Читать книгу El hombre de cristal - Carlos Bernatek - Страница 11
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No la despidió a Mona Mancuello, no tuvo corazón para hacerlo. Pese a no necesitarla, cuando la recuperación ya era evidente, le pidió que viniera una vez por semana para revisarle la herida, algo innecesario –ya le habían sacado los puntos–, pero que al menos no lo obligaba a prescindir de ella. Mona, intuitiva, lo primereó: “No se haga problema, señor Jota, mi trabajo es así: cuando se termina, se termina. Eso sí, en caso de necesitarme, me llama a la hora que sea y yo vengo. Para lo que necesite”. Jota le pagó, le dio una buena propina y la despidió con afecto. Cuando vio la silueta compacta e inmaculada desaparecer al doblar la esquina, pensó que ya había poca gente como Mona Mancuello, que la iba a extrañar más que a Marijú, que tal vez, en el fondo, a quien extrañaba era a su madre, pero bueno... esas cosas no se resolvían tan veloz ni fácilmente, o peor aún, no tenían solución cuando se trataba de muertos. Lentamente empezaba a recuperar su vida normal, y aunque debía andarse con cuidado, las cosas parecían retornar a su cauce como ocurría cíclicamente en Santa Fe luego de las inundaciones: todo quedaba medio destruido pero, aunque se modificaran los cursos antiguos, al menos el agua se retiraba, y el sol empezaba a secar todo lo húmedo.
Volvió al trabajo. Las cosas en la oficina no presentaban grandes cambios, a excepción del pibe que habían puesto a hacer parte de su tarea, trasladado circunstancialmente desde otro escritorio. Le aguardaba un intenso período de puesta al día de papeles que no habían sido ingresados en el sistema. El chico apenas había sacado lo urgente y comenzaban a atrasarse las actualizaciones. No se trataba de una ciencia oculta, apenas de dedicación; en un par de semanas también aquello volvería a la normalidad. Llevaba muchísimos años trabajando en la Administración de la Morgue Judicial, y salvo algunos cambios cosméticos que impuso la tecnología, nada había cambiado del todo. No era un gran sueldo ni tampoco un trabajo abrumador; una vez al mes debía trasladarse hasta el cementerio, donde funcionaba la morgue real, a completar papeles, fichas dactiloscópicas, dentales, historias clínicas que ahora la cibernética convertía en epicrisis, y otros asientos burocráticos. Se ubicaba en un par de oficinas mugrientas, lindantes con la sala y laboratorio donde trabajaban los evisceradores, tres o cuatro muchachos cansinos que, cada tanto, recibían la supervisión de un médico oficial, completaba su tarea y se escabullía con rapidez del lugar. Esa era en realidad la fábrica que alimentaba todo el trabajo administrativo: a partir de los cadáveres surgían los expedientes, una transparente línea de producción que producía papelerío, trabajos, sueldos, vidas enteras derramadas sobre escritorios, todo erigido en base al incidente que originaba una muerte, algo terminal, a veces trágico, cuya consecuencia era la necesidad de un acto administrativo, de un preciso agente estatal que ocuparía el cargo, con suerte, hasta el momento de la jubilación. Y aunque la mayoría de las muertes, naturales o accidentales, discurrieran apenas como un asiento contable, Jota solía pensar de vez en cuando en la paradoja de que un fallecimiento, algo que podía alterar drásticamente la vida de los sobrevivientes, para él no superaba el registro legal, un renglón más en la planilla.
Jota, en todos esos años, casi no había visto muertos porque siempre trataba de evitarlos: entraba al cementerio municipal por el portón lateral y, sin pasar ni cerca de las camillas de disección o heladeras de almacenamiento, se metía en las oficinas, unos cubículos más modernos que el resto de la edificación, pero sumamente precarios y húmedos; helado en invierno e insoportablemente caluroso en el verano que, como es sabido, en Santa Fe dura, en temporada generosa, más de seis meses. Fuera del gesto que ponía cualquiera que preguntaba por su trabajo ante palabras siniestras como “Morgue Judicial”, Jota ni siquiera lo veía distinto a cualquier otro trabajo administrativo, el de un bancario o un comerciante. De hecho, era así, la misma lucha por mantener el equilibrio con lo limitado de los sueldos, exigencias comunes a toda la tropa administrativa de la ciudad, la provincia, y el universo que respondía –suponía Jota– a esa misma lógica de supervivencia y resignación a cambio de una limitada seguridad: cobrar casi siempre puntuales (excepto por desastres naturales o golpes de Estado), tener una obra social y mantener el trabajo salvo un delito flagrante. De ahí en adelante sólo quedaba cumplir un horario, pagar todo en el mayor número de cuotas posible, aguantar los años necesarios como para llegar a la jubilación y resignarse a seguir siendo siempre casi pobre. No indigente, pero más cercano a la pobreza que al sosiego que –Jota suponía– otorgaba la bonanza.