Читать книгу El hombre de cristal - Carlos Bernatek - Страница 15
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A todo esto, Jota ignoraba que, en ese mismo instante, le estaba llegando un telegrama a su casa pidiéndole el desalojo del departamento. Hacía más de veinte años que vivía allí, y al menos desde los últimos cinco, no tenía contrato ni le daban recibos de pago. Cumplía puntualmente, pero no le quedaba ninguna constancia. Jota se confió en que el tiempo transcurrido y la proximidad que tenía con la viuda Zurbrigen le garantizaban cierta tranquilidad. Después de tanto tiempo, no había imaginado que aquello fuera posible. Pero la viuda se enfermó, y apareció un sobrino de San Cristóbal con aspecto de malandra, haciéndose cargo de todo. Sin siquiera consultarle u ofrecerle una negociación, le exigía el desalojo.
Jota se iba a enterar esa misma noche, cuando todavía orbitando en la sensación de lo etéreo del encuentro con Analía P., aterrizara con esa ingenuidad tan suya, como lo hiciera con ella revisitando el pasado, en esta otra versión rabiosa, cruel de la realidad.
–¿Vos eras la Pachi?
–Sí. Me llamo Patricia, y el Analía siempre me pareció de vieja. ¿Pero cómo te acordaste del “Pachi”?
Jota sonrió para no explicarle que siempre le había gustado la Pachi.
–Eras conocida.
–Yo quería ser Marianne Faithfull o Anita Pallenberg o Edie Sedgwick, todas esas mujeres tremendas...
–No las conozco.
–Algunas todavía viven y deben ser unas señoras gordas como yo. Pero antes eran los íconos de la época. Y me encantaba Twiggy, que era recontraflaca, cosa que nunca fui...
–A esa la recuerdo, de una película, ¿puede ser?
–Claro: seguro que la viste aquí mismo: El novio, de Ken Russell; yo adoraba a Ken Russell en esos tiempos: El mesías salvaje, Mujeres apasionadas...
–¿No es el de Tommy?
–Sí. Y La otra cara del amor.
–Me acuerdo. Ese cine pareciera que pasó de moda: nunca lo reponen, ni lo dan en la tele.
–Seguramente no era gran cosa, pero a mí me encantaba. Me gustó crecer con esas películas... uy... Los demonios, me olvidaba. Fui al estreno en el Luz y Fuerza.
–En esa estaba Vanessa Redgrave, pero a mí me gustaba la cara de loca de Glenda Jackson.
–Impresionante mujer; me daba miedo. Ni sé si vive. Creo que, con el paso del tiempo, Los demonios sería la única película de Ken Russell que podría verse.
–Yo vería el El mesías salvaje, que seguro está llena de excesos, pero me gustó tanto cuando la descubrí...
–Todo ese cine era excesivo: las actuaciones, las escenografías, todo derroche, mucho glam... Después de ver La otra cara del amor, había que hacerse una cura de austeridad viendo neorrealismo italiano.
–Bueno, era un director para aquellos tiempos. Hoy sería un fracaso.
–Probablemente. Tampoco creo que haya muchos lectores de Lawrence, ni de Aldous Huxley.
–... Un mundo feliz. Lo leí, aunque no me acuerdo nada. Ni de los libros de Herman Hesse... apenas me salen de memoria los títulos: Demian, El juego de abalorios, Siddhartha, todo ese menjunje que se iba poniendo cada vez más místico, más orientalista. Cómo me aburría...
–Yo leía a Artaud: Los tarahumara, El ombligo de los limbos, pero sobre todo El teatro y su doble, que era obligatorio según Uviedo... claro, nosotros estábamos con el teatro de la crueldad, y eso era como la biblia –se rio Analía P.
El repertorio de nombres y títulos que había empezado a aflorar en ramalazos contagiosos empezó a aflojar. Los dos parecieron sentir la necesidad de hacer un poco de silencio para regresar al tema del acuerdo, pero no lo intentaron de un modo abrupto.
–Pensaba que quizá sería bueno volver a encontrarnos para hablar de esta cuestión con más detalle, ¿te parece?
A Analía le pareció bien tomar una pausa. Había sido demasiado para una primera charla. Lo bueno se lo debían a aquella comunión de cosas lejanas, pero Jota temió que una vez que se despidieran, que pisaran la peatonal y se disiparan los pasos de cada uno en diferentes sentidos, cada cosa evocada se desvaneciera como si no hubiera sido mencionada, igual que en el pasado, cuando había sido imposible que los mundos de cada quien siquiera se rozaran. La rozó sin embargo al despedirse con un beso en la mejilla que también pareció desvanecerse, pero en el maquillaje tibio.
Analía temió por un instante que postergar la charla diluyera cualquier intención de Jota de ayudarla. Temió que Jota no hubiese reparado en lo urgente de su pedido, pero no tuvo alternativa: no iba a perseguirlo.
Jota, por su parte, se quedó pensando en silencio sobre la compatibilidad genética. Todavía le resultaba absurdo el argumento de la búsqueda, los médicos y toda la justificación de Analía P. Tal vez habría cosas que ignoraba, detalles omitidos en la historia. ¿Y si fueran hermanos? Lo descartó tras un breve repaso por la cronología de los hechos. Pero quizá no hubiese narración invulnerable, y jugar con el incesto no le resultaba gracioso. La lógica rebatía cualquier posibilidad, pero el género culebrón, que tanta influencia parecía tener en la gente, estaba saturado de esas cosas. Y aunque Jota no lo frecuentara, tampoco podía ignorarlo. ¿Y si por un recóndito azar fuesen hermanos?