Читать книгу El hombre de cristal - Carlos Bernatek - Страница 13

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Stringa era el único amigo que cada tanto aparecía. Pero como era un tipo susceptible a los bajones, muchas veces se había alejado de todo como quien precisa lamerse solo las heridas, para reaparecer maltrecho luego de un tiempo prudencial. Con Stringa no se podía contar, sobre todo después de los episodios que, en lugar de salvarle la vida, lo habían precipitado en diversos infiernos personales. El Tati Stringa, su antiguo compañero del Nacional Simón de Iriondo, era un muchacho sin destino. Su padre tenía un taller mecánico –tarea que a Tati le producía un rechazo casi infeccioso–, con el que sostenía a la familia sin grandes apuros ni dispendios, inclusive a una hermana que estudiaba en Rosario. El padre tomó rápida nota de la poca actitud de Tati hacia los fierros, y cuando ya no había caso con los estudios, le consiguió una tarea burocrática: atendía una mueblería en calle San Jerónimo, una labor aburridísima que lo llevó por tedio al juego. Ese pareció ser el único entusiasmo en un muchacho al que nada conseguía siquiera producirle curiosidad. Jota en algún momento pensó que Stringa era asexuado, que el sexo no le despertaba siquiera la menor curiosidad, tanto que, a los veinticinco años, Jota creía que seguía siendo virgen. Cuando apareció el Quini 6, Stringa se convirtió en un fanático obsesivo: armaba sus martingalas, anotaba en un cuaderno la correlatividad de los números premiados y los atrasados, hasta parecía tener más información que la Lotería Provincial. No jugaba grandes sumas porque no disponía de plata, pero invertía mucho tiempo en esos estudios científicos de cálculo probabilístico que –suponía– lo iban a hacer rico. Y contra toda opinión, lo hicieron; no lo salvaron, ya habían muerto sus padres y se había comido hasta el último tornillo del taller mecánico, pero fue una plata bastante importante que le cayó del cielo. Un domingo, después de varias semanas oculto, golpeó con energía la puerta de Jota que escuchaba su risa y sus gritos, como si vinera con algún acompañante en su festejo, pero era él solo, un Stringa desmadrado que saltaba y abrazaba a Jota, y dando alaridos le anunciaba a quienes quisieran oírlo que había asomado la cabeza, que despertaba del letargo de toda una vida chata, que había emergido para el mundo un ganador llamado Tati Stringa, como si ahora pudiera revertir una a una las humillaciones del ninguneo por el simple hecho de tener plata. En realidad, a Stringa no lo humillaba nadie porque nadie lo consideraba merecedor de tal cosa, nadie le dedicaba su tiempo, la maledicencia o la picardía que requiere una humillación. En ningún otro caso Jota recordaba a alguien tan acosado por el término ninguneo. Pero lo peor fue que ese estado de éxtasis, de euforia, le duró poco, no más de dos meses. El afán de resolver su futuro pronto lo indujo a tomar decisiones apresuradas: compró tres taxis y dos cocheras. En todos los casos, pagó de más. Le había anticipado a Jota, en medio del festejo, su fantasía de que cada noche los choferes le rindieran la recaudación, le embelesaba la idea fantástica de estar sentado en su casa tomando mate, rascándose los huevos en pijama, mientras el parque mecánico y la peonada trabajaba para él. Primero le costó conseguir choferes; cuando tuvo dos, uno le robó el coche, lo usó para un afano y quedó detenido junto con el vehículo en una comisaría de Santa Rosa de Calchines. El otro chocó dejando inutilizado el auto, así que no tuvo más remedio que sentarse él mismo en el tercero, clavarse doce horas diarias en el auto y juntar plata para pagarle al abogado. Algo había salido mal en su sueño de patrón de estancia, y Tati volvía a precipitarse con rapidez en el rigor laboral.

Las cocheras estuvieron largos meses en los clasificados sin que asomaran interesados, y encima había que pagar los gastos. A fin de cuentas, para su desesperación, Stringa, pese al dinero, seguía en el mismo lugar de antes, o peor aún: había sumado una serie de preocupaciones y disgustos que antes no tenía. Sus gestos retornaron al punto de partida; la vida lo seguía castigando, ensañándose con él. De lo único que había conseguido desembarazarse era de la mueblería.

Después de un gran esfuerzo, recompuso como pudo la situación: malvendió uno de los autos, reparó el otro y consiguió un nuevo peón, un jubilado que iba todo el tiempo a veinte. Por su cuenta, siguió manejando doce horas el coche restante. Vendió las cocheras por mucho menos de lo que había pagado, con eso alcanzó a invertir en un departamentito insignificante en el Fonavi Centenario que pudo alquilar por muy poca plata. De algún modo, con grandes limitaciones, restauró algo de su fantasía primitiva de rentista, pero ya no podía permanecer tomando mate mientras los billetes se multiplicaban: él también tenía que agachar el lomo o los gastos superaban a los ingresos.

La reflexión tardó un poco en iluminarlo, pero en un encuentro casual en la calle, alcanzó a decirle a Jota:

–Sabés qué pasa, Jota: caí en la trampa del capitalismo global.

A Jota le llamaron la atención los términos; Stringa parecía haber hecho un curso acelerado de economía política, o al menos había sido meloneado por un sindicalista de izquierda. Sea como fuere, se apiadó del presente de Stringa; le parecía uno de esos pibes que asoman al primer empleo y un día descubren con asombro cómo los explota un patrón tirano al cual ni siquiera conocen. Stringa era para Jota, en cierta forma, un adolescente tardío. Un día lo vio parado en el taxi frente a plaza España, discutiendo con otros tacheros de la parada que, seguramente, no lo querían en su zona. No pasó nada, se retiraron juntos, Jota llevándolo de un brazo. Cuando llegaron a la esquina de Vera y San Luis, Jota miró el entorno, y le dijo:

–Tati: acá está lleno de putas. ¿Por qué no te vas con una un rato así te calmás?

Jota se sintió avergonzado por lo que terminaba de decir; ni siquiera eran sus palabras, era aquel discurso remanido que había escuchado tantas veces y que se le escapó de la boca pensando en un alivio, una descarga para su amigo.

Stringa primero lo miró ofendido. Después escuchó los chistidos, las voces provocadoras que venían de un portal. Caminó un par de pasos solo, observó a las mujeres que ofrecían servicios con palabras que hasta le daban vergüenza, lo miró a Jota sin decir nada, tomó impulso, giró la cabeza para dirigirle una última mirada desafiante y se metió en el edificio. Jota supuso luego que esa nochecita, cuando rondaba los treinta y pico, Stringa finalmente había debutado. Ya no importaba cómo hubiese sido la experiencia ni lo incorrecto de la arenga previa: una barrera infranqueable había caído.

Y Stringa cambió. Desapareció, como solía hacerlo, por unos seis meses, y en el siguiente encuentro, Jota lo vio calmado, tomando café en lo que iba quedando del Tokio, a donde solían ir de jóvenes, el bar famoso por la ausencia casi absoluta de mujeres. Stringa tomaba café y ahora fumaba con ademanes de superado. Y con esa actitud que Jota desconocía como si hubiera renacido y encarnado en el mismo cuerpo otro Stringa, lo invitó a sentarse, a tomar algo. Le contó que había vendido todo, que no tenía más bienes materiales porque la propiedad entraña muchas complicaciones. Ahora regenteaba a dos pupilas que trabajaban en la zona.

A Jota no le pareció tarea para Stringa, ni siquiera para este nuevo que posaba de trajinado en la materia; era un tema que podía volverse violento, que requería complicidades, acuerdos, peajes, trato con policías, cosas que sin dudas excedían a cualquiera de los Stringa. Sin embargo, él se mostraba sereno, y hasta asumía la pose de un rufián cabal. Jota tomó el café y prefirió no enterarse de nada. Dijo que estaba apurado y se fue derecho para su refugio de barrio Roma, como si no estuviera dispuesto a presenciar una nueva derrota de su amigo.

Pese a tomar distancia, luego de algunos meses, volvió a ver a Stringa accidentalmente, como suelen ser los encuentros en la peatonal y, para su sorpresa, el Tati se mostraba tranquilo, casi optimista, como si hubiera hallado en el proxenetismo una vocación oculta. Dijo tener un “plantel” de siete pupilas trabajando, “todas buenas pibas, del interior, gauchitas...”. Stringa llevaba ropa nueva, detalle que no pasaba inadvertido. Pese a su osada concepción de la estética canfinflera, la ropa era nueva: camisa guayabera, franciscanas artesanales con zoquetes blancos y unas bermudas muy amplias, con bolsillos por todos lados, que daba para suponer que, quizá en alguno, ocultaba una pistola, o al menos una sevillana. Como macró, parecía muy de Miami. Jota prefirió pensar que esas eran fantasías suyas, de tanta película insistente sobre cafishos.

Estaban llegando las fiestas cuando una noche golpearon con brutalidad en la casa de Jota. Lo que quedaba de Stringa se sostenía a duras penas del marco de la puerta: le habían dado como para retirarlo definitivamente del mercado puteril. Sangraba hasta por los oídos, la ropa desgarrada, hematomas en ambos ojos. Alguien parecía haberlo castigado con intención ejemplificadora. Sin preguntar nada, y todavía con la ayuda de Marijú, lo pusieron a salvo, le limpiaron las heridas y lo metieron en la bañera. Stringa emitía un resuello a modo de llanto contenido, como el de un cachorro apaleado. Jota lo baño, le puso vendas, le enchufó un par de analgésicos y lo dejó durmiendo en el comedor, a oscuras y con un ventilador que tronaba como una turbina, lo suficiente como para opacar el llanto. Al rato, Stringa dormía. Jota verificó que respirara.

–¿Y qué vamos a hacer? –preguntó Marijú.

–Mañana va a estar mejor, no te preocupes. Ya no le pueden sacar nada más.

Se fueron a trabajar al día siguiente mientras Stringa seguía durmiendo. Al regreso, ya había partido. Jota supuso que por vergüenza había desaparecido en silencio. Y no lo vio en los siguientes tres meses.

El hombre de cristal

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