Читать книгу El hombre de cristal - Carlos Bernatek - Страница 14
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La miró sin atreverse a preguntarle, pero ella se dio cuenta:
–¿Me querías preguntar algo?
–Esto de la donación... ¿es riesgoso? Es en la columna, ¿no?
–Tranquilo: todo el mundo piensa que “médula ósea” es en la columna, que te van a sacar la médula, que podés quedar parapléjico... nada que ver. Es médula ósea, no espinal; se saca de la cadera. Es una pequeña intervención, con anestesia, dos días en la clínica, y una recuperación muy rápida. Esa médula que te sacan me la implantan a mí que, a esa altura, voy a estar en pleno tratamiento previo para recibirla. Podemos, si querés, hablar con médicos, con quien te parezca. Pero quedate tranquilo que no implica ningún riesgo serio. Y desde ya que, aparte de lo que yo te ofrezco a vos, todos los gastos van a estar cubiertos en una clínica de primera... en Rosario. Podemos hacer todas las consultas que quieras y con quien vos quieras. Ocurre que fuera del círculo familiar, donde tampoco es seguro encontrar compatibilidad, aunque es más factible, hay que salir a buscar por todo el mundo, es algo casi imposible. Existe una red de información. Bueno, yo no tengo más tiempo, así que armé mi propia búsqueda. Y tuve la enorme suerte de encontrarte acá, en mi misma ciudad.
–Una casualidad muy grande...
–Inmensa, no te imaginás lo que cuesta. Mucha gente se muere esperando encontrar durante años a alguien compatible. Es como si chocaran dos planetas...
Jota se retrajo; no le terminaba de crear confianza lo de la operación, menos ahora que venía de una recuperación prolongada, y había adquirido la idea de que después de una cirugía, lo que queda es la sensación de una cuchillada profunda en las entrañas. Sin embargo, le simpatizó la imagen de los planetas que chocan, que se encuentran contra toda lógica, más cerca de lo que nadie puede suponer, la casualidad de que ocurriera en Santa Fe, como si fuese bajo un mismo techo, un techo de chapas siempre caluroso. Para Jota, dos personas que se encontraban de aquel modo no dejaban de manifestar una especie de milagro del azar, con seguridad menos frecuente que ganar, como Stringa, el sorteo del Quini 6. Pensó que aquella compatibilidad genética tan extraña de alguna manera lo convertía en pariente carnal de Analía P., algo más que un alma gemela o una afinidad circunstancial. Y hasta pensó que tener una fantasía sexual con ella podía convertirse en un incesto, aunque no por ello dejó de mirarle el escote. Tenía unos pechos imponentes, la piel tensa con el brillo de los cuerpos calientes del verano santafesino; no sudorosos, sino tibios, batientes, levemente húmedos. En la cara, por el contrario, el maquillaje y la pintura de labios parecían incomodarle, como si se fueran desvaneciendo, deslizándose hacia abajo. Jota tuvo el impulso de acariciarla, de apoyar las yemas de los dedos sobre sus mejillas y recorrerlas hasta los labios, como si pudiera aligerar con eso la artificiosidad de la cosmética, pero se contuvo. Apenas consiguió aproximarse un poco a ella.
No le pareció prudente el momento para referirse al dinero cuando estaban hablando de supervivencia. Lo que podía resultar una cuestión quirúrgica sencilla para Jota, y encima obtener un beneficio con parte de su cuerpo, parecía la vida o la muerte para Analía P. De todos modos, trató de imaginar de cuánta plata estaban hablando. ¿Podría acaso sacar un beneficio de su médula que le cambiara la vida?
Ella había advertido ese instante físico-químico de aproximación leve de los cuerpos y tampoco quiso siquiera mencionar el tema de la plata, quizá para que Jota no se sintiera humillado. Le daba la impresión de estar comprándolo, como si le fuera a pagar por su sangre, o por un órgano, una transacción digna de un mercado negro de la salud. Aunque lo necesitara, y prueba de ello era cómo lo había buscado con semejante enjundia, no quería que Jota se sintiera una mercancía, una oveja trasquilada.
Jota pensaba en otras cosas: primero, en cómo sería un hijo de él con ella. No se trataba de deseo, o siquiera la fantasía de que ocurriera algo semejante: como un juego infantil de esos en los cuales varios cuerpos divididos en pedazos permiten intercambiar las piezas, se entretenía en fragmentar imaginariamente cada rasgo de Analía para alternarlo con uno propio: ojos, corte de cara, pelo, orejas, una especie de identikit como los que a veces aparecían en los expedientes. Y luego, de golpe, como un ramalazo del pasado, recuperó una imagen de la Pachi: los ojos, con ese brillo que siempre parecía próximo al llanto, aunque fuese de felicidad. El detalle estaba ahí mismo, delante de él: los ojos de Analía conservaban esa característica, algo que la volvía de algún modo entrañable, que daba ganas de protegerla o de reírse con sus lágrimas. Poco a poco iban asomando los detalles finos, lo que iba uniendo a la Pachi con Analía, un entramado sutil tejido por la araña del tiempo, la que traía imágenes antiguas y las superponía a las presentes.
Por un instante pensó que quizá Analía P. no podría tener hijos debido a los tratamientos. Si había recibido quimioterapia o rayos... era otro tema para evitar. En cualquier caso, le resultó amable pensar que estaría bueno que alguien heredara el carácter de ella, esa especie de mansedumbre que no por mansa mitigaba la energía, la persistencia en los objetivos. Haber dado con él era una muestra de cómo peleaba por su vida.
–¿Vos vivís bien? –le preguntó de golpe.
Jota dudó antes de responder, como si necesitara consultar consigo mismo la respuesta.
–Sí; no me sobra nada, pero tampoco paso privaciones. Alquilo, pago mis cuentas...
Una sombra silenciosa, una especie de nube, atravesó el espacio entre ellos, como si meditaran las próximas palabras.
–¿Qué música te gustaba en aquel tiempo, de joven?
Jota sonrió:
–Te va a resultar raro, pero yo era un fanático del rock sinfónico. El problema era que no tenía aspecto del rockero de la época: nunca tuve el pelo largo, nunca usé un jean, pero me encantaba esa música. Lo mismo me pasaba en el cineclub. En ese ambiente yo era como un cura en medio de una marcha de abortistas. Mi sensación era esa, y no estaba dispuesto a disfrazarme de lo que no era.
–Me hiciste acordar de un recital, decíamos “recital”, qué antigua... un recital de un grupo porteño, Crucis, se llamaba. Creo que fue en Guadalupe, o por ahí. ¿Ubicás a Crucis?
Jota la miró de pronto como si hubiera detonado algo en su interior:
–¿Cómo no voy a ubicar a Crucis si yo quería ser como Gustavo Montesano? Todavía debo tener el vinilo. Yo estuve en ese concierto. Fue al aire libre, en Guadalupe, y estaba Charly García dando vueltas, que era una especie de padrino del grupo. Pero Montesano era todo lo que yo aspiraba en la vida: talentoso, deseado, joven, famoso, todo lo que yo no podía ser... ¡las chicas se mataban por Montesano!
–¡Pero estuvimos en el mismo lugar!
–Otra vez... bueno, era Santa Fe, y no precisamente el Swinging London. Pareciera que siempre anduvimos por los mismos lugares, pero como en otra frecuencia.
–Qué pena, ¿no?
–Para mí, sí.
–¿Con quién fuiste al recital?
–Con Stringa. Era el único amigo que me seguía en algo como eso. Le daba lo mismo; ni siquiera le interesaba la música, mientras yo lo acribillaba con King Crimson, él miraba todo como quien mira un paisaje; las pibas ni lo registraban, o peor: casi lo despreciaban, porque Stringa era (y es) un tipo medio particular. Los dos íbamos como a contramano de la moda, pero él era un provocador.
–¿No será una exageración o quizá ahora lo ves así...?
–¡Lo sentía así! Tenía una foto de Robert Fripp en la cabecera de la cama.
–Yo no era fan, pero fui a ver a Crucis por los amigos. Terminamos la noche en la playa, fumando porros y tomando ginebra. Ahora que te lo cuento: todo lo nuevo, todo lo interesante que pasaba, pasaba en la playa. Algo debe haber en eso, algo primitivo, como volver a la naturaleza...
–¿Ves? Esa parte placentera a mí nunca me tocaba: con Stringa terminamos comiendo pizza de parados en Yusepin, y a dormir. Una noche bárbara. Pero éramos así, qué sé yo... me acuerdo que me acosté con la música esa sonando adentro de mi cabeza y las caras de las chicas fascinadas con Montesano.
–Yo creo que en aquella época soñábamos despiertas, andábamos con la imaginación tan disparada que la realidad siempre era pobre, siempre era muchísimo menos que la fantasía, como si camináramos a medio metro del piso. Por eso íbamos tanto al cine, al teatro, porque ahí se abrían puertas tan locas, era todo tan fascinante, qué sé yo... Y yo ni conocía Buenos Aires: estuve de pasada con mi familia cuando nos fuimos a vivir a Barcelona.
–¿Muchos años?
–Nueve. Es que tuve padres pudientes pero progres.
–Yo me quedé acá. Ni siquiera tenía cara de sospechoso.
–Pero eras joven; eso solo ya era sospechoso...
–Si vieras una foto mía de esos tiempos... me da vergüenza hasta acordarme. Creo que las quemé todas.