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MÉXICO. DISTRITO FEDERAL 24 de junio de 2015

Miércoles del recién estrenado verano en el calendario. Podría ser un miércoles cualquiera, pero no lo es.

Jordi acude con Laura y Ana Paula al domicilio de Macarena, y en la puerta coinciden con una multitud compungida. Mientras se apilan los paraguas en el vestíbulo, las miradas y gestos de incredulidad, asombro y rabia sustituyen a las palabras. La convocatoria, formalizada por el exmarido, ha dado lugar a una procesión interminable de personas que se agolpan en la vivienda. Nadie quiere perderse este evento.

El amplio vestíbulo interior de forma rectangular conduce a una escalera que lleva a la sala. Al fondo, un gran ventanal acompaña los peldaños hasta el piso inferior que los recibe como si fuera la primera vez que pisaran ese recinto. Todo está igual y, sin embargo, ya nada es igual. A la izquierda, en la pared carmesí, su colección de paraguas —suspendidos sobre una barra metálica horizontal— de todos los colores, tamaños y épocas. A la derecha de la puerta, sobre un pedestal, descansa ajustada la sombrilla abierta de encaje blanco y da la bienvenida a los visitantes. El mariachi llega en ese instante y se produce una extraña aglomeración. Los tres, como si les hubieran clavado los pies en el suelo, permanecen inmóviles y observan asombrados cada detalle de la pieza invadida por esa amalgama de personas y objetos. Los instrumentos musicales, unidos al trasiego inusual de esa tarde, convierten el paso en estrecho y obligatorio. Se acercan al barandal y una caja enorme, portada sin demasiada cautela por su dueño, con forma de guitarra está a punto de derribarlos.

Llueve en la Ciudad de México y no se puede salir al pequeño jardín por razones obvias: está inundado. Hasta las nubes se han puesto de acuerdo para llorar esta tarde. Podría tratarse de una gran fiesta, pero no lo es.

En mitad de los escalones, en fila desordenada, se detienen y reclinados contra la pared contemplan el panorama… “¡Todavía no me creo por qué estamos aquí!”, le dice Ana Paula a Jordi. Un maremágnum de todo tipo, condición y edad, copas en la mano y en una algarabía confusa mantiene una charla incesante. El color baña la estancia abarrotada en contraste con la tarde gris. El extravagante conjunto se les antoja kafkiano. Podrían pensar en el escenario de una película, pero no lo es.

Macarena murió hace dos meses en Barcelona. Esta cita en su casa de Las Lomas, para honrar su memoria y despedirla, se desarrolla de acuerdo a su voluntad: con una copa de vino y la degustación de varios de los manjares que solía compartir con sus amigos. Amante de la buena mesa, detestaba cocinar. Unos camareros, de impecable uniforme, pasean entre los invitados y ofrecen esas exquisiteces: tortilla de patatas, jamón ibérico, queso manchego y, en unos vasitos, el caldo de ese plato tan catalán como es la escudella… Alguien ha decidido otorgarles el privilegio de asistir a esta macabra celebración. Sin dulces, postres ni florituras, como ella.

Su fallecimiento fue una sorpresa para todos (vaya tontería, como si pudiera la muerte anunciarse con fecha y hora). El negro, tan típico de las reuniones de luto, brilla por su ausencia por expreso deseo de la española, quien quería una fiesta no un funeral. El bullicio ahoga la música de un disco de rancheras mientras el mariachi se prepara y entona: “México lindo y querido, si muero lejos de ti…”, frase premonitoria a modo de testamento.

Es la primera vez que se encuentran entre esos muros sin su presencia. El espacio alquilado, en el que Macarena pasó sus últimos días, no es grande. Desde que se separó de su esposo, buscó un lugar adecuado a sus necesidades, cómodo y sencillo. Nunca, hasta entonces, había vivido sola.

A pesar del cansancio, Jordi guarda la compostura. Regresó ayer de Barcelona para asistir a esa despedida ineludible. El cuarto viaje en dos meses con el objetivo de despejar las incógnitas y cerrar esa etapa de vértigo profesional vivida junto a Macarena en España y, cuando todo termine, escribir su crónica sin interrogantes, la que su amiga hubiera querido escribir. Satisfecho por el resultado de las últimas investigaciones podrá encajar las piezas de ese monstruoso rompecabezas del que todavía quedan flecos sueltos. No puede desperdiciar la ocasión del reencuentro con Ernesto, el exmarido de Macarena. Ana Paula, en cambio, derrocha emoción y sentimientos, con lágrima floja, malestar e incomodidad.

No faltan en la sala las rosas rojas, casi siempre presentes en su vida, que evidencian la delicadeza y elegancia que la acompañaron en sus días y muestran orgullosas sus espinas, reflejo de las dificultades a superar. Humedad condensada, vino a raudales, olor a rosas y comida, y gente, y, a pesar de ello, huele a muerte.

Sus tres aliados quieren estar allí, deben cumplir su mandato y necesitan hablar con los parientes de Macarena. Con todo, aspiran a salir cuanto antes de ese perímetro asfixiante.

—Hola, gracias por venir —dice Rocío, al devolverle el beso—. No tengo el gusto…

—Hola, Rocío, soy Ana Paula Nebot, la miss del taller de escritura al que asistía tu hermana, he visto muchas fotos familiares. Te acompaño en el sentimiento. Si conoces a Jordi Gutiérrez y a su mujer Laura, ¿no?

—Claro. Jordi, su buen amigo Jordi y uno de mis mayores apoyos en esta época tan dura. Laura, a ti no te recordaba. Maca os quería mucho. ¿Taller de escritura? No tenía ni idea —responde asombrada—. Sabía que compaginaba su trabajo en la agencia con un reto, algo más personal…, pero no soltaba prenda. Sí, me había hablado de ti, Ana Paula, y para serte sincera, yo lo relacionaba con el manual de cocina.

—Pues ya ves, Rocío. Los dos colaboramos con Maca en el proyecto del que te hablé… Le prometimos cerrar la boca. Todo ha sido tan rápido… —expresa un Jordi incómodo, sin parar de juguetear con las llaves en su bolsillo.

—¡Otra vez la dichosa confidencialidad de mi hermana! —se queja Rocío.

—Nos vimos hace mucho en una cena, en Barcelona. Jordi completaba el cuerpo de redactores del equipo de Macarena —dice Laura—. No creo que te acuerdes…

—No, la verdad —niega Rocío—. Aquí tu marido era su jefe y ella se conformaba con llevar una vida discreta, en segundo plano... Fue una suerte que estuvierais en México cuando llegó deprisa y corriendo, la acogisteis. No tengo palabras…

Una conocida de Macarena se acerca a dar el pésame a Rocío, e interrumpe la charla de ese corrillo. Relación superficial a pesar de mostrarse muy afligida. “¡Qué incomprensible el comportamiento humano!”. Esa tendencia a somatizar las experiencias ajenas para hacerlas propias en una tentativa de comprender lo que debe ser. “¡Qué muestra de exageración!” —piensa Jordi, impermeable a los sentimentalismos.

Cumplida la liturgia de la cortesía y expresado el duelo, Jordi y Ana Paula observan a Rocío, y sienten una profunda amargura al ver sus ojos enrojecidos. Les ha cogido las manos y no las suelta… La distancia en el tiempo despliega sus efectos paliativos y borra el estupor inmediato —el mazazo lo recibieron en abril, al enterarse de la súbita muerte de su amiga—, aunque sigan sin aceptarlo. No pueden permanecer impasibles tras ese contacto físico. Hasta el insensible de Jordi se conmueve.

—Muchas gracias…, es… como si Maca estuviera aquí y en cualquier momento fuera a hacer su aparición estelar... Todo esto es tan ella, sus cosas, su entorno y tanto cariño me tienen desbordada —gimotea la hermana, sin dejar de apoyarse en los brazos de Ana Paula.

¡No puede negar el parentesco! Advierte la maestra mientras contempla a esa mujer, tres años menor que su hermana, con su corta melena castaña teñida de mechas y su vestido azul, más delgada, de aspecto angelical, rota por el dolor. Si bien la distancia geográfica las separaba —Rocío residía en el catalán barrio de l’Eixample, en Barcelona—, eran cercanas. Macarena no cesaba de hablar de la benjamina de la familia y de sus sobrinos.

—Oye linda, me convendría verte... Bueno, verlos a Ernesto y a ti. Hay algo de Maca que les quiero contar —dice Ana Paula.

—No me asustes, por favor… Demasiadas emociones en tan poco tiempo… Espera, mi cuñado está por allí —dice. Eleva la mano y gesticula con la palma alzada para que se acerque. Laura aprovecha el momento para apartarse, necesita ir al baño.

“¡Vaya papelón!”, reflexiona Jordi. “Desde luego, Bosi, sabes que estoy aquí por ti, te lo debo… Batallar con esto me está resultando más difícil de lo que hubiera podido imaginar. Donde quiera que estés puedes burlarte de mí si con este pensamiento consigo sorprenderte”. Han localizado a Ernesto, y Jordi no le quita ojo. En apariencia, domina la situación gracias a su porte aristocrático y elegante, su savoir faire y su diplomacia. ¿Por qué debería ser extraño? El eminente doctor Ernesto Ros no ha hecho otra cosa en su vida. La medicina, sepultada en favor de las relaciones públicas y la gestión, no ha barrido el tratamiento de doctor. Tampoco para Ana Paula es pan comido, confía en que la asistencia de Rocío mitigue un poco la soberbia del facultativo.

El viudo, del que Macarena estaba separada, llega junto a ellos, los repasa frío y ciego como si fueran marcianos. Se dirige a su hermana política:

—Dime, Rocío.

—Ernesto, mira, aquí tenemos al fiel escudero de Maca, Jordi Gutiérrez, y Ana Paula Nebot, su profesora en el curso de escritura. ¿Sabías algo?

—Jordi —dice, seco—. ¿Qué tal, Ana Paula? Sí, me enteré cuando empezó hace meses —contesta, al estrecharles la mano. Un cierto nerviosismo se refleja en su mirada esquiva. Enciende un cigarro.

—Gusto en saludarte, Ernesto. Quisiera ofrecerte mis condolencias...

—Gracias —responde áspero—. ¿Cuándo podré leer la novela de Maca? ¿La tienes tú, no?

—Ernesto, lo platicamos más adelante…

—¿Cómo? ¿Tú estabas al corriente del proyecto de mi hermana? —pregunta Rocío perpleja—. ¡No me lo puedo creer!

La maestra observa al viudo que sin parar de fumar y con la mano temblorosa, se muestra incómodo y huidizo. “¿Cómo no iba a estarlo en una situación así? Por mucha apariencia de fiesta, es un velorio, las exequias de Macarena”, medita. Incluso se compadece de él, siente un punto de lástima a pesar de que el esposo no le cae bien. “¿Qué tendrá con Jordi? Su rostro se ha tensado sólo con verlo”.

—Ernesto, Ana Paula quiere hablar con nosotros —informa Rocío.

—Ah, sí. ¿De qué se trata?

—Preferiría verles con más calmita… no creo que éste sea el momento… —expresa la profesora titubeante. El mariachi inicia su repertorio, los acordes de Cielito lindo penetran en la sala y todo el mundo empieza a cantar, como Macarena hubiera hecho. Acompañan las voces y suspenden las conversaciones. ¡Cómo le gustaba esa canción!

—Llámame al hospital y quedamos —decreta el doctor, a la vez que le entrega una tarjeta que saca de su bolsillo y da por terminada la conversación.

Jordi consigue acorralar dos minutos a Ernesto en lo que parece una discusión para los demás: miradas rígidas, cuerpos tensos, murmullo repleto de resentimiento. “¿De qué hablarán?”, piensa Ana Paula, al corriente de la animadversión entre ambos sin saber el motivo. Un invisible gong conduce a los presentes a tararear al unísono: “Canta y no llores…”, alzan las copas y ofrecen al cielo ese brindis necrológico por Macarena.

Laura se acerca, hace un gesto con un dedo en su reloj, lo que determina su intención de salir. Indica a su marido y a la instructora que ya ha firmado el libro de duelo en el estudio de Maca, y se dirige hacia el vestíbulo.

La puerta del estudio está abierta y dos personas, de pie, concentradas sobre el escritorio de madera anotan algo en esas luctuosas páginas. Mientras esperan fuera, un gato callejero baja la escalera y provoca que Ana Paula salga disparada hacia el sillón giratorio de Macarena. Al tratar de sentarse, las ruedas se desplazan, se enreda con el bolso y cae al suelo. Jordi, caballeroso, acude en su auxilio. La pareja que escribía se sobresalta por el estruendo que acaban de armar los nuevos visitantes. La maestra intenta enderezarse y recuperar la dignidad con una disculpa. Su insuperable fobia a los felinos le causa comportamientos irracionales.

Jordi cierra la puerta y se inclina ante el libro con su bolígrafo.

Ana Paula se acomoda en esa silla marrón de piel y se asegura de que las patas no se muevan. Un escalofrío le recorre el cuerpo con la sensación de usurpar el espacio de la española. “¡Cuántas horas has pasado aquí sentada! ¡Pinche vieja, cómo te extraño!”. Su olor está impregnado en los muebles, libros y papeles ordenados con meticulosidad. El cuadro de Vives Fierro, colgado a la espalda del sillón, muestra las imponentes columnas de la entrada principal del Palacio de Bellas Artes mexicano. Su computadora, en el centro del escritorio, está apagada. Un gran ramo de alcatraces blancos, en el jarrón cristalino que Ana Paula le regaló, un ejemplar de Memoria del paladar, una imagen actual de Macarena, delante, sonriente, con su melena corta al estilo de Angela Merkel, y el libro de condolencias ocupan el extremo derecho. Ni rastro de ceniceros. Le llega su turno, debe dejarle un mensaje a su amiga. Respira hondo, coge la pluma que está encima del texto y escribe:

“¡Ya no sufras, lo haré!”.

Con la mano de Jordi posada sobre su hombro, Ana Paula contempla inerte esa hoja de papel en la que acaba de garabatear su frase como si esperara una respuesta, aturdida y confusa. Macarena los hubiera querido allí, a pesar de la barrera de desapego infranqueable con Ernesto, su exmarido. En ese momento, sólo son dos personas vinculadas por la amistad y la memoria de alguien a quien quisieron, respetaron y admiraron. Pocas palabras son necesarias cuando la intimidad es cómplice de tantas horas vividas.

El canturreo de “Adiós, para siempre adiós”, se les clava en el corazón.

La maestra espera un par de días para llamar a Ernesto, el viudo. Confundida por la premura de la cita para esa misma tarde —le indica que Rocío tiene programado su vuelo de regreso a Barcelona en menos de una semana—, agradece, sin embargo, tratar cuanto antes el asunto pendiente. Va a ir sola. Jordi —compañero de fatigas y paño de lágrimas recurrente de Macarena— prefiere mantenerse al margen de esa conversación con el exmarido de su amiga tras ser testigo de sus desplantes.

Con un gran sobre manila entre los brazos, Ana Paula llega a la sala del que fue el hogar de Macarena. Rocío la recibe al pie de la escalera y Ernesto, sentado en el sofá que ocupa su lugar habitual tras la aglomeración del velatorio, se incorpora a su entrada. Su indumentaria es más relajada: la hermana en jeans y una camiseta, él sin corbata. Le sirven un café y mientras revuelve el azúcar con la cucharilla, da vueltas a su cabeza dispuesta a encontrar el modo más adecuado para describir su encargo, dirige la vista al sobre —pegado a su falda sobre sus rodillas—, como si algo le impidiera mirarlos de frente, al tiempo que ellos la observan expectantes. El doctor rompe el hielo y la interpela:

—Bueno, Ana Paula, tú dirás.

—Pues… Tengo aquí la novela de Maca, su proyecto más íntimo —explica mientras levanta el sobre con las dos manos y lo sujeta con fuerza como si no quisiera desprenderse de él—. Está casi acabada y su intención era publicarla.

Ernesto se incorpora y le tiende el brazo para que se la dé. Rocío le hace un gesto con la palma de la mano para que se siente y deje hablar a la profesora.

—Hombre, ¡por fin!... Tanto secretismo… —cuestiona el doctor despótico—. Me preocupan las tonterías que pueda haber en esas páginas.

—Calma, Ernesto, no seas impaciente y no interrumpas a Ana Paula. Mi hermana no deja de sorprenderme. Incluso ahora, que ya no está entre nosotros, me deja pasmada su desmesurado interés por las recetas… Primero, el manual de cocina, Memoria del paladar, y después otro libro…

—No, no te equivoques, Rocío. Su novela no tiene que ver con el mundo de la gastronomía.

—¡Es increíble! Yo me enteré en el funeral y no salgo de mi asombro. ¿Cómo trabajabais, Ana Paula? —quiere saber Rocío, anonadada—. Entiendo que lo hacíais juntas y por eso la tienes tú. ¿Redactaba o sólo te daba sus notas?

—A ver…, cómo les explico… Cuando Maca conoció a la chef mexicana, algo se despertó en ella y se lanzó a escribir. Impulsada por esas charlas regulares, decidió contar fragmentos en otra historia concebida en un universo distinto al suyo.

—¿Por eso el curso de escritura? —pregunta la hermana.

—Sí, así comenzó… Buscaba respuestas, reencontrarse consigo misma, y las ideaba en esos relatos nocturnos. Luego nuestra relación fue más allá del taller, la amistad se fortificó y me convertí en su mentora.

—¿Qué significa “su mentora”? —cuestiona el doctor.

—Pues quiere decir que ella escribía, seleccionaba, imaginaba, decidía el esqueleto de la obra y yo revisaba, corregía, sugería… De veras, fue un trabajo en equipo. Macarena me contrató para eso.

—¿Habla de nosotros? ¿Alguna mención a la salida forzada de España? —pregunta Ernesto, brusco, con un cigarro tras otro entre sus dedos, intranquilo, impaciente…, intenta apoderarse del sobre que Ana Paula no suelta.

—¿De ustedes? No. Maca era muy reservada y no me explicó el motivo de su llegada a México. En el libro, construyó dos historias ubicadas en España y en México, alejadas de su realidad cotidiana.

—¿Y dices que mi hermana te contrató? Suena muy raro, ¿no? —cuestiona Rocío, desconcertada por la actitud de Ernesto que olvida las formas y se comporta de manera grotesca.

—No, no lo es. Le sobraban las ideas y me embaucó con su proyecto. Me facilitó sus notas de revisión, justo una semana antes de ir a visitar a sus padres a Barcelona.

—Entonces, ¿te pagaba? —interroga Rocío.

—Sí, por supuesto. Me abonaba una cantidad mensual y acordamos que si se llegaba a publicar, camino para el que está enfocada la obra, mi nombre aparecería como colaboradora junto al suyo.

—Supongo que hasta habríais firmado un contrato formal, ¿me equivoco? —inquiere Ernesto—. Eso me demuestra que, sea lo que sea que tengas ahí, debe ser algo serio. ¿Me lo das de una puñetera vez?

—Serénese, doctor —exclama Ana Paula. Le entrega el sobre a Rocío para su custodia—. Y sí, supone bien…, a mí no me hacía falta, ella subrayó que si surgía alguna desavenencia, mejor evitar problemas.

—De sobras lo sé. ¡Hostia! Su necesidad de atarlo todo, prever lo imprevisible, así de cojonuda era Macarena.

—Ernesto, creo que te estás pasando. Tranquilízate, luego hablamos tú y yo. Me tienes que explicar algunas cosas, ¿no?... Perdón, Ana Paula, por las impertinencias, son muchos nervios… —justifica Rocío, avergonzada.

—Que no te dé pena, Rocío. El doctor está rebasado por la situación. El coraje no es conmigo. Aquí lo importante es darle curso a lo que quería y lo que Maca quería está en este sobre. Les pido de favor que nos centremos en eso.

—Yo he estado en su estudio y no me ha parecido ver nada con aspecto de ser una novela. Sus artículos, apuntes, cuadernos, el libro de cocina Memoria del paladar. De verdad que estoy perpleja…, debe estar almacenada en su ordenador. ¿Cómo la archivaría? Maca era la reina de las contraseñas. ¡Lo tenemos claro! —dice Rocío, sobrepasada.

—Eso ya no sé… Prueben con Turandot. De alguna manera, tuvo mucho que ver. Si les parece, les dejo la copia. La leen y cuando hayan tomado una decisión, me la comunican. Insisto, si me lo permiten, en las muchas ilusiones que había puesto en este borrador, los últimos dos años han sido intensos.

—¡Me cago en la leche! ¿Cómo que dos años? Yo pensaba en algo más reciente. Rocío, dame ese sobre.

—Tranquilo, Ernesto. El sobre es mío y con esa actitud no vamos a ningún sitio. Haré una copia hoy mismo para ti, no te apures. ¿Lo gestionarías tú, en persona? —pregunta.

Ana Paula asiente, suspira y recoge su bolso. Rocío, en un intento de calmar los ánimos, le pregunta:

—¿Y el título? ¿Cómo se llama la novela?

—Habíamos hablado de varios, de hecho hay una lista con cuatro posibles, no habíamos llegado a ese punto. Léanla primero, yo les hago llegar los escogidos y me dicen cuál han seleccionado. A Maca le hubiera encantado que lo decidieras tú… —remarca la profesora, con toda la intención de excluir al marido.

—¿Tienes alguno preferido? —quiere saber la hermana.

—Sí, claro que sí, pero no les voy a contar para no condicionarlos —responde al incorporarse—. Espero, entonces, noticias suyas… Comprendo que es muy reciente y que va a ser doloroso…, me gustaría dejar claro que no voy a aceptar modificaciones, ni explicaciones que Macarena no dio. Yo interpretaba sus notas, sus escritos para darles forma y centrar la historia.

Ana Paula aprovecha la circunstancia en la que Rocío la acompaña hasta la puerta de salida, en el nivel superior, para indicarle que Macarena estaba trabajando en los capítulos finales de la novela, así se lo había anunciado antes de partir. La maestra le confiesa que Ernesto no ha cesado de importunarla con la novela y que ella ni le ha dado pistas ni le ha contado que está incompleta, faltan esas últimas páginas. Rocío le explica que, desde que murió su hermana, custodia su ordenador portátil sin haberlo puesto en marcha una sola vez. No le había dado importancia al hecho de que su cuñado se lo pidiera en dos ocasiones. Se compromete a hacer un rastreo y acuerdan, por el momento, no decírselo.

“¿Dónde los guardaste?”, se pregunta la profesora.

Un mes después se produce la llamada de Rocío desde tierras catalanas a Ana Paula. Le adelanta la decisión que ha tomado con Ernesto de terminar la novela y publicarla, tal como Macarena había previsto y en los términos contractuales estipulados. Le indica que le remitirán a su domicilio los paneles que había elaborado y una caja con el material que ella ha seleccionado, incapaces de discernir sobre la utilidad o no para ese trabajo. La vivienda de Macarena ya está desmontada. “Hay muchas libretas de notas”, le dice la hermana. No ha encontrado o no ha sabido encontrar los capítulos finales. Lo ha coordinado con Jordi, con quien mantiene contacto frecuente. Por último, le informa que ha elegido el título, va a esperar a leer el final para comunicárselo. Ernesto, condescendiente y benévolo, le concede ese privilegio. La relación con él es casi nula, salvo por la insistencia en recuperar el ordenador de Maca. Rocío le traslada a Ana Paula los comentarios de Ernesto sobre la novela. Le ha dicho que no ha disfrutado de la lectura, al contrario, la ha calificado de bazofia, sin concebir por qué se va a publicar, “es un sinsentido ahora que ya no está”. Rocío le cuenta que no le ha dado opción, pero que, muy a su pesar, quiere permanecer informado y ver las páginas que faltan, sea quien sea quien lo escriba.

Transcurridos unos días desde la recepción de los enseres, la profesora está dispuesta a ocuparse en esa delicada y exigente labor. Extrae el borrador de Macarena, un “pen drive” con el archivo, su diario y varios cuadernos. Debe combatir la zozobra y meterse de lleno en esos apuntes. Ernesto, por teléfono, insiste en enterarse del final, la atosiga y la presiona para que la termine cuanto antes. Por fortuna, piensa Ana Paula, ignora que su exmujer sí acabó, aunque nadie sepa cómo, porque no hay manera de encontrar los anunciados últimos capítulos. Tiene que olvidarse de él.

La historia, el cómo y el por qué, la conoce: le dedicaron muchas horas. Los encuentros con Lorenza despertaron en Macarena la inquietud de contar parte de su vida y se convirtieron en fuente de inspiración para emprender esa odisea fabulada. Sin el libro de cocina de por medio, no la hubiera abordado; fue el pretexto al que se agarró para separarse de su realidad. De esas conversaciones surgió el deseo irrefrenable de escribir al mirarse en el espejo de la juventud de Lorenza y desnudar la suya propia. Noches enteras dedicadas a hurgar en el pasado a través de la ficción que conformaron lo que Ana Paula tiene entre sus manos.

Se decide por revisar las acotaciones —las acotaciones de la española—, que había hecho manuscritas en el borrador. Se impone imparcialidad: “es su novela y debe ser Macarena la dueña del relato, no yo”.

Graba el archivo en su computadora, realiza tres copias y las coloca en subcarpetas distintas, para utilizarlas en caso de que la tarea lo demande. Abre la que ha etiquetado como “Borrador-1”, la elección de la letra llama su atención. Una lágrima resbala por su rostro sin que pueda impedirlo. “¡Pinche Maca! ¿Por qué no estás conmigo?”. Macarena había cambiado la fuente de cada relato de modo intencional, sin que los argumentos en contra apoyados en la consistencia de los escritos sirvieran de mucho. Terca como nadie, continuó en su línea sin ablandarse: “La forma, sea lo que sea que uno haga, es poderosa, y a mí me gusta más así”.

Macarena se había tomado su tiempo antes de materializar sus notas, darles sentido y coherencia. Al coger uno de los cuadernos, a Ana Paula le parece oír su voz: “Quién sabe para qué me va a servir esto”. La construcción de su particular “catedral” —denominación que empleaba para referirse a su obra—: “No puede iniciarse por el tejado. Los cimientos deben ser muy sólidos para que la estructura no se caiga”. Leía de todo, buscaba modelos, estilos, personajes… Infinitas noches en vela hasta que se sintió con la confianza suficiente para cristalizar su reto, en ese particular y novel universo en el que se había introducido. Se sentía insegura y, por otro lado, no quería imitar a nadie.

Al contactarla, Macarena estaba inmersa en el bosquejo del libro práctico de recetas mexicanas tradicionales, para el que no precisaba ningún tipo de ayuda. Deseaba iniciar su propia aventura en la órbita de las letras.

La sacudida de los diálogos con Lorenza, el estímulo de descubrirse a sí misma y reinventarse la llevaron a salirse del camino trazado y la dirigieron al punto en el que se encontraba cuando murió. Ana Paula la creía capaz de hacerlo sola, sin embargo, a Macarena no le apetecía transitar por senderos inexplorados sin la mano de alguien en quien sujetarse. Los dos paneles de corcho, apoyados en la pared que tiene enfrente, reflejan los numerosos interrogantes que ese viaje interior sacaba a la luz; la noche —compañera de sus desvelos desde la adolescencia— y la soledad le proporcionaban el ambiente idóneo para esas reflexiones. Nombres verdaderos, nombres inventados, situaciones y recuerdos seleccionados para dotar de verosimilitud a este libro.

Macarena, compelida por las circunstancias, había hecho suya la frase de Quevedo: “Nunca mejora su estado quien muda sólo de lugar y no de vida y costumbres”, y a ello dedicaba su empeño. Reemplazó su Barcelona natal por un México que la albergó sin explicaciones, desarrollaba su labor periodística en una agencia de noticias del sector privado y había dejado atrás su trayectoria en el sector público. Se había olvidado de la responsabilidad y aislamiento de la dirección para formar parte de un equipo. Se había separado de su marido, vivía sola, comía picante, escuchaba rancheras (sin olvidarse de la ópera) y tendía puentes a nuevas actividades y relaciones acordes a las inquietudes vitales de su momento en el país de acogida.

El cursor en la pantalla de la computadora parpadea, Ana Paula se enfrenta a la primera página de tan especial encomienda:

Memoria del paladar

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