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VIVIR EN UNA ECOALDEA

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Liz Walker aprendió de pequeña a ver la vida desde lo alto de un pino de 25 metros, en el patio trasero de la casa de sus padres en Vermont. Allí destiló la savia de la América progresista y el espíritu comunitario de los cuáqueros, mucho antes de que empezara a hablarse de sostenibilidad. En Perú se familiarizó con la «justicia social» y más tarde en Birmingham (Reino Unido) descubrió la vida de barrio.

En California, y en el movimiento antinuclear, Walker encontró durante un tiempo su razón de ser como activista, hasta que pasó a la acción con ciento cincuenta «peregrinos» que recorrieron Estados Unidos de costa a costa con la Caminata Global para un Mundo Vivible. Al llegar a Ithaca, a 4 horas de Nueva York, tuvo la impresión de haber alcanzado la meta mítica: allí acabó su particular «odisea» y empezó a construir su «utopía».

Cuenta la leyenda que Dios puso su mano sobre estas tierras y dejó su huella gigante y mojada en los Finger Lakes. El «dedo» más grande es precisamente el lago Cayuga, que llega hasta el corazón de Ithaca, rodeada de gargantas y cascadas, en un incesante fluir de agua. Y allá donde la ciudad se funde con el bosque, en lo alto de una colina y en un camino polvoriento que lleva el nombre de Rachel Carson (la autora de Primavera silenciosa), Liz Walker y su compañera de fatigas Joan Bokaer decidieron fundar a mediados de los noventa lo que hoy se conoce como la ecoaldea de Ithaca.

Los 220 vecinos de la ecoaldea, distribuidos en tres barrios (Frog, Song y Tree), utilizan el 30 por ciento de los recursos del estadounidense medio y tienen una huella ecológica per cápita un 70 por ciento menor. La mitad de su energía la obtienen de sus propias placas solares. Cultivan gran parte de sus alimentos en dos granjas y en pequeños huertos. Reciclan y compostan su basura orgánica. Comparten el transporte y reinventan todos los días eso que llamamos el espíritu comunitario.

Los criterios de eficiencia energética de la passivhaus y el espíritu del cohousing centroeuropeo fueron dos de las lejanas inspiraciones para las tres fases de construcción de la ecoaldea, que fue adaptándose a los tiempos y a las necesidades de sus nuevos vecinos. En Frog, las casas de madera son más pequeñas y están más arracimadas, al estilo cohousing centroeuropeo, con grandes ventanales hacia el sur. En Song, el espacio privado es más amplio y los vecinos guardan distancias a la americana. En Tree, la más multicultural, lo que prima es la diversidad y la eficiencia energética.

Las tres fases cuentan con casas comunales donde se celebran comidas y eventos todas las semanas y se alquilan espacios de teletrabajo e incluso miniapartamentos. Pese al «crecimiento» orgánico, el proyecto se ha mantenido totalmente respetuoso con la idea inicial: concentrar la población humana en el 20 por ciento del espacio y dejar el 80 por ciento restante para los espacios verdes.

En la ecoaldea de Ithaca, los coches se quedan en el granero de la entrada: los auténticos reyes de la calle son los niños, que campan y pedalean a sus anchas o se divierten buscando ranas en el estanque. Liz Walker crio aquí a sus dos hijos, y reconoce que no fue fácil conciliar la vida familiar con su infatigable labor como «organizadora comunitaria», luchando contra los molinos de viento de la burocracia, procurando que el proyecto avanzara sin traicionar el espíritu de consenso…

«La tarea es ardua y fatigosa cuando decides salirte de los caminos trillados. El culto a la propiedad privada está muy arraigado en este país, pero en todas las fases hemos logrado encontrar un equilibrio entre espacios propios y compartidos. Al cabo del tiempo hemos demostrado que no solo es posible otra manera de vivir, sino que esta ya existe y además funciona».

Recalca Liz que la ecoaldea no podría haber florecido sin la interacción constante con esa ciudad de 50.000 habitantes —la mitad de ellos, estudiantes de la Universidad de Cornell o del Ithaca College— que se atisba a lo lejos entre las colinas pobladas de robles y arces. «Desde el principio decidimos no aislarnos en nuestro espacio soñado, sino abrirnos y compartir nuestras experiencias. Porque lo que más necesita el mundo es inspiración, y aquí hemos aprendido a poner unas cuantas ideas en práctica».

En su primer libro, Ecovillage at Ithaca, Liz Walker exploraba el proceso de creación de la ecoaldea en un manual que ha dado la vuelta al mundo. En su segundo y más reciente trabajo, Choosing a Sustainable Future, su radio de acción se extiende a esta pequeña gran ciudad, que se subió en los años sesenta al carro de la contracultura (con más de cincuenta comunas) y tuvo un alcalde socialista en los «felices» noventa (Ben Nichols).

«Me resultaba curioso comprobar cómo en plena recesión económica el activismo ecológico y social de Ithaca entró en plena ebullición», explica Liz. «Aquí valoramos y apoyamos mucho la economía local, y eso nos ha permitido afrontar mejor los tiempos difíciles. Es una ciudad con un gran espíritu de resiliencia».

Como Portland, Madison, Berkeley o Austin —otros puntos obligados de la «otra» América—, Ithaca se ha convertido en el panal de rica miel «para todos aquellos que buscan una relación más directa con la tierra». Liz se remonta a los tiempos de los indios cayuga, que dejaron en estos bosques la semilla de la sostenibilidad, el pacifismo y el feminismo como parte de su legado histórico.

Ithaca fue también puntal del cooperativismo y de la agricultura ecológica, pionera de la ola de mercados de granjeros que se ha extendido por todo Estados Unidos en las últimas tres décadas. Las «horas» de Ithaca, impulsadas por Paul Glover (el activista local por excelencia), abrieron también la brecha en el movimiento del dinero alternativo…

«Unas iniciativas siempre atraen a otras y acaban creando un efecto multiplicador», señala Liz. «Aquí existe una mezcla de cooperación y competencia sana de la que todos nos acabamos beneficiando. Y sobre todo ha habido líderes locales con la convicción y la capacidad para cambiar las cosas».

Para Liz, la ecoaldea forma ya parte irrenunciable del «ecosistema» de Ithaca, que era ya una ciudad en «transición» antes de que existiera ese movimiento. «La gente está muy concienciada de que hay que evolucionar hacia otro modelo más sostenible. Tenemos que aprender a cultivar nuestros alimentos, a procurarnos nuestra propia energía, a ser más eficientes, a no depender del coche, a compartir recursos, a recuperar los lazos comunitarios. Lo que hemos conseguido aquí se puede lograr en cualquier parte del mundo. Solo hace falta valor, visión y persistencia».

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A los pies de los Pirineos navarros, en lo que fue un internado católico convertido en hotel rural, surgió en el 2014 un espacio único que se ha convertido en el corazón latente de las ecoaldeas. Arterra Bizimodu da nombre al proyecto puesto en marcha por sesenta entusiastas con más de tres décadas acumuladas de experiencia desde Lakabe, el «pueblo alternativo» por excelencia en nuestra ancha geografía.

«Entonces no existía la palabra “ecoaldea”, pero el concepto estaba ya en el imaginario colectivo», recuerda Mauge Cañada, pionera del movimiento. «Lakabe se convirtió en símbolo de lo posible, con pocos medios y mucha ilusión… Como urbanitas que éramos, allí aprendimos a trabajar el campo, a gestionar en grupo, a resolver conflictos y a vivir con los problemas no resueltos».

Lakabe fue la primera piedra de la Red Ibérica de Ecoaldeas (RIE), donde confluyen más de una veintena de experiencias comunitarias muy diversas (de Los Portales a Los Guindales, de Arcadia al Molino del Guadalmesí), aunque unidas por un deseo de vivir de otra manera en una relación más respetuosa y directa con la Tierra.

SI HAS CONSTRUIDO CASTILLOS EN EL AIRE, AHORA PON LOS CIMIENTOS. La máxima de Henry David Thoreau inspira a esta tribu de «idealistas prácticos» que están reinventando la vida en comunidad y proyectándola hacia el futuro.

Todas las ecoaldeas tienen algo de laboratorio vivo, pero Arterra Bizimodu (situada a medio camino entre Pamplona y Jaca) se ha propuesto ir más allá. El antiguo internado de Artieda (y sus 4 hectáreas de terrenos cultivables para huertas) ha puesto los cimientos materiales a un proyecto de cohousing proyectado hacia el futuro con ideas como la «incubadora» de ecoaldeas.

«Muchas de las nuevas iniciativas ecoaldeanas naufragan al cabo de dos años de vida», apunta Mauge Cañada. «Una cosa es soñar con un mundo distinto y otra es materializar esos sueños. La incubadora nace para dar respuesta a ese desafío. Se trata de un proceso de acompañamiento vivo y dinámico, con la meta de capacitar a los grupos que inician un proyecto comunitario. Aportamos la experiencia de muchos años para hacer más llevadero y feliz el camino colectivo».

La «incubadora» hace de entrada un diagnóstico de la salud del proyecto en todas sus dimensiones (social, cultural, económica y ecológica), se utilizan una serie de indicadores y a partir de ahí se diseña un «mapa» a medida para que el grupo pueda prestar atención a sus puntos más frágiles. La innovación y el emprendimiento están en la base de este experimento de «ecohabitar», que incluye el uso de una moneda local (los «terrones») y la organización comunal en círculos.

Otro paso hacia el futuro de los «arterranos» es la incorporación del concepto de «sociocracia»: un modelo de gobernanza que rompe las jerarquías al uso, en el que las decisiones se toman por consentimiento y que aspira a sacar el mayor partido posible de la «inteligencia colectiva». La ecoaldea tiene además una dimensión internacional, con la oficina de GEN Europa y con proyectos de investigación como el de crear biogás para la cocina a partir de los desechos vegetales.

Los recién llegados han tendido puentes con el centenar de vecinos del pueblo de Artieda, que traen sus residuos orgánicos al gallinero-compostador. La escuelita autóctona acogió en el 2015 los primeros niños y en el horizonte despunta la idea de crear una Universidad para la Transición.

«Arterra Bizimodu nace con la propuesta de estar, crear, participar e influir», sostiene la infatigable Mauge Cañada. «Aspiramos a reunir aquí los saberes para seguir indagando más allá. Queremos explorar los próximos pasos de este movimiento ecoaldeano que confía en ese otro mundo posible… porque ya lo vive».

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