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III

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B. Friedan se percató de estas cuestiones, y de su toma de conciencia nace el segundo libro, La segunda fase (1980), que supone un reconocimiento público de las insuficiencias del feminismo por ella alentado, así como una serie de críticas contra los otros feminismos que crecieron a la par (fundamentalmente, el feminismo radical).

En esta obra utiliza el mismo método de encuestas y análisis psicológico-social que ya había empleado anteriormente; hay, pues, continuidad metodológica en su obra, así como continuidad teórica, pues el sustrato ilustrado-liberal también permanece, aunque ahora adopta otra modalidad: la del «liberalismo del bienestar»15, denominado así por defender cierto grado de intervencionismo estatal tanto en la esfera económica como en instituciones clave (educación, sanidad, ayudas sociales). Se trata de una corriente de pensamiento liberal y feminista que acepta también ciertas medidas de discriminación positiva.

El problema central que articula esta obra es el de la doble jornada: el de las dificultades con que se encuentra aquella mujer que accede gustosa al mundo laboral pero que, al mismo tiempo, sigue siendo ama de casa; situación que se complica más aún cuando se tiene en cuenta que esa mujer pretende desarrollar las dos labores con la máxima perfección posible. En estas circunstancias la mujer hace de sí misma una «supermujer» (superwoman), con lo cual, ante tan tremenda e impracticable autoexigencia, se le generan serios problemas de identidad: por un lado, no quiere renunciar a lo conseguido en la esfera pública, pero, por otro, tampoco quiere renunciar a la familia.

A esto hay que añadir el hecho de que las mujeres están peor pagadas que los varones aun cuando desempeñen el mismo trabajo, y tienen muchas más dificultades a la hora de conseguir puestos de relevancia, lo cual significa que se ha conseguido el derecho formal al trabajo en igualdad de condiciones, pero que no hay auténtica igualdad, más aun, no se ha conseguido igualdad material ni en lo público ni en lo privado.

Según la autora, la solución a esta cadena de problemas que, a su juicio, preocupan al feminismo de los 80 pasa por «una revolución en la vida doméstica» y por un cambio radical de todas las instituciones públicas (políticas y sociales), pues no se puede sacrificar ni la familia ni el trabajo ya que ambas cosas constituyen deseos irrenunciables de un gran número de mujeres. Dicha revolución de la vida doméstica buscaría alcanzar una igualdad material en el ámbito privado mediante el reparto de todas las tareas domésticas susceptibles de ser compartidas, y las que no entran en ese grupo habría que convertirlas en asuntos de responsabilidad pública (lo cual exige la inmediata ampliación del número de guarderías, la creación de comedores y lavanderías comunitarias, etc.). Friedan estima, además, que hay un novum que posibilita esta propuesta, a saber, encuentra que los varones están sensibilizados por la vida familiar y reconocen en ella un ámbito que les reporta satisfacciones, lo cual hace que se tomen interés por el mismo; y del interés supone Friedan que podría nacer cierta tendencia a la participación en las tareas domésticas. Sin embargo, contemplada esta tesis a la luz de la experiencia, ya entonces resultaba excesivamente optimista, pues, al margen de proferencias verbales y declaraciones bienintencionadas, la cultura occidental no ha modificado su estrato simbólico lo suficiente como para asumir que las mujeres no sean necesariamente las únicas responsables de la reproducción y el mantenimiento en el ámbito privado de los miembros de la familia. No obstante, la lejanía de su realización práctica no aminora el interés y la pertinencia de la propuesta.

De otro lado, Friedan sostiene la necesidad de redefinir el concepto de familia, pues tal y como era presentada en La mística de la feminidad era inasumible para las feministas. A esto añade, de nuevo haciendo gala de su optimismo, que tal redefinición no le parece difícil puesto que existen signos de que ya se está llevando a cabo. Ahora el concepto se entendería en un sentido amplísimo16, dada la proliferación de formas de vida familiar (familias monoparentales, parejas homosexuales, etc.) que existen junto con las tradicionales. Este nuevo sentido plural que Friedan da al concepto de familia es —a su juicio— perfectamente coherente con los deseos de las mujeres feministas que no quieren renunciar a ella, dado que la institución familiar (entendida en sentido amplio y plural) es una fuente de satisfacciones psicológicas que refuerzan la identidad individual.

Junto a ello, encuentra que es absolutamente necesario rehacer las estructuras sociales, cosa que afectaría tanto a las instituciones económicas (privadas y públicas) como a la de otra naturaleza. Semejante reforma estaría guiada por la exigencia de que se tenga en cuenta las dificultades generadas por el hecho de que existen familias y son la base de la sociedad. Para ello sería preciso, entre otras cosas, que las asociaciones de mujeres de base presionen al Estado reclamando medidas de intervención y de acción o discriminación positiva.

Así pues, puede observarse, como decíamos arriba, que el feminismo de B. Friedan presenta con estas tesis un cambio desde el formalismo estrictamente liberal de su primera época hasta unas propuestas más cercanas a lo que en Europa se denomina «socialdemocracia». De hecho, pone como ejemplo a seguir el camino emprendido en el Estado de Suecia por las feministas de este país escandinavo17. Sin embargo, su giro ideológico es moderado, pues mantiene el individualismo como noción central en su teoría. Desde luego es indiscutible que en este segundo libro la autora muestra una mayor sensibilidad por las cuestiones que atañen al bien común o por soluciones comunitarias a problemas aparentemente individuales. No obstante, prevalece un individualismo todavía abstracto para el que los seres humanos son sujetos autónomos que eligen sus fines de forma libre y aislada (al margen de su contexto social y, a veces, de sus apetencias y deseos), lo cual hace de esos fines algo bueno en sí mismo18.

Este individualismo se dobla de lo que desde el feminismo socialista se ha denominado un «dualismo normativo»19, según el cual las funciones y actividades de la mente son mejores que las del cuerpo, dado que las corporales no son específicamente humanas. Para el feminismo socialista, por el contrario, las experiencias diarias contradicen tal valoración, de donde se deriva que somos totalmente dependientes (incluso a la hora de elegir nuestros fines) de nuestras necesidades fisiológicas y psicológicas, las cuales sólo se verían satisfechas con la existencia de una comunidad que articulara nuestros deseos y fines individuales con vistas al bien común.

El interés y la pertinencia de estas críticas está fuera de toda duda, pero habría que tener en cuenta otro aspecto del problema: no es infrecuente que en nuestras sociedades contemporáneas a las mujeres se nos intente reducir sólo a las funciones corporales (que en general son valoradas como se cundarias); de ahí que, aunque este aspecto no hay que olvidarlo ni para mujeres ni para varones pues todos somos cuerpos, tampoco hay que reivindicarlo como única fuente de identidad, pues, además de pecar de reduccionismo, ya se nos reconoce a las mujeres y además en su versión devaluada. Más bien habría que seguir reivindicando lo que no se nos reconoce como fuentes de identidad (las actividades racionales de la mente, que capacitan para el ejercicio del poder y de la autoridad) y, al mismo tiempo, analizar y reinterpretar el hecho de que somos cuerpo.

En cualquier caso, el ya aludido giro del pensamiento de Friedan tiene dos caras: la ya citada, de índole más programática, y otra que apunta más bien a la discusión interna dentro del feminismo. Desde esta segunda perspectiva se puede decir que el paso de su primera obra a la segunda es entendido por ella misma como el paso del análisis de «la mística de la feminidad al de la «mística del feminismo». Por «mística del feminismo» entiende un fenómeno del que hace responsable al feminismo radical y sus análisis de la situación de las mujeres mediante la categoría de patriarcado20. Consiste en haber dado una definición cerrada e inamovible de lo que es el feminismo y la mujer feminista y, en consecuencia, en haber convertido ambas definiciones en un mito no susceptible de cambio y transformación. En esta medida, el feminismo sería responsable en parte de la situación de las mujeres en ese momento, pues se habría convertido en una retórica que polariza la lucha política feminista en términos de «todo o nada», esto es, o familia o igualdad. Esta postura criticada por Friedan sería la responsable de convertir al feminismo en un movimiento puramente reactivo y poco eficaz. Nótese como el apunte crítico de Friedan no se dirige tanto al fondo teórico del feminismo cuanto al grado de eficacia de sus acciones. Es una crítica propia de una intelectual liberal, que atiende más a cuestiones de eficacia que de verdad, coherencia o corrección.

Tal falta de eficacia le vendría a ese feminismo, que ella tacha de retórica puramente reactiva, por dejar el tema de la familia en manos de grupos conservadores o incluso reaccionarios, los cuales —a su vez— han generado su propia retórica y acusan a todas las feministas de rechazar la familia e intentar destruir la sociedad. Como consecuencia el feminismo habría perdido fuerzas, porque muchas mujeres no militantes que podrían simpatizar con él se alejan asustadas de la radicalidad que se les achaca con éxito a las feministas. Semejante efecto es grave porque afecta de manera directa a luchas concretas tan relevantes como la discriminación positiva, el aborto, etc. Ahora bien, lo que Friedan deja sin contestar es por qué la retórica reaccionaria tiene más éxito que la retórica feminista si ambas son retóricas. Un análisis (que, como ya indicábamos, no se encuentra en Friedan) de la incidencia del patriarcado en las relaciones sociales como relaciones de poder podría arrojar luz sobre esta cuestión.

Así pues, concluye Friedan, hay que conseguir una modificación del feminismo para alcanzar el cambio del sistema. Y la modificación que propone tiene como horizonte llegar a ser una actividad política de corte humanista, que recoja el factor de participación personal activa propio del movimiento feminista, pero que se centre no sólo en procurar la satisfacción de los intereses y necesidades de las mujeres, sino también de los varones21.

No sería exagerado calificar como precipitada esta propuesta de sustitución del feminismo por una política humanista neutra en cuanto al género, dado lo alejada que queda una situación de igualdad real que permitiera ejercer a todos los individuos, en condiciones al menos similares, un humanismo político neutro. Sin esa situación, sustituir el feminismo por un humanismo conlleva el peligro de enterrar los intereses de las mujeres bajo unos supuestos intereses neutros de toda la humanidad tal y como la definen las élites dominantes, mayoritariamente compuestas por varones, blancos, con alto poder adquisitivo.

Pero enlacemos ahora con el aspecto programático antes señalado, pues tiene su interés teórico. Desde esta cara de la cuestión dos son los centros de atención de la autora: la ley del aborto y la ERA22. En primer lugar, de nuevo considera que los cambios sociales pasan por reformas legales, lo cual pone de manifiesto que Friedan no ha dejado de ser liberal. Pero, en segundo lugar, afirma que para conseguir el gran cambio en el sistema, que incluiría la ley del aborto y la ERA, se precisa que el feminismo deje de ser reactivo, pues juzga necesario ganarse a los sectores más sensibilizados del grupo opuesto (esposos, eclesiásticos progresistas, los sectores más abiertos del Partido Republicano...). Habría que conseguir, pues, que las feministas aparecieran públicamente con una imagen mejorada: más dialogantes y más dispuestas al consenso.

En esta dirección Friedan presenta en su libro un nuevo método de pensamiento y de relación social que debería ser adoptado por las feministas: el llamado método «beta» frente al método «alfa». Afirma del último (el alfa) que es el que culturalmente se ha definido como masculino, sin que ello signifique que lo sea esencialmente (Friedan es una crítica del esencialismo en todas sus versiones). Es un método agresivo, directo, racional; el preponderante en Occidente. Por su parte, el método beta lo ejercen tanto varones como mujeres y tiene rasgos de lo que tradicionalmente, culturalmente, se ha asociado con lo femenino: mayor flexibilidad, predisposición a pactos y acuerdos.

A juicio de Friedan el feminismo habría adoptado hasta ese momento el método alfa, pero ya entonces lo más útil era adoptar el beta23. Como buena liberal que sigue siendo, vuelve a apelar a la utilidad antes que a la verdad. Así, por ejemplo, argumenta que en la lucha a favor del aborto hay que cambiar la retórica por razones puramente utilitarias y, por tanto, hay que decir que se lucha por el derecho a elegir tener hijos para lograr mayor bienestar en la familia y no por simple egoísmo.

De esta propuesta quizá se podría decir que vuelve a pecar de un excesivo optimismo, pues aunque resulta sumamente interesante (y, de hecho, ha obtenido buenos resultados políticos), no obstante con ella la autora parece olvidar que hay situaciones en las que no cabe el acuerdo ni el diálogo. En estos casos el método beta puede resultar insuficiente.

Cabe añadir que este segundo libro guarda continuidad con el primero y no hay razones para afirmar que Friedan se desdice en él de las tesis defendidas en La mística de la feminidad. No renuncia a su primer feminismo, más bien considera que, como movimiento social, debe modificarse y adaptarse a las circunstancias (que, ciertamente, son —como en su primera obra— estadounidenses y propias de la élite de clase media o media/alta y blanca).

Desde el punto de vista conceptual, aunque se modifica el concepto de igualdad al dejar de ser entendido en términos meramente formales, la continuidad se observa, por ejemplo, en el ya señalado mantenimiento de la raíz liberal de su pensamiento y, sobre todo, en su mala relación con la categoría de patriarcado. En La segunda fase sigue teniendo problemas de comprensión con dicha categoría y continua presuponiéndola subrepticiamente; sigue pensando que hay que cambiar unas estructuras que oprimen a las mujeres qua mujeres, pero no concreta en qué consisten ni cuáles son esas estructuras. Por ejemplo, reclama de nuevo una lucha organizada de las mujeres no a título individual, sino a través de organizaciones civiles con el objeto de desmontar la oposición a ERA, y considera que en esa lucha conjunta deben participar todas las mujeres (y los varones dispuestos a ello) al margen de raza, clase o ideología, pues encuentra que esa es la única manera de que hagan valer su fuerza. Sin embargo, no analiza qué razones podía haber detrás de la oposición a ERA, y sin análisis de ese tipo se conocen mal las situaciones y se evalúan mal las posibilidades de éxito de determinados cursos de acción política. Por todo ello y para concluir, cabe añadir que en el feminismo de B. Friedan late un problema de asimetría entre la potencia de sus propuestas prácticas, la brillantez de ciertos diagnósticos y el corto alcance de sus análisis teóricos: al ser subrepticia la teoría y estar poco desarrollada, la práctica queda oscurecida.

Teoría feminista 2: De la ilustración a la globalización

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