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Cuando se puso al día y volvió a lo cotidiano, tuvo la impresión de que tanto la cirugía como la partida de Marijú eran episodios ya lejanos en la historia. La rutina terminaba siempre por aplastar los acontecimientos trascendentes como un electrocardiograma plano, el de un corazón que no late, el de un muerto cualquiera de sus expedientes. Aunque esa muerte no fuera tal, Jota la imaginaba como un lento desangramiento casi indoloro. Trató de no pensar en eso, trató de no pensar en nada, tanto que llegó a olvidarse del llamado telefónico de esa mujer, Analía P., por eso tal vez se sorprendió cuando, transcurridos dos meses, ella volvió a comunicarse.

Jota estaba intrigado. ¿Qué cosa podría ofrecer él que fuera tan valioso para la insistencia de una desconocida? Analía P. no se mostró ansiosa como quien encubre un negocio o una supuesta renta misteriosa, tampoco lo presionó en modo alguno: su estilo era pausado, firme pero nunca abrumador. Y resultó efectivo porque Jota le propuso encontrarse. Eligió un lugar público a una hora de poca concurrencia: el Bosque. Así le llamaban en otra época al bar del fondo de la galería del cineclub, un sitio oscuro, con una cantidad excesiva de mesas como rémora de tiempos de abundancia y salida hacia el estacionamiento contiguo. A las tres de la tarde nunca había nadie, mucho menos un día de semana de calor oprobioso. Jota entró caminando con parsimonia, tratando de reconocer los negocios que sobrevivían en la galería que también había tenido mejores tiempos. Hacía mucho que no andaba por ahí; el panorama pintaba decadencia irremisible, difícil imaginar que ese espacio fuese a tener un florecimiento comercial que, sin dudarlo, agravaba el cierre del cine. Los intelectuales de otros tiempos, los cinéfilos, teatristas, músicos y otros de actividades artísticas menos específicas, habían tomado aquel lugar como sede en los años de esplendor. Jota, que nunca había formado parte de esas tribus, siempre los había despreciado; sus actitudes y mohines le resultaban pedantes, impostados, tratando de llamar la atención, de presumir conocimientos y algún dudoso talento. Los rechazaba, pero a la vez envidiaba pertenecer a algo que sentía afectivamente cercano. Porque su afición al cine lo había obligado a compartir esos ámbitos tan restringidos de provincia, de pueblo, siempre mirándolos desde lejos. Imaginó alguna vez discutir con alguno de ellos sobre aquellas películas grandiosas que se le metían en la cabeza durante días como larvas que le trabajaban el seso, que le cuestionaban sus modos tan estrictos, ese rigor temeroso ante lo que lo excluía, que era casi todo. Le gustaba imaginar aquella impostura como una escena ficticia, similar a las de una película que se prolongaba más allá de la pantalla, derramada en la escalera, el bar y el pasillo de la galería. Sin embargo, cuando vino lo que vino, y la diáspora se volvió recurso de supervivencia, y aquella gente salió disparada del Bosque, él, que no se movió de la ciudad ni de sus circuitos habituales, empezó a extrañar aquel movimiento, el ambiente febril de las trasnoches sin aire acondicionado, con la sala llena, el movimiento de gente, la expectativa en los estrenos: todo aquello desapareció de pronto. Jota se sentía ideológicamente distante de los militares y su locura homicida, ni siquiera había hecho el servicio militar por número bajo, y rechazaba esa impronta policial que había barrido aun con aquella gente que le desagradaba. Pero no negaba para sí cierta satisfacción que le podía llegar a producir el hecho de que le pegaran algunos palazos a esos vanidosos. “Algunos golpes”, pensaba para sí, no más que eso; después de todo lo ocurrido, de lo que se supo luego, entendió no exento de culpa que aquellos tipos no se conformaban con coscorrones, ni tirones de pelo escolares. En ese tránsito accidentado, como una bomba neutrónica mata la vida pero respeta los edificios, desapareció la fauna del Bosque, y empezó a arrepentirse de ciertos pensamientos. Después, entre tantas cosas, también se empezaron a extinguir los cines. Por eso resultaba una rara paradoja que el Bosque, pese a sus notables signos de decadencia, siguiera abierto, con un mozo adormilado en uno de los bancos de la barra de un mobiliario que parecía irse desintegrando con el resto del bar. La única novedad era un sillón de dos cuerpos, en una especie de falso living contra una pared, donde una mujer llamativa, sin dudas Analía P., aguardaba con una semisonrisa giocondesca, casi cortesana. Por prudencia, Jota trató de no ser exhaustivo con la mirada, pero no pudo evitar los contornos opulentos, el escote pronunciado y los colores llamativos del vestido y el maquillaje, un conjunto que jugueteaba entre lo excesivo y el alto impacto. El cuadro parecía compuesto por un director que pretende de la puesta en escena un efecto contundente sobre el espectador, en este caso el incauto Jota, que no sabía en qué cosa se estaba metiendo y tampoco podía dejar de observar. Le sonrió como devolviendo la amabilidad; ella se puso de pie y le extendió la mano. Era raro, casi sobreactuado, que alguien se vistiera de ese modo a esa hora, con semejante calor, en el centro de Santa Fe. Cuando el mozo se dignó, pidieron café. Analía P. continuaba sonriendo como si buscara la manera de comenzar su discurso ante un Jota absorto.

–Supongo que debe ser incómodo que un desconocido sepa cosas personales, y que usted no tenga la más remota idea de con quién está hablando.

–Un poco... sí. No llevo una vida muy...

–... sociable. Eso también lo sé. En realidad, lo intuyo. Tampoco sé tanto, no se asuste: no soy policía, ni detective privado. Sé de usted las cosas que me interesan, otras las ignoro. Respeto su intimidad. Pero usted, Jota, tiene algo que es muy valioso para mí, algo que necesito y estoy dispuesta a pagarle. Le voy a pedir que no me pregunte nombres, cómo lo sé ni quién me lo hizo saber. No tenemos amigos ni familiares en común que yo sepa...

–Bueno, no tengo familia. Y amigos, bueno, en otros tiempos... pero siga que la escucho. ¿No le resultaría más cómodo que nos tuteemos?

–Sí, claro. Tengo algunos años más que usted, que vos, pero tampoco estamos tan lejos.

Cuando llegó a este punto, e hizo una pausa, Jota trató de descifrar qué edad podría tener Analía P., porque aparentaba algo difícil de adivinar por su actitud (más joven) o su imagen (mayor). En todo caso, si se guiaba por el aspecto, era una edad mal llevada, que no guardaba armonía con su voz, con las palabras que empleaba y su modo sutil para expresarlas.

–Bueno, en principio quiero que sepa que tengo una enfermedad, nada contagioso –sonrió algo nerviosa–, pero que cada tanto me complica la vida –volvió a la seriedad–. Bueno, es algo que me podría matar, pero vengo esquivando esa posibilidad con lo nuevo que va surgiendo en la medicina, tratamientos más amigables, qué sé yo, lo que me ayuda para seguir viva. Tengo un hijo chico, así que sobrevivir no es solamente por mí. Y felizmente puedo pagar mis terapias, pero no puedo prescindir de cierta ayuda. Voy al punto: yo necesito donaciones, una o dos veces al año, de gente absolutamente compatible con mi genética. Y ese es el problema en las personas que no encontramos esa compatibilidad en el grupo familiar.

–¿Necesita sangre? Eso no es tan complicado...

–No, no es sangre. Necesito donaciones de su médula ósea... un poco, nada grave.

–¿Y cómo sabe que yo sirvo para eso?

–A eso me refería cuando le pedí que me evitara ciertas respuestas. Yo sé que usted tuvo una cirugía hace unos meses, que ya está recuperado. Y ciertos profesionales amigos se encargaron en los últimos años de cruzar información genética de infinidad de personas con ciertas afinidades, buscando la compatibilidad. Por supuesto que esto está fuera de cualquier ética médica; podría decir que se trata de una iniciativa desesperada que alguna gente solidaria decidió apoyar. Otros lo hicieron por dinero; de cualquier modo, lo importante es el resultado: hoy sé positivamente que vos sos genéticamente compatible, y necesito que me dones médula ósea, al menos una vez al año. Por supuesto que estoy dispuesta a recompensarte, que te puedo ayudar mucho porque mi problema no es de plata.

–Pero ¿cómo es posible...?

–Mirá Jota: yo soy abogada, aunque nunca ejercí. Bueno, en Santa Fe es más fácil y más barato ser abogado que poner un kiosco... pero no hace falta ser un leguleyo para darse cuenta de que lo que no logra la convicción lo consigue la plata. ¿Vos también sos abogado?

–No; empecé, pero nunca me recibí...

–... como trabajás en la Justicia, pensé que...

–Trabajo en la parte administrativa de la Morgue Judicial, dependemos de la Justicia.

–¿Hace mucho?

–Ufff... toda mi vida, desde los dieciocho años. Entré como cadete por un vecino que era secretario del Juzgado.

–¿Pero trabajás con cadáveres y eso?

–No, no. Yo nunca vi un muerto, veo papeles nada más: certificados de defunción, pericias, exhumaciones... sólo en los papeles. Y aunque a veces tengo que ir a la morgue, nunca me asomo más allá de la oficina. Me impresionan los cuerpos... con decirle que nunca fui a un velorio.

–Entiendo. Yo tampoco podría ver eso, la morgue, los cuerpos...

–Es muy cruel, a veces se trata de chicos, o gente mutilada en accidentes, un trabajo que a los de afuera nos parece inhumano. Pero para los bomberos o la gente de la morgue es lo más natural del mundo: hasta toman mate mientras abren un cadáver, imagínese.

–No me lo quiero ni imaginar.

–Yo no puedo evitarlo: esos detalles truculentos figuran en los expedientes, descriptos con todos sus pormenores. Pero una cosa es leerlo y otra, me imagino, verlo a diario. Yo lo evité todos estos años, aunque me carguen en la oficina, no me importa: no quiero ver.

Analía P. comenzaba a resultarle simpática:

–Este lugar me trae tantos recuerdos... hace años que no venía –dijo soltando un suspiro–. Yo era del cineclub, también hacía teatro con Uviedo... fueron tiempos locos, bueno, éramos jóvenes. Había que leer a ciertos autores...

–Uviedo... no escuchaba ese apellido hace años; hacía algo de vanguardia, ¿no?

–Bueno, eso creíamos. Le llamaban “experimental”. Hicimos una obra que fue una locura: Comunión, se llamaba; adentro del Museo, en el Rosa Galisteo de noche y casi a oscuras, todo lleno de obstáculos. Estaba la Peti Lazzarini de protagonista...

–Yo era chico, pero bueno, a la Peti la conoce todo Santa Fe. Al teatro no iba, pero del cineclub me acuerdo los sábados, esas funciones de las dos de la tarde, o por ahí, en esa salita tan calurosa, llena de gente para ver Trono de sangre de Kurosawa, una película muy densa... las cosas que uno hacía; se vivía de otro modo. Hoy ni pagándole a la gente conseguirían llenar la mitad de la sala.

–Era otra vida... tampoco hay más sala.

Jota trató de imaginar a Analía P. cómo podía lucir veinte o treinta años antes. Seguramente la había visto en aquellos grupos que aborrecía, que lo ignoraban con sus poses de revolucionarios del arte, hablando en voz alta, cantando por la calle, llamando la atención, siempre llenos de proyectos o de fantasías. Recordaba pocas mujeres, algunas grandes ya entonces, otras jóvenes con quienes le hubiera gustado al menos conversar si no estuvieran inmersas en todo lo que a Jota le provocaba rechazo, lo avergonzaba o percibía que nunca lo hubiese incluido. Porque Jota, algo paranoico, consideraba aquello como una actuación social destinada a diferenciarse y molestar a los que no pertenecían al grupo. Pero todo aquello era historia antigua, se lo había tragado el tiempo, y los que probablemente seguían vivos, como la misma Analía P., resultaban irreconocibles, reconvertidos en personas asimiladas, amansados por la vida.

–¿Le gustaba aquel tiempo?

–¿No habíamos quedado en tutearnos?

–Perdón... me cuesta.

–Sí, claro que me gustaba, ¿cómo no iba a gustarme ser tan joven? Preferiría ser ingenua o tonta para siempre antes que vieja.

–No sos vieja... –se rieron, pero enseguida hicieron silencio, hasta que Jota habló:

–Bueno, yo no recuerdo esa época como particularmente feliz. Sentía que todo me pasaba por encima, como si yo fuera invisible, y encima corto de carácter... De cualquier modo, lo asombroso es cómo el tiempo cambia las dimensiones de las cosas... Este mismo lugar, a mí me parecía tan grande, y ahora es casi insignificante, tan común, qué sé yo. Una cosa es lo que puedo pensar ahora de aquel que fui antes, pero seguramente era otro entonces. Creo que sufrí mucho ese tiempo, pero eso lo creo hoy, y no sirve juzgar desde el presente lo que uno sintió antes. Si sufriste, o creíste haber sufrido, eso no te lo quita nadie. No cambia nada.

–Bueno, tampoco creas que lo nuestro era tan libre, ni tan feliz como parecíamos proclamar. Pero no tenías obligaciones, ni trabajo, ni hijos... ni enfermedades.

Jota se quedó callado, con la vista en el piso, como si estuviera evocando algo perdido.

–Yo veía a las chicas de esa época, la ropa que usaban, medio hippie, la forma en que se reían, cómo se abrazaban como si no se hubieran visto en años, aquellos pelos locos, y pensaba ahora mismo que vos probablemente pudiste ser una de ellas, de aquellas que merodeaban este bar, y otros que estaban de moda. Sin embargo, no consigo reconocerte. A mí me daba una especie de parálisis con las chicas: no sabía cómo hablarles, qué decirles, cómo aproximarme sin que se burlen, no sé... salíamos del mismo cine, lo que ya era un motivo suficiente como para entablar una conversación, pero me inhibía hasta su aspecto, me replegaba, me sentía menos: menos inteligente, menos vivo, menos libre. Y me daba bronca conmigo mismo ser así.

–Es que, pensándolo ahora, si es que sirve de algo, nada era como se pretendía mostrar. Esas actitudes medio liberales eran un poco pose, un modo de disimular las propias inseguridades, creo. No éramos ni más vivos, ni más inteligentes, apenas tratábamos de pasarla bien. Eso sí, ¿ves?, con todos los condicionamientos de la época, de la familia, de la lápida que era la sociedad de Santa Fe, contra todo eso la pasábamos bien. Era un modo de pararse frente a lo que rechazábamos, lo que nos hacía rebeldes. A veces, los sábados, salíamos de ronda por casas de amigos, peñas, teatruchos, y cuando ya no quedaba un bar ni un patio cervecero abierto, íbamos a la playa, al Parque del Sur, y si hacía calor hasta nos metíamos al agua de noche... y amanecíamos ahí mismo, en la arenita. Éramos felices con eso, con poco. Y era lindo, muy lindo todo aquello.

Analía P. cambió el tono de pronto, en el final del relato, como si la parte amable del recuerdo terminara cediendo a una nostalgia mucho menos grata. Se dio cuenta de que Jota la miraba serio y procuró recuperar la proximidad.

–Ahí fue mi debut, bueno, no sólo el mío –sonrió de nuevo Analía P.

De golpe Jota se sintió incómodo. Empezó a mirarla de otro modo, es decir, volvió a ver lo del principio: una mujer madura, con ciertos excesos en la ropa, en el maquillaje, algunos kilos de más, y un tono que, para sus prejuicios, le empezaba a resultar levemente obsceno. Jota advertía el efecto del tiempo en Analía P., el modo en que su discurso comenzaba a resultar anacrónico. Era la derrota de las chicas del cineclub, como si la vida, o aquello que podría llamarse “la sociedad triunfante”, las hubiera doblegado y convertido, como castigo, en aquello que antes repudiaban, quizá en sus propias madres. O peor aún: en una versión más patética, porque aquellas pibas no serían genuinamente como sus madres, sino mascaradas, parodias de todas aquellas mujeres que antes repudiaban, los viejos paradigmas de la feminidad para los machos viejos. Sin embargo, no pudo evitar sentir un poco de pena por las antiguas chicas del Bosque: para algunas, seguramente hubiese sido más coherente morirse antes que claudicar, algo parecido a lo ocurrido con las ideas políticas, porque Jota descontaba que mucha gente del cineclub había desaparecido no por turismo exótico. Y el suicidio era como una nube que sobrevolaba a la juventud, como siempre lo ha hecho, como la amenaza de la incerteza del futuro. Jota recordó haber leído que, en ese mismo país, en otro tiempo, Leandro N. Alem, el autor de la frase “que se rompa pero que no se doble”, había terminado suicidándose a fines del siglo XIX, quizá como un mensaje para el inconsciente colectivo, dándose trompadas con el instinto de supervivencia, como una batalla entre la integridad y la adaptación. Jota no había tenido que optar, porque lo suyo nunca había sido la contradicción con el mundo, apenas consigo mismo. Cuando alguno le cuestionaba esa actitud meliflua, con respecto al cine, por ejemplo, se justificaba diciendo que un film era la expresión ética (o estética, conforme al interlocutor) del director, que la respetaba, pero no era “su” pensamiento, ni su conflicto, y no hay peor traición que embarcarse en batallas que no nos son propias. Lo pensaba realmente así, pero se daba cuenta de que, en el mundo convulso en que vivían, con las constantes explosiones de una sociedad furibunda que parecía exigir definiciones a diario, aquello no dejaba de ser una amable justificación que no convencía a nadie. Tal vez también por eso, Jota intuía que su mundo de relaciones tibias se achicaba permanentemente, mientras él permanecía en el mínimo gueto de los no alineados, por usar un término de la época.

El hombre de cristal

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