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¡BENDITA BICICLETA!

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En Sevilla fraguó el milagro de las dos ruedas, y Santa Cleta fue su patrona. Desde el «santuario» de la bicicleta, en pleno barrio de la Macarena, se destiló esa prodigiosa metamorfosis de la ciudad blanca, cálida y plana. De crisálida a mariposa.

Uno recuerda las insufribles travesías en coche de Sevilla camino de la costa gaditana. Y uno recuerda también el reencuentro con la ciudad al cabo de los años, pedaleando viento en popa por el Guadalquivir hasta el puente de Triana. Esta no es ya la ciudad donde creció mi madre, me la han cambiado…

El cambio de piñón se produjo en el 2006, cuando aparecieron los primeros carriles bici. Los comerciantes, los taxistas y los automovilistas montaron un cristo. Hubo que derribar las barreras del «señoritismo» («el muy inútil carril bici», proclamó el ABC) y plantar cara a la visión rancia de la ciudad sin bajarse del coche.

Pero el impulso fue posible gracias a la actuación del ex primer teniente de alcalde Antonio Torrijos, al empeño de grupos como A Contramano y al acierto del biólogo Manuel Calvo, artífice del diseño de la primera red de carriles bici en la ciudad, celebrada como un modelo de «homogeneidad, segregación y continuidad».

La telaraña verde se extendió por 170 kilómetros, arropada por uno de los primeros servicios de bicicletas públicas (Sevici). En un tiempo récord se llegó a los 70.000 viajes diarios en bici, casi el 10 por ciento de los desplazamientos. Sevilla fue elegida en el 2014 como la cuarta mejor ciudad de Europa para las dos ruedas, por detrás de Ámsterdam, Copenhague y Utrecht.

Desde el mirador de la tienda/taller Santa Cleta, en la calle Fray Diego de Cádiz, la madrileña Isabel Porras contribuyó a su manera al «milagro» junto a su media naranja, Gonzalo Bueno, y el tercer mosquetero de la cooperativa, Fernando Martínez Andreu. Más de siete años duró la singladura de las dos ruedas, que logró cambiar la ciudad barrio a barrio.

«Antes de la revolución del carril había en Sevilla seis tiendas de bicicletas, y en poco tiempo nos pusimos en más de 25», recuerda Isabel Porras. «En aquel momento no había ecomensajerías en Sevilla, y de pronto surgieron media docena. El sector del cicloturismo cobró también mucho auge, y los operadores y los hoteles que trabajan con bicis se han multiplicado».

La bici no solo ha transformado la ciudad, sino que también se ha convertido en el motor de una economía local que se propaga y se retroalimenta. Un estudio de la Universidad de Sevilla estimó que cada kilómetro de carril bici genera tres puestos de trabajo (entre empleos directos y «efectos de arrastre»). El informe reveló la creación de «jugosos nichos económicos» en la ciudad, con unas 65 empresas ligadas al éxito de la bicicleta.

Y todo esto sin tener en cuenta el bendito potencial de la bicicleta como palanca de cambio social, como podía apreciarse a cualquier hora en la trastienda de Santa Cleta, auténtico centro de agitación de las dos ruedas. «Nosotros vemos la bici como una herramienta de empoderamiento», asegura Isabel Porras. «No solo evitas emisiones de CO2 y contribuyes a una ciudad más saludable, sino que también adquieres una auténtica autonomía. Moverse en bici es uno de esos pequeños logros, como cultivar un huerto, que te hacen tomar las riendas de tu propia vida y asomarte al mundo de otra manera».

En Santa Cleta, Isabel descubrió una realidad oculta que ni siquiera intuía: uno de cada diez españoles no sabe montar en bici, y el 85 por ciento de los que «no saben» son mujeres. O no aprendieron de niñas, o le cogieron miedo o se toparon con el muro de las resistencias culturales, que aún perduran. Pues la bicicleta, ya se sabe, ha sido siempre un «sospechoso» símbolo de liberación desde los tiempos de las sufragistas.

APRENDE A MONTAR EN BICICLETA Y A SER MÁS LIBRE fue el reclamo que utilizó Isabel para atraer a los neófitos de las dos ruedas. Algún que otro hombre acudió a la llamada, pero casi todos fueron mujeres, de los treinta a los sesenta años, funcionarias y estudiantes, inmigrantes y trabajadoras autónomas, profesoras, enfermeras y doctoras, que se decían con incredulidad a sí mismas: «¿Cómo no lo había intentado antes?».

De aquella experiencia nació un libro, de título bicicletero y reivindicativo: Sin cadenas. Isabel sigue los pasos de Sue Macy, autora de Wheels of Change, y recuerda que la bicicleta ha sido «un instrumento de empoderamiento a través de la historia».

Pero más que en las batallas del pasado, Sin cadenas se centra sobre todo en las luchas del presente. En historias como las de Susana, que ha sabido «normalizar su miedo» y sentirse finalmente «bien, libre y capaz». O María, que renunció de niña cuando le quitaron los ruedines y no sabía mantenerse. O Angie, que recordaba el día en que su padre les regaló bicicletas a sus dos hermanos y les negó el mismo derecho a las dos hermanas: «Las bicis no son para niñas».

A Isabel le gusta recordar también los casos de mujeres de los barrios periféricos o de inmigrantes, que ahora llegan pedaleando en 15 minutos allí donde no llega el transporte público o donde antes tardaban 50 minutos andando. La bicicleta no es solo la opción más ecológica, sino también la más eficiente y económica para muchas mujeres.

Isabel mira a su alrededor y certifica que aún queda un largo camino para lograr la igualdad en su ciudad «adoptiva», instalada en un «falso techo» femenino del 35 por ciento en el uso de la bicicleta, frente al 55 por ciento de los Países Bajos o el 50 por ciento de Alemania. La cofundadora de Santa Cleta lamenta también los años de abandono que siguieron al despegue de la bici en Sevilla, que cayó hasta el número 14 en la lista de mejores ciudades europeas para las dos ruedas y está necesitando una «remontada».

La lección más básica que Isabel impartía a sus más de cuatrocientos secuaces de Sin cadenas era precisamente esa: la importancia del impulso inicial, necesario para la primera pedalada y para encontrar el equilibrio sobre la marcha. Luego, cuando uno se habitúa ya a ese impulso todos los días, se acaba aprendiendo la noción más esencial: «Usando la bici mejoras tú y mejoramos todos».

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Pedalear tiene premio. Y también caminar y correr. Cualquier forma de moverse sin producir emisiones de CO2 se verá recompensada sobre la marcha con «ciclos», la moneda de cambio de la movilidad sin humos con la que conseguiremos descuentos en tiendas, restaurantes y establecimientos comprometidos con una ciudad más «verde».

La original idea del biólogo Gregorio Magno, creador de Ciclogreen, echó a rodar por Sevilla justo a tiempo para la cumbre de París, donde fue distinguida con un premio en la categoría de mitigación del cambio climático. Desde la tecnoincubadora Andalucía Emprende, en la isla de la Cartuja, Gregorio y su equipo han contribuido activamente al «cambio de piñón» a orillas del Guadalquivir y en más de ochenta ciudades.

La primera pedalada de Ciclogreen se produjo en el 2013, cuando los desplazamientos en bicicleta en Sevilla llegaron al 10 por ciento, si bien tocaron techo tras la eclosión inicial. Gregorio Magno, que venía de hacer el doctorado en la Estación Biológica de Doñana, se puso a darle vueltas a cómo estimular el uso de las dos ruedas, aunando emprendimiento, medio ambiente y retorno social.

A Gregorio se le ocurrió introducir elementos de juego, «que han demostrado ser una herramienta eficaz para fomentar el cambio de hábitos de los ciudadanos». Así surgió el sistema de puntos y recompensas de Ciclogreen, que combina la gamificación y la ubicuidad del teléfono móvil, nuestra eterna sombra.

Ciclogreen arrancó gracias al uso de una aplicación que permite registrar los recorridos, calcular los kilómetros y transformarlos en «ciclos». «Se trata de incentivar los desplazamientos a pie, en patinete o en bicicleta con puntos canjeables o “recompensas” con descuentos que sirven para promocionar la economía verde local».

«El uso de la bici es fundamental para lograr ciudades más habitables», recalca Gregorio, que aún recuerda los viejos atascos de tráfico a los pies de la catedral y la Giralda. «Sevilla es una ciudad bellísima e ideal para acelerar ese cambio. Y es también una ciudad más amable, en la que la gente se comunica con su entorno gracias a la facilidad para caminar y moverse en bici».

Su experiencia en Doñana le sirvió para acercarse a la ciudad como un ecosistema. Otro gallo cantaría si contempláramos a los peatones y a los ciclistas como especies protegidas, y a los coches como especies invasoras. Lo que avanza quemando petróleo y echando humo pertenece a la categoría de «depredadores urbanos».

«Yo ya pedaleaba entre los coches antes de que hicieran los carriles bici y he vivido la transformación desde dentro», precisa el fundador de Ciclogreen. «Al principio hubo resistencias, pero han ido cayendo por su propio peso. Ya nadie duda del placer y los beneficios que aporta esta primavera de los pedales. Ahora son la gente, las universidades y las empresas las que impulsan el cambio. Pero tenemos que continuar avanzando».

En su primer año y medio, sin ir más lejos, los 1.500 usuarios de la plataforma (ahora superan ya los 50.000) pedalearon o caminaron más de 220.000 kilómetros y evitaron al mismo tiempo la emisión de 55 toneladas de CO2. Desde su proyecto en colaboración con Telefónica, con cerca de mil empleados en Sevilla, Ciclogreen le ha dado un nuevo sentido a la «responsabilidad social corporativa», pues está visto y demostrado que el uso de la bicicleta mejora la salud, reduce el absentismo e incrementa la productividad: «Ir pedaleando al trabajo un lunes es lo más parecido a convertirlo en sábado».

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