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EL PROYECTO MANNAHATTA
ОглавлениеPega el sol en el Umpire Rock, el ancla rocosa de Manhattan. Eric Sanderson, ecologista del paisaje, se ajusta el sombrero de explorador y trepa en plan aventurero hasta lo más alto. Como por arte de magia, los rascacielos van emergiendo a sus espaldas, en eterno forcejeo con las copas de los árboles.
Estamos en Central Park, en uno de los contadísimos vestigios de lo que era Mannahatta (la isla de las muchas colinas) antes de que pasara por encima el rodillo de la civilización. Sanderson arranca aquí, en uno de los puntos más altos del oasis urbano, sus viajes fascinantes por el Nueva York de hace cuatrocientos años…
«En Mannahatta había 627 especies de plantas, 233 variedades de pájaros y una biodiversidad por hectárea superior a las de Yosemite o Yellowstone. Si hubiera llegado así a nuestros días, sería sin duda la pequeña joya de nuestros parques nacionales».
A Sanderson le gusta recordar que gran parte del mérito de la conservación de la isla fue de los indios lenape, auténticos pioneros de eso que hoy llamamos «desarrollo sostenible», en aparente armonía con la vida silvestre. Pero la llegada de Henry Hudson en 1609 cambió de una vez por todas el destino del prodigioso estuario, donde el azul del Atlántico rompía en un fragor de bosques y marismas…
Times Square era un estanque donde abrevaban los castores y las nutrias. En los altos de Harlem abundaban los osos negros. Los pumas eran una presencia habitual en la impenetrable fronda, recreada por Eric Sanderson manzana a manzana: desde el espolón de Battery Park hasta la popa de Inwood Hill, el único reducto de bosque autóctono que escapó al avance impetuoso de la civilización.
Sanderson recuerda que, hace más o menos dos siglos, la isla pasó por un apabullante proceso de «reducción topográfica». Casi todas las colinas desaparecieron del mapa, toda su rebosante naturaleza quedó arrasada. Manhattan se convirtió en una previsible sucesión de calles y avenidas trazadas con tiralíneas.
La apisonadora que trajo la «rejilla urbana» reservó afortunadamente un inmenso rectángulo para un futuro parque… «La construcción de Central Park fue la primera gran batalla ecológica. La decisión de preservar un gran trozo de naturaleza en el corazón de la ciudad fue uno de los grandes regalos de Nueva York al mundo. Este parque, en gran parte “artificial” [diseñado por el paisajista Frederick Law Olmsted], es también un gran ejemplo de lo que el hombre puede hacer trabajando con la naturaleza».
Las exploraciones de Sanderson a lo largo y ancho de la isla dieron lugar a un apasionante libro, Mannahatta: A Natural History of New York City, y a una web que permite a cualquier neoyorquino reconstruir cómo era hace cuatrocientos años la manzana donde vive. Sanderson tendió después los puentes a los otros cuatro distritos de Nueva York en el llamado Proyecto Welikia [la palabra significa «buena casa» en el idioma de los lenape].
«Lo que hoy conocemos como Manhattan es el resultado de fuerzas titánicas a cámara lenta», recuerda el explorador urbano. «Puestos a mirar hacia atrás, podríamos haber elegido cómo era la isla hace 10.000 años: un gran fiordo en el cañón del río Hudson. Podíamos habernos remontado también unos 200.000 años, cuando los glaciares llegaban hasta Manhattan y raspaban su superficie».
La elección final del 12 de septiembre de 1609 como punto de referencia tiene sin embargo para Sanderson una gran carga simbólica: «Me interesaba recalcar el contraste entre la relación simbiótica con la naturaleza de los pueblos indígenas y el impacto brutal de la llegada de la civilización. Los lenape [palabra que significa “gente real” en su propia lengua] habitaron las colinas de Mannahatta durante miles de años, viviendo básicamente de la recolección y de la caza, totalmente integrados en su hábitat. La destrucción y la agresión a la naturaleza llegó con los primeros colonos».
Esa manera de arrasar con el pasado ha dejado una profunda huella en Nueva York, emblema de lo que el economista Joseph Schumpeter definió como la «destrucción creadora» del capitalismo… «En grandes ciudades como Londres o París, o incluso en Delhi o en Tokio, uno tiene la sensación de respirar la historia. Nueva York, sin embargo, se proyectó siempre hacia el futuro y contagió ese espíritu “destructor” a todas las ciudades que la han imitado».
«Los rascacielos, que parecen los tótems de la civilización, son de alguna manera la esencia de la impermanencia», advierte Sanderson. «En los próximos cuatrocientos años, casi todos los edificios de Manhattan desaparecerán del mapa y la ciudad será reconstruida, edificio a edificio. Tal vez se salven el Empire State y el Chrysler Building, pero no muchos más».
En su libro, Eric Sanderson intenta precisamente visualizar cómo será Nueva York en el 2409, en un ejercicio de imaginación positiva… «No habrá coches por las calles. La micromovilidad eléctrica será la norma, y habrá espacios compartidos por peatones y bicicletas. Las aceras serán permeables y con sistemas de captación de agua. Florecerán los tejados verdes y los huertos urbanos. La vegetación se abrirá paso entre el cemento».
Pueden llamarle «soñador» a lo John Lennon, pero Sanderson nos invita a sentir un día cualquiera el corazón verde de Nueva York por debajo del cliché de la jungla de asfalto… Subiendo a la bicicleta y recorriendo el carril que da la vuelta a la isla. Acudiendo un sábado al mercado de granjeros de Union Square. Recorriendo los increíbles jardines comunitarios del Lower East Side. O subiendo hasta el ferrocarril elevado del High Lane, convertido en los «jardines colgantes» de Manhattan.
«Las ciudades están pasando ya por un gran proceso de transformación para hacerse más verdes y habitables», comenta el ecologista del paisaje, que ha publicado un nuevo libro (Terra Nova: The New World After Oil, Cars, and Suburbs) donde muestra su peculiar visión del futuro urbano, con las raíces en el presente, pero con un conocimiento muy profundo del pasado… «Para poder avanzar, será necesario dar un pequeño paso hacia atrás, conocer lo que había antes de la “pisada” de la civilización y permitir que la naturaleza vuelva a encontrar su cauce».
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Día de fiesta sobre los antiguos raíles del High Line. Cientos de neoyorquinos se acercan con sombrillas, cantimploras y cremas protectoras, dispuestos a serpentear por las viejas vías del ferrocarril elevado, transformadas en un jardín colgante que se extiende a lo largo de 2,3 kilómetros sobre la Décima Avenida de Manhattan.
«La gente suele ir a Central Park para huir de la ciudad», apunta in situ Ricardo Scofidio, uno de los arquitectos implicados en el diseño del High Line. «A este parque se viene sin embargo a sumergirse en Nueva York, a penetrar en sus cañones a 10 metros de altura, a sentir la ciudad desde dentro como nunca antes».
Las sirenas de las ambulancias, las alarmas de los coches y el zumbido incesante del monstruo urbano llegan amortiguados a la quimera de hierro «verde». Los taxis son algo así como los moscardones amarillos que nos hacen cosquillas en los pies. En el paisaje industrial han brotado los brillos metálicos de los hoteles y apartamentos de lujo, que gritan «mírame» a todo el que asciende por las doce escaleras o los cinco ascensores hasta el insólito parque flotante, convertido en modelo mundial de recuperación urbana.
«Quítale el contexto de la dureza industrial que nos rodea, y este parque pierde por completo su fascinación y su razón de ser», concluye sabiamente Scofidio, en el primer tramo del parque en la calle Gansevoort, con los vestigios de los viejos mataderos y el reclamo multicolor de los grafitis bajo sus pies.
La primera media milla del High Line abrió en el 2009. Más de 4 millones de visitantes al año y 2.000 millones de dólares en inversiones justificaron con creces la resurrección de la mastodóntica estructura, construida en 1934, abandonada en 1980 y reclamada por la naturaleza salvaje desde entonces.
Joshua David y Robert Hammond, vecinos de Chelsea y del West Village, fueron los primeros en vislumbrar desde lo alto el tremendo potencial de la serpiente «verde». Gran parte del trazado del ferrocarril elevado que llegaba hasta Tribeca fue sucumbiendo por su propio peso. El tramo que llegaba hasta la calle 34 soportó sin embargo el azote del tiempo y se convirtió en una especie de «territorio salvaje» gracias a la intensa labor de los polinizadores y a la brisa del cercano río Hudson.
El alcalde Rudolph Giuliani llegó a firmar incluso la demolición del High Line, pero los vecinos, con su persistencia, lo salvaron de la piqueta y reivindicaron el derecho al trasiego humano entre la herrumbre y la maleza… «Sabíamos que el parque elevado iba a cambiar la dinámica en el oeste de la ciudad, pero nunca imaginamos que se produciría una metamorfosis urbana como esta», reconoce Joshua David. «En torno al High Line está surgiendo no solo un nuevo skyline, sino también una vibración que lo transforma todo a su paso y que altera profundamente nuestra relación con la ciudad».