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EL APICULTOR ENTRE RASCACIELOS

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A las siete de la mañana de un día cualquiera, Dale Gibson es un corredor de bolsa perfectamente trajeado en las oficinas de una firma financiera en la City. Pero a las cinco de la tarde, el stockbroker se afloja la corbata y se pone el «traje» de apicultor, listo para completar la segunda parte de su jornada. En el tejado de su casa, al sur del Támesis, le espera una ardua faena entre sus ocho colmenas. Allí estará hasta los últimos reflejos del sol en el cercano Shard, el rascacielos más alto de Londres.

Dale acude a la cita diaria en la azotea con el inseparable ahumador y prepara a las abejas para la «invernada» con un sirope medicinal que les servirá al mismo tiempo de alimento y protección contra los hongos durante los meses fríos. El apicultor de la City se mueve como un astronauta ingrávido procurando no interferir excesivamente en la vida hacendosa de las abejas, que en el 2011 contribuyeron a convertir Bermondsey Street Honey (marca registrada) en la mejor miel de Londres.

En la capital británica hay ya más de 650 apiarios repartidos en un radio de 10 kilómetros. Pero la fama de ciudad-jardín no es suficiente, y de hecho hay años en que la producción local se resiente. La miel de Bermondsey se mantiene sin embargo con una producción anual de setecientas a ochocientas jarritas, muy cotizadas por los restaurantes y tremendamente apreciadas por los vecinos.

Lo que empezó como un pasatiempo hace algo más de diez años se ha convertido no ya en el segundo trabajo, sino en la auténtica vocación de Dale Gibson, que ha encontrado una misteriosa conexión entre los oficios de stockbroker y beekeeper

«Las abejas son unas excelentes indicadoras ambientales, intuyen cuándo hay una amenaza o un riesgo. También son unas auténticas maestras de economía colaborativa: actúan como un auténtico “macroorganismo”. Calculan muy bien hasta dónde pueden llegar, no más allá de 4 kilómetros, para conseguir un buen néctar y obtener un buen retorno. La función del corredor de bolsa tiene algo en común. Se trata de un trabajo de alto conocimiento y ritmo vertiginoso: cada 10 minutos debes tener una idea nueva que pueda garantizarle un “buen retorno” a un inversor».

Llegados a este punto, Gibson rompe una lanza por la ética del stockbroker, que debería ser la misma que la ética del apicultor: «Del mismo modo que no puedes jugar alegremente con el dinero ajeno, tampoco puedes venir a jugar con las colmenas. Hay que ser tremendamente respetuoso con las abejas y con su entorno. Tienes que hacer lo posible por lograr una colmena feliz, interfiriendo lo mínimo y procurando sobre todo que a las abejas no les falte alimento en las cercanías. Conviene tener en cuenta un principio muy simple: una abeja con hambre es una abeja cabreada».

A la caída de la tarde, mientras extrae cuidadosamente las alzas de sus colmenas para introducir el sirope medicinal, Gibson nos invita a meternos en la piel de las melíferas: «Es lógico que estén alteradas porque lo que hacemos es irrumpir sin permiso en su hábitat. Donde antes había oscuridad, ahora tienen un fogonazo de luz. La temperatura de 33 grados cae en picado, y encima les movemos los “muebles”. Yo me pregunto cómo reaccionarían los humanos si alguien irrumpiera así en nuestra propia casa».

Dale Gibson ve la apicultura como una «danza» entre el hombre y la abeja… «Es un trabajo físico y duro que requiere además una capacidad de observación y grandes dosis de paciencia». El apicultor de la City no lleva la cuenta personal de picotazos, tampoco son tantos. Su mujer, Sarah, es alérgica a las picaduras de las abejas; se diría casi que ellas lo saben y por ello prefieren no adentrarse en la casa, aunque las ventanas estén abiertas. Las colmenas están emplazadas a ambos lados del tejado a dos aguas de la planta superior, en la calle Bermondsey, cita obligada del Londres gastronómico.

Allí echó raíces el chef extremeño José Pizarro, que utilizó la dulce producción local para su receta de cordero al horno con miel. «José es un gran fan, y también el chef Tom Kerridge. Hacemos lo que yo llamo una miel “honesta”. Los mismos principios de lentitud y trato amable a las abejas los aplicamos al proceso de extracción y filtrado. Hemos ayudado a crear su propio apiario en el Soho House, y vendemos miel artesanal no solo de la ciudad (Metro), sino también de nuestras colmenas en el campo (Union)».

Tras una larga década pluriempleado con sus abejas, Gibson ha acumulado la suficiente sabiduría para animar o disuadir a quien esté pensando dedicarse a la apicultura urbana. «Lo fundamental es asegurar que las abejas tengan que comer, igual que le procuramos el pasto al ganado. Y no basta con dedicarse a ellas por puro entretenimiento. No es un hobby cualquiera: la miel no cae del cielo».

Entre los rascacielos de Manhattan, por cierto, Andrew Coté lleva más de quince años reclamando el papel de las abejas para «renaturalizar» la jungla de asfalto. «Fue una batalla tan dura como lograr la legalización de los matrimonios gais», recuerda. «Durante un tiempo existió la percepción errónea de “abeja igual a peligro”. Para empezar, hay muchos tipos de abejas, y la melífera es de las menos agresivas. Lo que era del todo absurdo es que existiera una ordenanza que te impidiera criar abejas en Nueva York. Hemos demostrado con creces que se puede hacer de una manera segura en los tejados y en las terrazas, sin interferir en las vidas de los urbanitas».

«Las abejas encajan como buenas vecinas en la ciudad, siempre y cuando tengan vegetación cerca», advierte Andrew Coté. «Lo único que necesitan las abejas obreras en su corta y laboriosa vida es agua, polen y néctar. Los humanos no les interesamos en absoluto, y lo más probable es que nos ignoren, a no ser que vayamos a robarles con malas maneras su “tesoro”».

Por méritos acumulados, Coté fue elegido presidente de la Asociación de Apicultores de Nueva York, con más de doscientos miembros y mil simpatizantes beekeepers que celebran animadas reuniones todos los meses. Es también miembro activo de Abejas sin Fronteras, y ha podido comprobar en diversas partes del mundo el problema acuciante del colapso de las colmenas…

«Si la abeja desapareciera del planeta, al ser humano le quedarían solo cuatro años de vida», advierte Coté. «No está muy claro si esto lo dijo Einstein o si fueron los apicultores belgas en unas protestas a finales de los ochenta… Lo cierto es que dependemos de ellas para la polinización de los cultivos, y los últimos estudios apuntan a que el 40 por ciento de los insectos polinizadores están en declive o en peligro de extinción».

Con su propia marca, Andrew’s Honey, el puesto de Coté es una atracción obligada en el mercado de granjeros de Union Square, donde se puede adquirir miel (y también polen, propóleo y jalea real) de la Segunda Avenida, de la Sexta Avenida, del Lower East Side, de Queens y de Brooklyn).

«Que nadie se lleve a engaño: criar abejas no tiene nada de romántico y es un trabajo casi tan duro como el campo», comenta el apicultor entre rascacielos, antes de llevarnos a sus colmenas predilectas, las de la Segunda Avenida con la calle 14. «Son tan poco agresivas que casi me dejan trabajar sin mascarilla ni traje protector. Nada que ver con las abejas de la Sexta Avenida: un día me puse los guantes equivocados y me llevé al menos veinte picotazos. ¿Pero qué podemos esperar de ellas en esta situación? ¿Cómo reaccionaríamos nosotros si vinieran unos ladrones vestidos de blanco a llevarse el fruto de nuestro trabajo?».

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