Читать книгу El hombre de cristal - Carlos Bernatek - Страница 8
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De este modo comenzó, en realidad recomenzó, la vida de soltero sempiterno de Jota, en una ciudad chica como Santa Fe, donde todo se sabe, al menos en los lugares en que se supone que debe saberse, circuitos de radios cortos, ámbitos de pertenencia que jalonan el itinerario de las personas un poco más acá o más allá del río Salado, del riacho Santa Fe o de la laguna Setúbal, o definitivamente lejos de esos periplos que describe el agua en una ciudad que es, en la práctica, una península baja, estrecha y húmeda, hundida en el sistema litoral; circuitos que podrían ser de afinidad amistosa o de una asfixia pregnante hasta la angustia, según la ocasión, el tono, el tempo de esos vínculos que los años esmerilan volviendo romos los dientes de sus engranajes.
El caso es que Jota, convaleciente de una operación de cierta importancia, está en la cama doble, la que fuera matrimonial y ya no, amenazado por una paloma que, aunque no puede hacerle nada, cuestiona desde su actitud agresiva algo que no le gusta de él. Piensa en un momento Jota que podría congraciarse con el ave, tirarle unas migas para que picotee, pero su estado no da para ese tipo de esfuerzos: a duras penas puede llegar con el andador que le trajo Mona Mancuello hasta el baño a hacer sus necesidades más urgentes, lo que el médico ha considerado una franca evolución, sin que eso le quite a Jota la sensación íntima de humillación que le sobreviene al hacer fuerza, la impresión de que se le van a saltar todos los puntos de la sutura, como si se tratara de una camisa apenas hilvanada.
Maneja con el control remoto el televisor, pero se cansa pronto de lo que ve y apaga. Lee dos libros a la vez: los ha elegido bien distintos uno del otro. Once de Patricia Highsmith, y Mon dernier soupir, la biografía de Buñuel en edición francesa que compró hace tiempo en una librería de usados, más por curiosidad que por interés. ¿Quién podría tener ese libro en Santa Fe, existiendo una edición española, y para colmo venderla, descartarla, cuando debe ser el único ejemplar de la provincia? Para colmo, hay un ex libris de sello pretencioso, con guirnaldas y corolas de flores que subrayan el nombre de su anterior propietaria: Norma Tiva, alguien que no conoce ni jamás oyó nombrar, y hasta parece un seudónimo, alguien muy apegado a las reglas, una abogada quizá en una ciudad tapizada de abogados dedicados por ese mismo exceso a las más variadas tareas ajenas al derecho. Conoció a un abogado vendedor de lotería, otro mecánico y, en el paroxismo del oficio, uno dedicado a la cetrería en el aeropuerto de Sauce Viejo, para evitar que las palomas se metan en las turbinas de los aviones, cada vez más escasos, que llegaban a la ciudad cordial.
Pero todo eso es historia antigua, el presente de Jota es la convalecencia y el dolor, la inutilidad para valerse solo, sobre todo esto que lo deposita en un lugar para él desconocido, el de la dependencia, cuando toda su vida anterior estuvo basada en la autonomía. Por eso también cree haber superado la separación de Marijú, porque no la necesitaba para vivir, para resolver cuestiones básicas. Sí la necesitaba para otras cosas, sobre todo para conversar, o discutir; ese era su combustible para todo lo otro: desvestirla, rozarla con las yemas de los dedos, o subir el tono en los disensos hasta llegar al silencio, a transitar la casa como dos extraños que se evitan, se están midiendo todo el tiempo, pero no se hablan, como el castigo que cada uno le inflige al otro, un modo de decirle “no te merecés siquiera una pelea”. De esos pequeños gestos, muchas veces circunstanciales, Jota piensa que se fue construyendo la partida final, ya que nada, ningún detalle de esa persistente construcción destructiva se olvida del todo, y queda como recidiva fermentando en algún lugar de la cabeza para que un día cualquiera, sumado a otros enconos, a cosas tal vez más graves, o insignificantes, estalle, se derrame y precipite, aunque entre ellos no haya sucedido ni tenga posibilidad alguna de ocurrir en algún improbable futuro.
No quiere pensar en Marijú ahora; se alegra en cierto modo de que no haya tenido que ser precisamente ella su enfermera. Es más prudente y menos oneroso pagarle a Mona Mancuello, piensa. Pero en el mismo momento que lo piensa, salta la analogía con la prostitución: hay hombres que prefieren pagarle a una puta, y no sólo para tener relaciones sexuales, también para hablarles, para contarles sus desdichas. Al menos es lo que dice la mayoría de las prostitutas, que presumen de psicoanalistas de hombres frustrados. Jota se arrepiente de la comparación: él nunca equipararía a Marijú con una puta, y tampoco conoce nada de ese mundo porque nunca frecuentó algo semejante. A lo sumo, una noche que caminaba cerca de la Terminal de colectivos, se le ofreció una mujer enorme que seguramente era un travestido por el tamaño llamativo de sus manos y sus zapatos. Le dio miedo y apuró el paso sin responder; aquel era un sitio con leyes que ignoraba. ¿Qué hace un travesti, una travesti, de día? Se los/las imaginaba como murciélagos, una especie de hábitos exclusivamente nocturnos. ¿Y qué se hace con un travesti, o una travesti? ¿Se supone que los tipos que buscan eso quieren ser penetrados, o al menos manosear a otro hombre con pechos y verga, pero con aspecto de mujer? No lo sabe ni lo quiere saber; no entra en la caravana recurrente de sus fantasías, sino más bien en las de su rechazo. Nunca degradaría a Marijú asimilándola a una prostituta, pero ser prostituta, ¿es siempre degradante o esos son los prejuicios de su clase y su educación? Tampoco lo sabe, a excepción de los casos de flagrante necesidad. De pronto recuerda una película antigua, en la que llevan a un joven a debutar a la isla Maciel, cerca de la cancha de San Telmo, cerca del Riachuelo. Recuerda perfectamente la escena en la que la mujer hace entrar al pibe a la casilla, y está su marido presente, que toma el asunto con naturalidad y resignación. Nunca se le borró la escena.
Trata de acordarse del título de la película, era de un Cedrón. La vereda de enfrente, se llamaba, de los sesenta. La vio en alguna función del antiguo cineclub. La mayor parte de las películas de esa época, del cine argentino que imitaba a la nouvelle vague francesa, las ha olvidado, pero esa no, quizá porque tenía algo de documental, o porque nunca había visto imágenes de la isla Maciel, aunque conocía su fama, eso de las putas esperando en las puertas de las casillas a la salida de la cancha de San Telmo.
Mucho menos puede asimilar a Mona Mancuello al rol de prostituta por pagarle sus servicios; se le ocurre imaginar que Mona Mancuello es un ser asexuado, con cierta leve apariencia de mujer por razones sociales, pero definitivamente alejada de cualquier pulsión sexual, como si Mona, por el profesionalismo y seriedad con que asume su función, fuese alguien consagrada al servicio al prójimo, y eso para ella fuese muchísimo más importante que andar cediendo a calenturas pedestres. Una oficiante, una sacerdotisa de la salud y el cuidado, que cada mañana se encarga de subir las marmitas de aluminio en que le dejan la comida los de la rotisería vecina.