Читать книгу El hombre de cristal - Carlos Bernatek - Страница 7

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A Marijú, cuando la extrañaba, prefería asignarle el rol de astro rutilante, pero cuando recordaba con odio su actitud de haber movido la bóveda estelar con el poder de una cabrona diosa griega, la degradaba a cometa errático, de esos que aparecen cada tanto, crean temores entre los mitómanos y se disuelven sin consecuencias.

Marijú siempre le reprochó haberle hecho “perder el tiempo”, tal vez porque los hombres no terminan de entender que la fertilidad de las mujeres tiene un plazo. Por su parte, Jota, le recordó que nunca había prometido nada al respecto, muy por el contrario, siempre le había dejado en claro que no deseaba chicos, ni ser padre de nadie, con la crueldad que estos términos implican, nunca tan definitorios como para arredrar a una mujer que apuesta a revertir esas opiniones con un trabajo constante, sutil, una orfebrería de arañita hacendosa que apunta silente a convertir a un adolescente eterno, o a un solterón incombustible en un hombre común, sensible a la sonrisa de un bebé más que a sus llantos nocturnos y a sus pañales cagados. Mujeres como Marijú diagnostican en los hombres –con bastante fundamento– una larga infancia obstinada que desaparece, únicamente, en el momento que alzan a su bebé en brazos. Y hombres como Jota, conociendo esa inferencia femenina, insisten deliberadamente, hasta donde pueden, con permanecer en esa eterna puerilidad. Por una cosa o por la otra, Marijú había puesto un término a su tolerancia, le había comunicado su decisión –no la fecha puntual en que “ese algo” iba a ocurrir–, y con lo que le quedaba de dignidad, no sin dolor ni decepción, había dejado las llaves sobre la mesa y cerrado definitivamente la puerta de Jota con un portazo sin siquiera darle a Jota el argumento tonto de escuchar de sus labios, los de ella, un previsible “andá a la puta que te parió”. De todos modos, cuando se hicieron las once de la noche de aquel día, Jota la llamó al celular sabiendo qué era lo que había ocurrido, pero mintiendo mal, de modo muy poco creíble, con la excusa de que temía que le hubiera pasado algo. Sabía perfectamente que ella se había marchado, lo había sospechado en las últimas semanas cuando, al intentar tocarla, extender una caricia sobre su piel, Marijú lo rechazaba como si ese contacto le transmitiese una descarga eléctrica, una súbita eczema insoportable, no la inducción placentera de dos cuerpos que se atraen y se repelen sino la falta total de magnetismo, el empiojado relampagueo de un cometa menor que va saliendo de un campo gravitatorio, en este caso acotado, del modesto departamento de Jota.

–Si miraras el placar te darías cuenta... así que te pido que no me llames más. Ni siquiera si llegaras a leer en el diario que tuve un accidente y necesitara sangre... ni se te ocurra. Y te quiero aclarar algo, por las dudas: yo a vos, en mi agenda, siempre te tuve anotado con lápiz... ahora te borro. –Y le cortó.

El hombre de cristal

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