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MÉXICO Objetivos

La maleta de Lorenza duerme sobre la mesa del comedor de Catalina. En otro momento de su vida, ese objeto cotidiano hubiera sido suficiente para darle un empujón, la vitamina para curarla de su anemia de ilusiones. Sin poder apartar de su razón la brutal confidencia, sólo piensa en despejar incógnitas de esa cruel revelación; ese bulto se ha convertido en algo secundario. De súbito, su malestar y cuantos síntomas de tristeza se apoderaban de su existencia, se transforman.

El motor se ha puesto en marcha y Catalina aprieta el acelerador a fondo para recuperar sensaciones de antaño. Se dispone a afrontar el reto que ese fardo viejo representa; necesita respuestas. Lorenza no quiso que la abrieran, prefirió que la abogada se la llevara y más adelante, en Calamanda, lo comentaran.

¿Qué inventaría con esa maleta el gran mago de la palabra y prestidigitador Ramón Gómez de la Serna?, reflexiona la letrada. No hace mucho, llegó a sus manos una biografía del escritor, Automoribundia, y ese volumen la sorprendió con la extraña e ingeniosa afición de las conferencias-maleta: don Ramón se presentaba al auditorio con una valija, que con anterioridad había atiborrado de cachivaches y artilugios de toda índole, los extraía sin un orden preestablecido en función de su cínico sentido del humor, e improvisaba su discurso. Los asistentes se veían impresionados con el aleatorio y raro equipaje que cada vez era distinto. Ignoraban por qué derroteros iba a transcurrir la ponencia, que se innovaba en cada acto. La principal diferencia entre Catalina y el escritor estriba en que ella no ha escogido el contenido de la maleta y su intención no es desvelar a martillazos los secretos para llegar al fondo de las cosas. Desea buscar el alma de esos objetos, trasladarlos a su lugar en el tiempo y otorgarles la importancia que tuvieron para su dueña en algún momento de su vida.

El mandato es rarísimo, en sus manos está la intimidad de una persona a la que acaba de conocer y a la que ya está unida más allá del compromiso; la motivación y el lance que contiene esa maleta la llevaron a aceptar sin vacilar. El desafío de reconstruir esa alucinante historia, de investigar, de averiguar, la devuelve al mundo. ¿Y la confesión?, duda de su certeza. No quiere creerla… Se centra en la maleta.

Como le dijo la anciana: “No es más ciego el que no ve, sino el que no quiere ver. Yo no veo, pero siento, noto, percibo. Tú no aceptas la realidad que tienes y te resistes a darle un giro a tus días. Has resuelto estar ciega sin que la incapacidad física sea la causa”. Terminó su enérgica exposición con una frase de un filósofo griego, del que no recordaba el nombre: “No llega antes el que va más rápido sino el que sabe dónde va”.

“Debes encontrar tu camino”, le había impuesto al despedirse, “el que tú decidas”.

Catalina visitó ayer a Lupita para ponerla al corriente de las novedades y le preguntó, sin ambages, la razón por la que no había traducido la correspondencia de Lorenza: “No me lo ofreció”, había sido su respuesta. No le sorprende, ya ha experimentado en varias ocasiones que resulta más liviano confesarse ante un extraño que con algún allegado y considera que, quizás, a la cocinera no le apetecería compartir sus intimidades. Silencia la misteriosa revelación, duda de la certeza de la confesión y cuestiona la salud mental de la mexicana.

Lupita, al tanto de lo que acontece, corta el bacalao, pendiente de todo, y adivina que su compañera no se encuentra en ese estado de exaltación por la maleta, va más allá, consciente de la cantidad de información y cómo ha calado ese encuentro:

“Se ha juntado el hambre con las ganas de comer”, sentenció con sabiduría, “es la oportunidad para ambas”. El menú de opciones, reducido: “Lorenza, con muchas canas y discapacitada, en conserva; y tú, extraviada y sin dirección, una olla a presión susceptible de estallar en cualquier momento. Está bien, explota, no tengas miedo”.

Frente a la maleta, empuja los herrajes y levanta la tapa. “¡Madre santa!, qué hay aquí”. Huele a rancio y un ligero aroma de canela llega hasta su nariz. No ve de dónde proviene. Le da cierto reparo tocar ese abigarrado desorden. Tiene la sensación de entrometerse en ese espacio secreto que Lorenza ha querido compartir. En otra época, a ciencia cierta, Catalina lo habría hecho sin contemplaciones. Lo habría tildado de ñoñería en el caso de que hubiera aceptado. No, con certeza no lo habría aceptado porque la apartaba de sus rutinas.

Ese galimatías forma parte de una vida que ignora por completo. Un par de semanas atrás, no sabía ni quién era Lorenza y hoy su memoria está ante sus ojos. Está agitadísima, decide que Turandot y Puccini compartan ese momento de vehemencia. Escoge el aria de Liu, Signore escolta, como si pudiera dirigir esos impulsos irreflexivos hacia alguien y canalizar esa cascada de emociones incontrolables.

Cartas sin abrir, cartas abiertas, fotografías, algún trapito con letras bordadas, una bandera italiana y otra mexicana —casi hermanas—, recortes de periódico, algún libro de cocina, grandes cucharas metálicas y de madera, una rueda de carro de juguete, un mapa usado y rancio, tarjetas, cuadernos… Una figura llama su atención: se asemeja a la estatuilla de un “Óscar” de Hollywood vestida de cocinero, con un gran gorro blanco. La cara le recuerda a alguien sin lograr identificar de quién se trata. Hay fichas de recetas dentro de una caja de cartón, agrupadas en montones con cintas de diferente color, seis distintos. Encuentra un saquito de tela atado con una cinta de seda verde, pinchado con clavos de especia, que contiene ramas de canela.

Extrae con mucho cuidado pieza por pieza y las agrupa en la mesa por similitud. Empezará por los documentos, al fin y al cabo su trayectoria profesional ha estado inundada de papeles y eso le confiere cierta seguridad.

Unos sobres rugosos y gruesos de color marfil, de forma alargada y con una letra grande y legible: en el remitente, encuentra el nombre de Simonetta P. Giumello, sabe que la “P” corresponde a Puccini, porque Lorenza se lo explicó. Los aparta. Hay algún otro sobre cerrado, pero son de los blancos corrientes. Comprueba el reverso y como no es lo que busca, forma otro montón con ellos. “Esto, más tarde”, piensa.

Ocho son los sellados en Pisa, Italia, donde la mexicana vivió algo más de tres años. Intenta descifrar las fechas en esos sellos medio borrados por el paso del tiempo, para que la lectura tenga una continuidad. Abre el primero que data de 1993. Al extraer los dos folios de papel marfil, Catalina levanta los ojos y los dirige hacia los pliegos sobre el mueble y ve algunos muy parecidos, misivas abiertas dobladas con habilidad sobre sí mismas. Nueve más. “¿Qué será todo esto?”.

Tiene que desplegar sus dotes organizativas para clasificar las reliquias que ha encontrado. Está resuelta a seguir adelante, no se asusta, pasa a la acción y planifica los próximos pasos. No va a esperar a reunirse con la cocinera, sus recelos se han disipado al entrar en contacto con el contenido de la maleta. Actúa como si le hubieran puesto una inyección de moral, como si esos objetos inertes de súbito hubieran cobrado vida entre sus manos.

Tendrá que proveerse de carpetas, dossiers, libretas y alguna caja para guardar los objetos. Quiere examinar las recetas, en primer lugar, para adivinar si la separación por colores obedece a algún motivo específico o es puro capricho; y, en segundo lugar, determinar si son claras para poder trabajar sola o va a necesitar a Lorenza. Platos sencillos para las mujeres de hoy día que les faciliten la vida, es lo que había dicho. Con el resto, pretende escanear las cartas, catalogar los originales junto con los sobres, imprimir una copia y pegarlas en un cuaderno. Anotará lo esencial y apuntará las dudas que se le presenten para que Lorenza las despeje. Traducir al español las que lo precisen y archivarlas en el ordenador con un criterio cronológico, las grabará en audio para que las escuche las veces que desee. La relevancia está en el contenido, no en la serie encadenada de las misivas, eslabones de una historia que se apresta a rescatar.

La que inicia la serie es del año en el que la mexicana se marchó de Italia de vuelta a México:

Pisa, 1956

Mi querida Lorenza,

Cómo te echo de menos. Recogí tu carta en la consigna de la Stazione Centrale. Al fin ya me mudé, no soportaba más compartir el pequeño apartamento con mi madre.

Mi trabajo en el hospital me permite vivir, sin que me satisfaga. No desecho la idea de averiguar algo de Rodolfo, lo más probable es que no siga en Italia.

Pasé a la Trattoria a ver a tus parientes italianos, los Palaviccino, por si sabían de ti. Tu carta les llegó hace dos meses. Me dijeron que has abandonado la química y que pretendías abrir tu restaurante. ¿Lo has hecho?

Continúo con las investigaciones sobre mi familia. Qué pena que mi padre muriera y ya no pueda ayudarme. Conseguí una dirección en Montecarlo, su esposa no contesta mis cartas.

Catalina traduce y resume lo que le parece importante. Lo graba —ha echado mano de una vieja grabadora—, y registra en su cuaderno esas cuestiones que comentará con Lorenza en dos días.

En cuanto al boceto gastronómico, se llevará la caja entera. Los colores de las cintas corresponden a las categorías de los platos: aperitivos, entrantes, sopas, guisos, carnes y pescados. No hay postres. Es incapaz de hacer la selección de los platos; su criterio basado en sus gustos hispanos dejaría mucho que desear. Lo hará con ella, ya tiene algunas ideas.

Una necesidad imperiosa por compartir lo vivido la última semana dirige a Catalina a preparar la cena porque ha invitado a Oriol y a Luisa. Llegarán en unas dos horas y no quiere distracciones culinarias, esta noche, no. Ansía escuchar la opinión y los consejos que puedan darle para emprender su cometido. Es consciente de sus carencias y se siente insegura. Enciende el horno para que se caliente, mientras sazona una caña de lomo que va a untar de mostaza y brandi. Está claro que cenarán en la cocina. En el comedor no hay sitio, abarrotado como está por los objetos de Lorenza y la mesita del jardín está inutilizada por la incesante lluvia que riega la ciudad. También la irriga a ella de ideas, su cabeza no descansa, lluvia de planes y proyectos que la inundan, la desbordan y la fortalecen. Con decisión maquinal saca de la nevera alimentos: corta, pela, distribuye mientras tararea las canciones de Serrat “Penélope, con su bolso de piel marrón…”. Se pellizca y se asoma por la puerta para comprobar que todo sigue allí, como si lo que ocurre fuera producto de un sueño estrambótico.

Experimenta una sensación de gozo, de placer… Ese caos genera acción, ganas de vivir, de aprender. Se siente despertar de su aletargada existencia. ¡Cómo disfruta los días de lluvia! Con frecuencia, la gente se queja ante los aguaceros —lamentos que no revierten la situación—, se enfurruña, se contagia de gris y se complica el día antes de empezar. Ya de niña recibía reprimendas por su atracción irresistible a chapotear sin límite en los charcos, “el agua limpia el espíritu, pero con mesura” —le decía su madre—, y le encantaba salir a la calle con sus botas de agua y su paraguas. Los aguaceros no la habían limitado, al contrario, parecía recargarse de energía bajo truenos y relámpagos. La depresión generalizada, por el inicio temprano de la época de lluvias en México, parecía extenderse sobre la población como si de una epidemia se tratara. Ella no sólo era inmune a esa dolencia, sino que también le producía un inmenso bienestar. El agua la transportaba a su infancia, a sus padres tan lejanos, a risas y sermones, a Barcelona, a sus hijos pequeños, a su marido, al sexo bajo la lluvia… Nostalgia placentera que alimentaba tras los cristales mojados.

La urgencia de Catalina por mostrar el contenido de la maleta y explicar con atropello sus pretensiones, se ha evaporado tras la cena y dos botellas de vino. Oriol no entiende cómo se ha producido ese cambio con tanta rapidez. Se le escapa que Bosi se lance al vacío en un proyecto que, para él, resulta descabellado. Si bien, la enigmática fuerza que la mueve logra interesarlo en sus planes. Sabe que convencerla de lo contrario es una batalla perdida. Al menos le ha asegurado que seguirá con el trabajo en la revista.

El pragmatismo de Luisa desacelera los planes y consigue poner una medida al tiempo: “no tengas prisa”, le recalca.

—Aquí no hay un juez que te reclame un plazo. No seas necia, si ya has resuelto hacerlo, hazlo bien, de manera que te haga sentir cómoda, sin presión. Controla la novedad y la premura, establece criterios para materializar lo que sea que tú quieras alcanzar. Germánica como eres, no te costará fijar el cómo y ya modificarás sobre la marcha. No tienes por qué definir ahora, en este instante, todos y cada uno de los renglones. Busca ayuda para lo que se te atraviese y si te da el bajón, aquí estamos nosotros para apoyarte.

Oriol asiente al escuchar las palabras de su mujer, al igual que Catalina, sin interrumpir. Él no puede dejar de formular: “¿Para qué? ¿Qué pretendes con todo esto que te va a robar muchas horas, no te va a reportar dinero y por una persona que no conoces?”.

—No te puedo contestar esas preguntas, no me las puedo responder ni yo. Lo único que sé es que quiero hacerlo, que me apetece entrar en ese inédito mundo y dedicarle mis energías —afirma Catalina con contundencia—. Además, en el camino a casa de Lorenza se despertó en mí un recuerdo desagradable. ¿Te suena de algo el nombre de Calamanda?… —interpela vacilante—. Resulta que vive en un pueblecito que se llama así. ¿Te lo puedes creer? Es como si fuera una señal, si tenía algún reparo se ha esfumado.

Oriol parece encogerse en la silla, empieza a ladear su cabeza y niega sin parar, suspira, resopla, se levanta, incapaz de pensar con lucidez:

—Bosi, ni se te ocurra pedirme algo así. ¿Te has vuelto loca?

—No, no es locura… Ahora que ya estoy dentro va a ser imposible apartarme de esto. O quizá sí haya en mí un punto de demencia y requiera un desbarajuste tan descomunal para que a partir de las cenizas, cual ave Fénix, resurja y pueda empezar algo nuevo por rudo que resulte el camino.

—¿Te estás escuchando? ¿Pretendes regresar a esa paranoia? Me niego a participar en algo así —dice Luisa, severa—. Remover el pasado no te va a traer, no nos va a traer más que disgustos. Oriol y yo conseguimos olvidar ese episodio. No me interesa.

—No, claro que no deseo volver atrás, no era mi objetivo…

—Quien juega con fuego, se quema y no quiero —afirma Oriol, tajante—. No es el momento y tu ridículo proyecto nos va a hacer daño a todos.

—Te va a lastimar profundo y no sabes las consecuencias. Una vez que entres y abras la puerta, ya no vas a poder salir, es así… —deplora Luisa—. Y, de rebote, a nosotros por empecinarte en querer trasladarnos a una pesadilla. Ahora, tu verás, Oriol y yo logramos empezar de cero sin secuelas, ¿puedes tú decir lo mismo?

—Lamento que os lo toméis así. Asumo que todo esto es impulsivo, irreflexivo, ilógico. Ni yo misma me reconozco. Desde hace unos meses, no sé quién soy y me siento arrastrada por la corriente, sin control. Pocas veces he tenido delante un acicate tan preciso. Respeto que no queráis involucraros porque todo terminó para vosotros. Si os soy franca, os voy a echar de menos en este viaje que voy a continuar yo sola.

—Lo considero una soberana estupidez, Cata. Si lo tienes tan claro, y es tu última palabra, espero que también aceptes que lo vas a hacer sin nuestra participación —sostiene Oriol, rotundo—. En Barcelona no pudimos ni escapar ni elegir y para nosotros fue un suplicio del que nos costó mucho recuperarnos. ¿Por qué no lo descartas? Es ridículo y no me vengas con cuentos chinos de que te saque las castañas del fuego si estás de trabajo hasta el cuello. No comparto que te vuelques en Lorenza, en su libro, con todo, puedo entender el aliciente, la novedad y el compartir los temas culinarios… Por otro lado, esa absurda terquedad tuya de rememorar un ayer prescrito, te va a costar muy cara. ¿Por qué no recapacitas y te limitas a ayudar a la cocinera en su historia?

—Demasiado tarde. El destino me desafía con este guante y ya lo he recogido. Calamanda.

Memoria del paladar

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