temblar menos la bandeja. Y un clavo o viruta o vidrio sería mala suerte. Pura mala suerte. Tened. Apurad los tragos, porque os buscan para la siguiente escena.
—Gracias, Silvita. Es lo que digo; siempre listo, aunque no nos plazca —comentó el doctor Matasanos, apaciguado de ánimo.
—También he oído decir «constantemente enlistado para al escenario saltar» —aguijoneó Arlequín con sarcasmo.
—Bufón. ¡Salud!