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EN BUSCA DE LA CIUDAD FELIZ

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«Las ciudades nacieron como proyectos de felicidad colectiva», recuerda el urbanista canadiense Charles Montgomery, autor de Happy City. El ágora de la vieja Atenas, la piazza romana, la playa fluvial del Sena o las tumbonas de Times Square son a su entender manifestaciones de ese deseo compartido de bienestar, tan esquivo hoy en día en nuestras ciudades.

Una ciudad feliz es una ciudad que camina, con puntos de remanso y encuentro, sin abruptas diferencias entre los que tienen y los que no, con una sensación alterna de continuidad y diversidad, con un ritmo propio, necesariamente humano, marcado por sus habitantes y no por las pautas comerciales, y menos aún por el tráfico incesante…

Happy City Project fue una idea más o menos utópica, lanzada al alimón en el 2010 por Liz y Mark Zeidler en Bristol, con su fama de ciudad verde, rompedora y creativa, aunque atrapada también en sus duros contrastes y en sus propias contradicciones.

«Al principio chocamos con grandes resistencias, con gente que nos decía que preocuparse por la felicidad es algo demasiado trivial, frente a problemas como la pobreza, el hambre y la desigualdad», recuerda Liz. «Estábamos sufriendo los efectos de la crisis, pero con el tiempo la gente acabó estableciendo la conexión y admitiendo lo evidente: la búsqueda de la felicidad es lo que mueve el mundo».

Eso sí, hablar de «felicidad planetaria» o incluso de felicidad nacional bruta (como llevan haciendo desde hace casi medio siglo en Bután) puede resultarnos algo excesivamente lejano y abstracto. «Las barreras se derriban sin embargo desde lo local», puntualiza Liz. «Los cimientos de la felicidad están en lo que tienes más a mano: tu barrio, tu lugar de trabajo, la escuela a la que llevas a tus hijos».

Desde su lanzamiento, el Happy City Project ha publicado informes anuales en los que ha intentado medir desde otro ángulo el bienestar de los vecinos de Bristol usando referentes como la satisfacción con la vida, la huella ecológica, la desigualdad económica, los equipamientos sociales y culturales, el acceso a los parques e instalaciones deportivas, la movilidad urbana o la existencia de mercados locales y huertos comunitarios.

«El objetivo es llegar a una fórmula válida para cualquier lugar del mundo y que sirva como nueva medida del bienestar urbano», señalan Liz y Mark, que diez años después decidieron extender su proyecto a otras ciudades y rebautizarlo como The Centre for Thriving Places.

La meta es encontrar una nueva manera de medir el progreso económico y social en las ciudades para aplicarlo con el tiempo a los países y superar de una vez la tiranía del producto interior bruto, «que mide como crecimiento económico lo que muchas veces es atraso social y destrucción ecológica».

El Happy City Project identificó cinco factores externos (trabajo, educación, cultura, salud y hogar) y seis claves internas (relaciones, comunidad, cuerpo, mente, propósito y autonomía). Una cadena imaginaria une todos los engranajes, con la sostenibilidad y la igualdad como principios motores.

Bristol apadrinó en cualquier caso la idea y elaboró su propio «mapa de la felicidad», que descubrió grandes carencias de zonas verdes, espacios sociales o transporte público. «Y aun así podemos decir que Bristol es una ciudad relativamente feliz», asegura Liz. «Hay más de mil asociaciones y grupos activos en todos los campos. Es una ciudad muy vibrante en la que siempre hay algo que celebrar. La música y el arte salen constantemente a tu paso: no es extraño que esta fuera la cuna de Banksy».

La «promoción de la felicidad» se convirtió en prioridad local, con charlas en las escuelas, seminarios en las oficinas y actividades callejeras como el Make Sunday Special. A través de campañas como Walk Yourself Happy, se intentó promover el hábito de caminar entre una población de 400.000 habitantes, excesivamente dependiente aún del coche. Un equipo de voluntarios propagaba mientras tanto las cinco claves de la felicidad urbana: conecta, aprende, sé activo, aprecia, contribuye. En el Banco de la Felicidad se compartieron finalmente las ideas, la inspiración y los recursos.

«Creamos algo así como la Wikipedia local de la felicidad», explica Liz. «Todo el que tenga algo que aportar, ya sea a título individual o familiar, o como experiencia de barrio, puede hacer un “depósito” gratuito. Cualquier vecino puede beneficiarse de ese conocimiento y ponerlo en práctica en su propio radio de acción».

Le pregunto a Liz si la felicidad no es acaso un concepto demasiado subjetivo y personal muy difícil de medir y más aún de propagar… «Por supuesto que lo es, pero en esa búsqueda hay muchos elementos comunes. Uno no puede ser feliz viviendo en una ciudad desolada y sin puntos de encuentro que fomente el aislamiento y que solo se pueda recorrer en coche. Pero uno es, en cambio, más feliz si sus vecinos son también felices y si juntos viven en un entorno que no solo sirve para procurar las necesidades básicas, sino que propicia y enriquece las relaciones».

Pese al cambio de nombre del proyecto, Liz reivindica el poder de la incipiente red de «ciudades felices», que tienen mucho en común con las ciudades colaborativas, las ciudades resilientes o las ciudades verdes: «La felicidad puede ser el puente que necesitamos entre el cambio personal y el cambio social. La sociedad consumista en la que vivimos nos ha hecho creer que la felicidad está en la acumulación material. Y la gente está abriendo por fin los ojos. Va siendo hora de reivindicar todo lo que hemos dejado de lado y que hasta ahora no podíamos medir… Todo eso que es la base de las sociedades humanas y que encuentran su máxima expresión en las ciudades».

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En el documental La economía de la felicidad, Helena Norberg-Hodge dio la vuelta al mundo intentando encontrar la clave del «bienestar de las comunidades». Su punto de partida fue la región india de Ladakh, donde la disrupción causada por la globalización hizo saltar por los aires el frágil equilibrio de una cultura ancestral. El futuro es local es el título de su último libro, en el que reclama la recuperación del tejido económico y social como base de la auténtica prosperidad.

Esa lección la aplicaron en Bristol con el lanzamiento de su propio dinero. Cientos de escolares y decenas de artistas contribuyeron al diseño de los billetes de la libra de Bristol, consagrados a la fauna y flora local, y con una consigna que lo dice todo: «Nuestra ciudad, nuestro dinero, nuestro futuro».

El Ayuntamiento y la Caja de Ahorros local actuaron como depositarios de las primeras 85.000 libras de Bristol, que cotiza a la par con la libra esterlina y se puede cambiar en varios puestos repartidos por la ciudad. Más de 500 comercios locales y miles de ciudadanos han usado desde el 2012 la moneda complementaria en transacciones por un valor de 5 millones de libras.

«Nuestro objetivo es que ese dinero se quede circulando en la economía local, en vez de acabar en la otra punta del país o del planeta», explicaba Ciaran Mundy, uno de los impulsores. «La idea no es tanto subvertir el orden mundial, sino propiciar el giro hacia otro tipo de economía. En todo caso, queremos también cambiar el ADN del dinero y reivindicar otros valores que han quedado aplastados bajo el poder financiero».

En el sur de Londres, el barrio de Brixton se sumó también a la ola de la divisa local con billetes consagrados a su ídolo local, David Bowie, que no tardaron en convertirse en objeto codiciado por los coleccionistas. Las primeras 65.000 libras de Brixton fueron respaldadas por el London Mutual Credit Union, lo cual sirvió para vencer los recelos del Banco de Inglaterra.

«Hasta ahora, las monedas complementarias y otros sistemas de intercambio local han jugado un papel marginal», admitía Rahima Fitzwilliam Hall, una de las impulsoras. «Pero las crisis están empujando a mucha gente a abrir los ojos ante los problemas de nuestro sistema económico. Y la tecnología se va a convertir ahora en nuestra gran aliada: fuimos pioneros en los sistemas de pago digitales».

En España, el 15M dio un impulso al largo centenar de monedas complementarias o «sociales» y los más de trescientos bancos de tiempo. Julio Gisbert, autor de Vivir sin empleo y máximo experto en la geografía alternativa del dinero, sostiene que podemos hablar ya casi de dos economías paralelas: «Una de carácter convencional y monetario, y otra basada en la colaboración y con raíces en lo local. Las dos coexisten, pero en momentos de crisis es cuando se produce el crecimiento de la economía informal».

El Puma, el Ekhi, el Eco, el Res, el Osel, el Boniato, el Henar, el Zoquito, la Mora o la Turuta son algunos de los ejemplos autóctonos, que suelen darse cita anualmente en los encuentros estatales y en las conferencias internacionales de monedas sociales. «Algunas iniciativas surgen como una situación coyuntural, pero otras pueden sin duda arraigar y convertirse en sistemas complementarios al euro», advierte Julio Gisbert. «La novedad está ahora además en el uso de la tecnología, que posibilita unos niveles de intercambio sin dinero oficial impensables hace tan solo una década».

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