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PRÓLOGO LO IMPENSABLE
ОглавлениеLo impensable era que el mundo pudiera parar de pronto. Que una amenaza exterior nos obligara a ponerlo todo en suspenso y nos tuviera atrapados día y noche en nuestras propias casas. Que cerraran las oficinas, las escuelas, las tiendas, los cines, los bares. Que las ciudades se quedaran desiertas, como en una película de zombis, y que la única señal de vida fuera un puñado de seres solitarios haciendo cola ante el supermercado y guardando la distancia social de rigor.
Lo impensable era lo más parecido a una guerra, pero sin bombas cayendo del cielo. Eso sí, con trágicas letanías diarias en televisión, con eternas proclamas contra el enemigo interior, con una sensación de pánico general y un miedo más o menos inconfesable: nada volverá a ser lo mismo.
Lo impensable golpeó como un suceso traumático, como una muerte en el seno de la familia, multiplicado por mil, por millones, y extendido durante meses por todo el planeta. Cada país sacó a relucir lo mejor o lo peor de sí mismo. Nuestros líderes quedaron en evidencia. A todos nos pilló desprevenidos.
Fue una emergencia sanitaria, pero podía haber sido una emergencia climática o una crisis energética. La epidemia del Coronavirus sirvió para demostrar que no estamos preparados para un impacto, que no sabemos plantarle cara a la adversidad, que puntuamos cero en esa cualidad tan básica para la supervivencia que es la resiliencia.
Lo impensable nos ha obligado a repensarlo todo. Efectivamente, nada volverá a ser igual. Estamos pasando por un doloroso período de ajuste en el que tendremos que evaluar nuestra situación. El impacto económico tras la crisis sanitaria nos puede llevar a la parálisis o puede servir de revulsivo para acometer los cambios inaplazables. Superado el miedo inicial, el cuerpo y la mente nos piden «un nuevo principio».
A la salida del túnel, hemos descubierto que todo o casi todo se había quedado ya obsoleto: de los hábitos de trabajo a la manera de movernos. Las oficinas ya no son lo que eran, el coche ha envejecido en el garaje. Hemos vuelto a respirar a pleno pulmón y a descubrir lo que es una ciudad libre de humos. Hemos decidido no contribuir a ese enemigo público que es la contaminación y a reclamar un medio ambiente sano.
Durante la cuarentena aprendimos a vivir dentro de unos límites, y en la vuelta a la normalidad hemos tomado probablemente la decisión de no pisar un centro comercial y volver a comprar en las tiendas del barrio. Lo que antes valía ya no vale: hemos cambiado también nuestros hábitos alimenticios, nos hemos vuelto más ahorradores, ya no caemos en la trampa del «usar y tirar».
Lo impensable ha servido también para imprimir un giro repentino a la economía: adiós al modelo neoliberal que había regido durante casi medio siglo. Ahora le toca al Estado recomponer las piezas y plantearse medidas como la renta básica para los ciudadanos, algo que hace unos meses parecía una solución radical. Todo huele de nuevo a «rescate», pero con la lección aprendida del 2008 se abre la oportunidad de un cambio de dirección y de una recuperación «verde».
El hundimiento del precio del petróleo se interpreta también como el ocaso de los combustibles fósiles. ¿Quién quiere volver a las ciudades contaminadas y congestionadas propias de la era a. C. (antes del Coronavirus)? ¿A qué esperamos para acelerar de una vez la transición hacia las energías limpias? ¿Por qué no aprovechar la caída de las emisiones de CO2 para marcar la pauta en lo que queda de década?
Los cambios suelen ocurrir por dos razones: por necesidad o por convicción. Lo impensable ha servido para que las dos vías se junten en este momento crucial, obligados como estamos a dar un volantazo en nuestras vidas ante esa otra amenaza invisible y a medio plazo que es el cambio climático.
Las lecciones de la epidemia pueden servirnos para aplicarlas a esta otra crisis, que es como un gigante dormido que periódicamente se despierta (recordemos que la década arrancó con los pavorosos incendios de Australia, que afectaron a una superficie superior a la de Andalucía). La sensación de urgencia global y la acción contundente de los Gobiernos se puede trasplantar también a futuras crisis.
Pero si algo quedó claro durante la epidemia es que el mundo que habíamos construido no nos vale en la era d. C. (después del Coronavirus). El año 2020 puede marcar el punto de inflexión. La experiencia ha de servir para construir economías y sociedades más resilientes, con un renovado énfasis en lo local en todas las esferas: del urbanismo a la movilidad, de la energía a la alimentación, de la producción al consumo, de la educación a la sostenibilidad.
Muchas de las soluciones se han ido gestando durante décadas en distintos lugares del planeta. Algunas de ellas las tenemos incluso a la vuelta de la esquina y ni siquiera habíamos reparado en ellas. Ha llegado tal vez el momento de conectar los puntos y hacer visible ese mundo emergente al que no suelen prestar atención los medios. Ese es el propósito de este libro.
Como escribió un grafitero anónimo en los muros de Hong Kong: «No podemos volver a la normalidad, porque la normalidad era el problema en primer lugar».
Estamos ya inmersos en la «década crítica». En los próximos diez años, la humanidad se enfrenta al reto de una transformación sin precedentes para mantener el aumento de las temperaturas por debajo de la línea roja de 1,5 grados que recomiendan los científicos. La escala y la rapidez con la que debe hacerse la transición afecta a todas y cada una de las áreas de nuestra vida.
En el arranque de la década, el grupo The Exponential Roadmap —integrado por 55 expertos internacionales en los campos más diversos— identificó hasta 36 «soluciones» para dar la vuelta a la tortilla y reducir a la mitad las emisiones de CO2 de aquí al 2030, con la meta de llegar a la neutralidad de carbono para el 2050.
En las páginas siguientes vamos a emprender esa «hoja de ruta», recalcando la situación actual y recordando lo que nos falta. Pero más allá de los números, vamos a vislumbrar las soluciones y a conocer a sus protagonistas. Los hemos llamado ecohéroes y ecoheroínas en un reconocimiento a su labor personal, tantas veces apoyada en pequeños colectivos fieles al principio de la antropóloga estadounidense Margaret Mead: «Nunca dudes de que un pequeño grupo de ciudadanos pensantes y comprometidos puede cambiar el mundo; de hecho, siempre ha sido así».
Vamos a empezar nuestro viaje precisamente en las ciudades, donde se juega el futuro del planeta. Más de la mitad de la población mundial vive ya en los grandes núcleos urbanos, responsables del 70 por ciento de las emisiones. Ante la pasividad de los Gobiernos, la respuesta está precisamente en las ciudades que exploran «otra manera de convivir», que se renaturalizan desde dentro, que descubren las ventajas de la movilidad sin humos.
Como ha quedado de manifiesto durante la epidemia, hay que cambiar radicalmente nuestros hábitos de transporte para plantarle cara a la contaminación, el asesino invisible. La mayoría de las emisiones proviene de los viajes cortos, principalmente de los coches, que tienen los días contados dentro de la ciudad. La revolución de la micromovilidad —a pedal o eléctrica— está aquí para quedarse.
La era de los combustibles fósiles está tocando a su fin: la transición hacia las energía renovables se sigue acelerando en todo el mundo (el parón del Coronavirus no puede servir como excusa, en todo caso de acicate). La energía solar y la eólica se imponen por su propia lógica y desde lo local, al igual que la eficiencia: el poder del «negavatio».
El giro de la economía hacia la «relocalización» es inaplazable. En los últimos años se ha hablado mucho de la economía circular ante la imperiosa necesidad de reaprovechar los recursos y eliminar los residuos. Se impone un nuevo modelo de producción y consumo. Y también un nuevo propósito: una economía regenerativa y baja en carbono al servicio de las personas y del planeta, como contrapunto a la destrucción ecológica.
Sin embargo, lo más difícil de cambiar en una década, advierten los expertos, serán nuestras pautas de alimentación. Los monocultivos agrícolas y la ganadería ejercen una gran presión sobre los ecosistemas de la Tierra. Y el alto consumo de productos de origen animal ha acentuado aún más esa tendencia en lo que va de siglo. El planeta se tiene que poner a dieta, preferentemente vegetal, ecológica y local.
La Tierra ha perdido más de la mitad de su biodiversidad en los últimos cuarenta años. Y si la temperatura global aumentara más de 2 grados, un tercio de los animales y más de la mitad de las plantas estarían amenazados de extinción. La ciencia ha establecido el vínculo insoslayable entre las acciones humanas y la sexta extinción masiva, en esta época que los geólogos han rebautizado ya como el Antropoceno.
El cambio climático ha dejado de ser un concepto abstracto para convertirse en una amenaza cercana y real, y más en un país como el nuestro, donde hace falta además una cultura del agua. Nuestros recursos hídricos han caído un 20 por ciento en lo que va de siglo, y en nuestros océanos habrá más plástico que peces para el 2050 con la tendencia actual.
Las alarmas sonaron en la antesala del Coronavirus, y millones de niños y adolescentes dieron al mundo una insólita lección con las huelgas climáticas. Educación y activismo han ido hermanados desde entonces y reclaman una acción política que no llega. Las pequeñas acciones diarias cuentan —como cuenta también ese cambio profundo en nuestra conciencia—, pero el impulso final hay que darlo desde arriba, y solo será posible con la presión de los ciudadanos.
Christiana Figueres, exresponsable del clima en la ONU y artífice del Acuerdo de París, rompe precisamente una lanza por el poder de la «desobediencia civil» en un libro premonitorio, The Future We Choose (escrito junto con Tom Rivett-Carnac). «La decisión está en manos de los políticos y la única manera de sacarles de la complacencia es reclamando una acción urgente», advierte Figueres. «Hace años podían aferrarse al argumento económico o tecnológico, pero ahora no: las energías renovables no solo son mejores para la salud del planeta, sino que además son ya más rentables».
«El período comprendido entre el 2020 y el 2030 va a tener más impacto en la Tierra que cualquier otra década en la historia», asevera Figueres, que hace una llamada al «optimismo tenaz» frente al pesimismo rampante. «Aunque nos pueda parecer un reto demasiado arduo, tenemos todas las herramientas necesarias para resolver la crisis climática. La destrucción del pasado ya está escrita, pero aún tenemos en nuestra mano la pluma que nos permitirá escribir el futuro. A partir de ahora».