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CAPÍTULO 5 En donde se pacta una alianza

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La señora se ha tragado la sopa de cebolla a duras penas, cosa curiosa pues siempre gusta de la buena mesa. Luego quiso probar algo de carne, solo para salir del empacho, por lo que Julia cortó unos minúsculos pedazos de su porción, la cual supo a gloria y a salada efervescencia.

Durante el almuerzo, la asistente se abstuvo de hacer comentarios tanto acerca de Adolfo Maretto como de la presencia del pianista. En el caso del primero, podía tratarse de una mera coincidencia y no de un espionaje concertado. En el caso del segundo, acaso fuesen imaginaciones de su señora que ya pasarían. Sea como sea, ha preferido no reincidir en lo que es motivo de exaltación.

Han vuelto al interior de la librería. El cortísimo trayecto por la vereda avisa que habrá una tormenta, porque el viento sopla furioso y de ciertas nubes cae un precario rocío.

«Aquí es primavera», se recuerda Julia, fascinada por la oposición que presenta este hemisferio sur al que viene por vez primera.

Con la isla de sillones y la mesita han tenido mala fortuna, pues las tres están ocupadas. Parece lógico en un día como este, cerrado y nuboso. Sin embargo, podría dejar a la señora en su silla de ruedas conciliando la siesta y ella podría dar acaso algunas vueltas. Tiene pensado visitar las plantas superiores para descubrir lo que contienen.

—Aquí está agradable —dice su señora haciendo alusión a la atmósfera.

—También lo creo así.

—Oigo más murmullos. ¿Es que hay más visitantes?

—A ojos vistas diría que sí, un buen tanto más. Nuestro rincón está ocupado.

—Intrusos —acota rápidamente con un tono mezcla de sarcasmo y altanería única en ella, reforzando su parodia de reina en su trono de rayos.

—¿Dónde quiere que la deje? En el escenario no, está claro.

—No, por ningún motivo. Déjame donde haya poca gente.

Aquello puede sonar sencillo, pero corresponde a un gran problema en los estrechos pasillos del Grand Splendid, colmados de estantes y pilas de libros. De buenas a primeras, el vestíbulo no es el lugar apropiado debido a la cantidad de gente que va y viene y espera en uno de los dos mostradores para pagar.

Ahora bien, amén de la isla usurpada por otros cómodos lectores que no dan muestras de moverse, el escenario sería el espacio ideal para hallar quietud y sosiego de los murmullos. Julia piensa con repentina crueldad en la guardería infantil que está abajo, deshaciéndose del pensamiento inmediatamente.

En eso, descubre un espacio en el cual antes no ha reparado. Se trata de un palco en la planta baja que está próximo al cortinaje del escenario. Eso sí, debe ser un espacio privado, pues se ve que está aislado. ¡Pero no! Ve a un señor encamisado leyendo tranquilamente al resguardo de miradas y paseantes. En efecto, el aislamiento del espacio es producto del arco frontal, pero por el costado está abierto.

Rueda la silla con un repentino impulso en aquella dirección.

—¿Me llevas al muro?

—Casi, doña Leti, porque hay un palco que han dejado como espacio de lectura.

—Excelente.

Nota la felicidad en la voz de su señora. Nunca reconocerá que está agradecida del detalle, pero Julia sabe ya por experiencia que la señora necesita digerir sus alimentos como si fuera con el peso de los párpados, como si requiriese una energía consciente para ocuparse de absorber los minerales y nutrientes, clasificando y disponiendo cada uno en su respectivo compartimento.

Han pedido permiso —y ayuda— a un guardia para acomodar a la señora. El lector se ha mostrado amable y encantado de la visita, o ha sabido actuar el desenfado.

—¿Queda bien aquí?

—De maravilla, niña. Ve a por tu café que sé querrás beber.

—Espero volver con su libro.

—Eso espero yo también. ¡Para eso hemos venido!

Un capricho de anciana o un gesto excéntrico, es difícil diferenciarlo. La verdad es que Julia nunca ha reparado tanto como ahora en la realización del cometido. Sale cavilando del palco para darse a medio camino del escenario con Miguel, quien se ilumina al verla, pues ha estado buscándola.

—Temí que se hubieran marchado definitivamente.

—Hola… Miguel —alcanza a leer en la identificación, pues ha olvidado el nombre del empleado del pendiente plateado—. Fuimos a almorzar.

—Uh, de haberte visto antes de salir te recomendaba un boliche que está buenísimo en donde venden pastas —exagera él con aquella cercanía amistosa tan propia del argentino.

—Muchas gracias, pero hemos ido aquí a la esquina y ha estado excelente, sobre todo la atención.

—¿El Babieca? Es un clásico. Y sí, se come bien. ¿Y la dama en silla de ruedas?

—Está aquí, a la vuelta. Yo voy a por un café y vuelvo junto a ella.

—Vale. ¿Le comentás que me ha ido fatal con la búsqueda de un catálogo? No tenemos esa información.

Julia se desalienta ante la perspectiva de continuar una búsqueda sin pistas.

—Yo le digo. Gracias, Miguel.

—Encantado. Si necesitás cualquier cosa, ya sabés.

—Sí, por supuesto.

Así que ahora tampoco cuentan con un catálogo al que recurrir. ¿De dónde podía haber tenido su señora la idea de ir a meterse a una librería para buscar un libro de un anónimo escrito al menos cien años atrás, contando una trama indefinida? Lo que partió como un feliz viaje a otro continente podía estar tornándose en una sufrida tarea.

Con tantos libros alrededor, la abrumaba pensar en que quizás ni siquiera alguno de aquellos miles y miles de tomos fuese el correcto. ¿Y las librerías de Madrid? ¿Qué? Pero claro, el autor era argentino y, por lo tanto, debía estar forzosamente aquí, en la capital de Argentina, en una de las librerías más impresionantes habidas y por haber.

Hubo una segunda carta proveniente de aquel misterioso emisario de iniciales «A. B.», si bien Julia nunca pudo leerla, porque la correspondencia había llegado un día en que se turnaba con su colega, Ángela Sastre, quien jamás mencionó la carta y por la cual ella tampoco preguntó. ¡Hasta entonces seguía convencida de que se trataba del amor senilmente confesado de un viejo amigo de la infancia! Si antes dudara, ahora estaba segura de que había algo más. Lamentablemente, la señora no ha empacado la segunda carta ni la ha guardado en su cartera o en la bandeja de la silla de ruedas, porque Julia hubiera advertido de inmediato el sobre, más cuando reconocería la caligrafía de «A. B.».

—Buenas tardes, ¿qué tomás?

Parece ser costumbre que la sorprendan en el mesón de la cafetería. Ya no está atendiendo la chica baja y rubia —bien podía ser su hora de colación— a quien la ha reemplazado un par de anteojos inmensos y redondos apoyados sobre una naricita idéntica a una cola de conejo. Los intensos ojos azules están finamente delineados y miran a la espera impregnados de seriedad. La chica es incluso más baja que la rubia y parece no tener cabida para la simpatía.

—Un exprés, por favor.

—¿Corto o doble?

—Eh… corto.

—¿Para servir o llevar?

—¿Para servir?

—Vale. ¿Azúcar o endulzante?

—¡Nada!

«A lo que hemos llegado», se lamenta Julia.

Mientras espera el café, hila el pensamiento que dejó en suspenso: si la teoría del amor senil es cierta, ¿por qué la librería? ¿Habrían pactado encontrarse aquí? Para él sería sencillísimo dar con una señora anciana e inválida, mientras que para la ciega… Y acaso por eso ella busca un libro que no existe; para alargar la espera.

De ser cierto todo esto... ¡La señora Leticia la está empleando para entretenerse con un libro inexistente! Vaya, eso es para poner de mal genio a cualquiera, pero Julia inhala hondo y trata de darle otra vuelta más al asunto.

¿Qué si «A. B.» es escritor y le ha dedicado un libro a ella? ¿Qué si se lo ha autografiado en la primera página y se lo ha dejado como una búsqueda del tesoro? Acaso ni sabe que la señora es ciega. No obstante, esta idea se desarma, porque un libro autografiado queda expuesto a las garras de cualquiera y porque su señora no ha dicho algo semejante. Por el contrario, ha hablado puntualmente de una obra de teatro ocurrida ahí, en el Grand Splendid, la cual se basa en otra obra, la «problemática», porque la memoria de su señora es demasiado frágil como para retrotraerse ocho décadas.

—Aquí está tu café.

—¿Eh? Oh, gracias.

Llevándose el café se sienta sola en una mesa cercana al tétrico piano. Junto a ella, en otras mesas, oye chácharas alegres en ese dialecto argentino que todavía la asombra. Lanza una mirada a la mesa que ocupara el escritor, despejada ahora. Con ello le invoca, al parecer, pues el escritor de la camisa abotonada y las gafas de marcos anchos viene caminando junto al óvalo en dirección al escenario. Habrá tardado en el Babieca, porque cuando ellas se retiraron él seguía ahí. Ahora vuelve con su zaino de cuero abultado de papeles que quieren ser libros.

Julia es víctima de un puñado de ideas que se le retuercen entre las sienes: un libro ambiguo o, incluso peor, una historia vaga; papeles que quieren ser libros; la eternidad en una librería buscando una narración inexistente; la frágil memoria de su señora.

Sin dudárselo coge su taza y se instala frente al escritor que ya ha tomado asiento, como si fuese lo más normal del mundo, justo antes de que este desplegase todos sus borradores y anotaciones.

—Hola.

—Hola —responde él sin detenerse en su quehacer; ahora coge el bolígrafo.

—¿Te interrumpo?

—De nueve a doce y media y de una y media a cinco o seis, depende de cómo me corra la mano. Decidí tomar la escritura como una rutina de oficinista, porque así justifico las horas fuera de casa y también porque me fuerzo a escribir aunque sean un par de líneas al día, promedio que no estaría nada mal. —Consulta su reloj de pulsera, aquel que asoma por su manga izquierda—. Ahora es horario de oficina, pero creo que ya superé mi cuota diaria.

Julia no sabe cómo reaccionar. Agradece que él carraspee, porque sabe que es así como ríe, y ella sonríe en respuesta.

—Pues, me alegro que todo marche bien hoy.

—Tú de lazarillo y una ciega en una librería me han dado un punto de partida. ¡He llegado a escribir casi una página de ideas!

—Hombre eso me alegra y me sorprende.

A él le brilla la cara. Julia juguetea nerviosa con los dedos. Se quema las yemas con la taza, los retira y espera que se enfríen para volver a probar suerte. Es algo que la mantiene ocupada mientras se recrea en la incisiva mirada del escritor. Ha olvidado por completo a la señora; se siente atenazada por la conversación que quisiera estar teniendo.

—Sí, aunque no logro vislumbrar qué resultará.

—¿Vale decir que no estás trabajando en una historia concreta?

—Uf, la literatura es lo más abstracto del mundo. Quizás si cuente las distintas tramas que he anotado darían para cien libros, o bien pueden revolcarse y hacerse uno, ¿sabés? Claro que para ello necesitaría tener una idea fija con la que poder guiarme. He heredado, por decirlo de alguna manera, una historia que quiero usar de trasfondo, para lo que necesito una historia sobre la heredada.

—He de sincerarme, entonces, porque pensé que uno escribía para contar historias nada más y no para retorcer ideas.

—Y bueno, eso todos lo pensamos en algún momento, al principio. La cruda realidad me demostró que yo escribo por el gusto de escribir, no por lo que sale de ello.

Si bien a Julia le parece frustrante oír aquello, sabe disimular su opinión y, por lo mismo, bebe un sorbo de su taza de café.

—¿Y vos? Lo lamento si te doy la lata.

—Para nada, para nada.

—¿Y la señora?

—La he dejado durmiendo la siesta.

Cual siquiatra, él anota algo en un bloc de notas.

—¿Te sirve para tu idea? —pregunta Julia con incredulidad en la voz.

—Todo sirve, ¿sabés? Es ciega, por lo tanto, imaginate que ella oye algo crucial a la hora de producirse, digamos, un asesinato. ¿No sería una buena trama que la única testigo ocular que se pudiera tener fuera ciega?

A Julia le da espanto la idea.

—Creo que está muy bien —dice en cambio. No sabe cómo exponer lo siguiente—: Verás, necesito reconstruir una historia, por lo que pensé que podrías aconsejarme, dado que eres escritor.

Él se recuesta en su silla y cruza los brazos, sumamente atraído por la propuesta.

—Esto es algo especial. Contame más.

Julia se siente revitalizada por el impulso.

—Lo primero es que… bueno, a mi señora parece estar fallándole un tanto la memoria, ¿vale? Y, por consiguiente, quiere hallar un libro cuya trama no recuerda. Enredado, ¿no crees?

—Fascinante, diría yo.

—Quizás, si ella reconoce personajes o diálogos…

—…podés rehacer un libro que acaso existió, pero que sería nuevo a la vez —completó él con los ojos iluminados.

El momento se sostiene un poco en el silencio, ese que resuena con el entrechocar de grandes inventos, pues ha dejado a sus dos participantes alelados.

«¿Será posible?», quiere saber ella.

«Simplemente genial», se relame él su paladar literario.

—Sí, sería un libro fabricado a medida, creo que se lo podría llamar —presume Julia.

—Serías una escritora fantasma, a fin de cuentas. ¡Bienvenida al rubro! —carraspea él.

Julia apura su café y mira divertida al escritor:

—A cambio de la inspiración que te hemos valido… ¿me convidas una hoja y un lápiz?

—Y sí, todas las hojas que querás, pero bolígrafo tengo uno solo.

—Ahora recuerdo que mi señora siempre tiene uno en su cartera.

—Por costumbre será.

Ella no capta la indirecta.

—Pues bien, veré cómo empiezo.

El escritor entrelaza otra vez los brazos. Julia percibe que él gozaría con ser parte de la construcción arquitectónica de ese drama en ciernes, pero que se recata de hacer cualquier insinuación. Ella tampoco quiere entrometer a alguien que pueda acabar revelando el engaño. Sin embargo, ha dicho la frase con un ruego de ayuda en el tono de voz, el cual él ha logrado interpretar.

—Lo primero será cosechar libros. No obstante, una siesta no da tiempo a escribir ningún libro. Acaso necesités de una prórroga.

—¿Una prórroga?

—Sí, una demora; alguna artimaña que te dé tiempo a construir el drama final. Estoy pensando qué sucedería en una novela dadas las mismas circunstancias. —Tamborilea sus labios con los dedos índice y medio de una mano—. ¿Qué tal si encontrás un libro en otro idioma? La traducción del mismo daría suficiente espacio para laburar en el collage de dramas.

—Eso es… ¡estupendo!

A ella tienen que brillarle los ojos tanto como a él, pero no tiene un espejo a mano para poder comprobarlo.

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