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2 LO PERSONAL ES POLÍTICO:
EL SURGIMIENTO
DEL FEMINISMO RADICAL Alicia H. Puleo 1. ORIGEN Y PRINCIPALES RASGOS
DEL FEMINISMO RADICAL

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«Lo personal sigue siendo político. La feminista del nuevo milenio no puede dejar de ser consciente de que la opresión se ejerce en y a través de sus relaciones más íntimas, empezando por la más íntima de todas: la relación con el propio cuerpo»1. Con estas palabras, Germaine Greer, una de las feministas más leídas en todo el mundo, subraya la necesidad de retornar a una de las convicciones más profundas y revolucionarias de un movimiento de liberación que ha cambiado la faz de las sociedades modernas.

Muchas preguntas formuladas por mujeres audaces hace más de treinta años siguen siendo ajenas a la mayor parte del colectivo femenino: ¿Nuestros deseos, fantasías, decisiones, temores e ideales estéticos sobre el propio cuerpo nos pertenecen o son el producto de un sistema de relaciones entre los sexos que nos oprime? ¿Otro mundo es posible, en el que no exista la constante dominación masculina que no desaparece (y en ocasiones incluso se incrementa) entre los idealistas contestatarios, llámense de izquierdas, okupas o antiglobalización? ¿Hasta qué punto el conocimiento es neutro y objetivo o ha sido configurado con un 1 sesgo masculino? ¿Cómo puede conquistarse la verdadera libertad?

Las nuevas generaciones tienen, quizás, cada vez más difícil la tarea de desentrañar la lógica de los lazos opresivos porque la tendencia de las sociedades de consumo es acercarse a lo que he llamado «patriarcado de consentimiento» al tiempo que se alejan del modelo coercitivo del antiguo «patriarcado de coerción»2. La represión es suplantada por una aparente libertad en la que los propios individuos, en este caso las propias mujeres, se esfuerzan denodadamente por alcanzar las metas prefijadas del sistema (cánones de estética, seducción, éxito, etc.). Ya no se apela a la prohibición. Basta con el consentimiento no informado o alienado, el desesperado anhelo que cierra los ojos ante las desventajas del modelo preconizado por los medios de comunicación. Tampoco se discrimina por sexo en las leyes. Simplemente se deja actuar la inercia estructural, apenas erosionada por enfáticas políticas de igualdad, no por ello menos necesarias para reducir los desastrosos efectos de la doble jornada, del desigual estatus y acceso a los recursos de hombres y mujeres, etc.

Conviene, pues, volver a reflexionar sobre la dimensión política de nuestros cuerpos y nuestras vidas. No por casualidad una de las vías de investigación del feminismo radical de total actualidad es el estudio sobre mujeres y salud del Colectivo de Mujeres de Boston llamado Nuestros cuerpos, nuestras vidas3.

El feminismo radical, en sus diversos grupos, se origina en los movimientos contestatarios de los años 60 del siglo XX. En su teorización del sexo como categoría social y política, el modelo racial es clave para analizar las relaciones de poder entre hombres y mujeres. Si, como había de mostrado la crítica al racismo, la relación entre las razas es política, la conclusión será que también lo es la relación entre los sexos. La emergencia del Black Power como inicio de las políticas de la identidad en Norteamérica marcó de manera decisiva la militancia feminista. También en Europa, las teorías que circularon al calor de los movimientos de descolonización fueron muy influyentes (Fanon y Menmi, particularmente). En Francia, desde finales de los 60, destacan los trabajos pioneros de la feminista radical materialista Colette Guillaumin sobre la relación conceptual entre racismo y sexismo4. Guillaumin, con sus agudos análisis, se dedicó a combatir la tendencia tradicional a naturalizar y ontologizar los rasgos identitarios que resultan de la relación dialéctica de dominación.

En EEUU, cristalizó como resultado de la insatisfactoria respuesta dada a las reivindicaciones feministas de las militantes en el Movement, nombre que recibían dos organizaciones: SNCC (Students Nonviolent Coordinating Committee), agrupación antirracista fundada por estudiantes negros y blancos en 1960) y SDS (Students for a Democratic Society), fundada en el mismo año por demócratas, social-demócratas y anticomunistas que privilegiaban el análisis de la dominación psicológica y cultural sobre el de la explotación económica. En ambas organizaciones, las mujeres habían conseguido tener una experiencia política pero terminaron encontrando los mismos prejuicios y la inmemorial división del trabajo que los jóvenes daban por superados en tales círculos contestatarios. La ruptura entre los sexos se produce de forma clara en 1967, durante la National Conference for New Politics cuando las resoluciones de los grupos de discusión de las mujeres apenas fueron consideradas por la presidencia de la convención. Jo Freeman y Shulamith Firestone, futuras líderes feministas, pidieron, entonces, para las mujeres el 51 por 100 de representación en los votos por constituir ese porcentaje de la población. Solicitaron también que la convención condenara los estereotipos sexistas vehiculados por los medios de comunicación, el matrimonio, las leyes de propiedad y divorcio y que se manifestara a favor de la información anticonceptiva y del aborto como formas de control de sus propios cuerpos por parte de las mujeres. La presidencia rechazó la petición, aduciendo no tener tiempo para debatirla. Evidentemente, no consideraba esos temas suficientemente «revolucionarios» e «importantes». Tras esta decepción, el grupo de Chicago publicó un manifiesto titulado To the Women of the Left que llamaba a la secesión, inspirándose en la actitud tomada por los afroamericanos del SNCC que el año anterior habían abandonado el ideal integracionista, acusando a los compañeros blancos de paternalismo. El separatismo de las feministas radicales surge, pues, de una de las muchas experiencias históricas de decepción con respecto a causas políticas emancipatorias que han negado el reconocimiento y la reciprocidad a las mujeres.

Esta nueva forma de feminismo se define como radical porque, según la etimología de este término, se propone buscar la raíz de la dominación. Será radical en su teoría y también en sus formas intempestivas, tan propias de la época que lo vio nacer, años en que circulaba por las calles de Nueva York el manifiesto Scum5 de Valérie Solanas, texto subversivo insólito y único en que se mezclan lucidez y locura.

El feminismo radical se diferencia del feminismo liberal reformista que sólo (para escándalo de muchos, sin embargo, en aquel momento) pedía la integración de las mujeres en el mundo capitalista del trabajo asalariado y de la cultura. También se distingue de una izquierda patriarcal que no reconocía la legitimidad de las reivindicaciones de las mujeres y cerraba los ojos ante el poder masculino ilegítimo existente dentro de los mismos movimientos revolucionarios.

Cabe señalar que, además del tránsito por los movimientos de izquierda, existe un componente sociológico importante que distancia a las radicales del feminismo liberal: la edad. Sus militantes son jóvenes y solteras. De ahí que se trate de un movimiento más audaz que reivindica la sexualidad y el aborto, cuestiones que NOW no se había atrevido a tratar.

Aunque los ejes temáticos y la forma de abordarlos varía mucho entre las diferentes corrientes y las distintas teóricas radicales, destacaré algunos puntos comunes: la utilización del concepto de patriarcado como dominación universal que otorga especificidad a la agenda militante del colectivo femenino, una noción de poder y de política ampliadas, la utilización de la categoría de género para rechazar los rasgos adscriptivos ilegítimos adjudicados por el patriarcado a través del proceso de naturalización de las oprimidas, un análisis de la sexualidad que desembocará en una crítica a la heterosexualidad obligatoria, la denuncia de la violencia patriarcal, en particular aunque no exclusivamente la sexual, y, finalmente, una sociología del conocimiento que será crítica al androcentrismo en todos los ámbitos, incluidos los de la ciencia.

El feminismo radical se separa de la izquierda tradicional por su atención a las relaciones de poder no originadas por la explotación económica. Así, por ejemplo, Anne Koedt, en Politics of the ego consideraba que la supremacía masculina tenía su origen en la necesidad masculina de obtener satisfacción psicológica del ego, lo cual, posterior y adicionalmente, tenía consecuencias económicas. La dominación precedía a la explotación. El análisis feminista radical de las relaciones entre los sexos se apoya en la definición amplia de política, común en la New Left. El poder ya no reside sólo en el Estado o la clase dominante. Se encuentra también en relaciones sociales micro, como la pareja. Algunas teóricas, como Kate Millet, acudirán a Max Weber para la definición de dominio como posibilidad de imponer la voluntad propia sobre otros. Como recuerda Amelia Valcárcel6, a mediados del siglo XIX, el concepto de patriarcado cambia su signo (de positivo e idílico a negativo y explotador), pero sólo en los años 60-70 del siglo XX, con el auge militante y el desarrollo teórico del feminismo, el patriarcado será concebido en términos de estructura de relaciones de poder. De esta manera, el feminismo radical, con su noción de patriarcado como sistema político es una respuesta a las posiciones de la izquierda que consideraba «el problema de la mujer», o «la condición de la mujer», como se solía decir en esa época, como algo secundario que se solucionaría automáticamente con la supresión del capitalismo.

El concepto de género fue introducido para distinguir los aspectos socio-culturales, construidos, de los innatos, biológicos (sexo). Desarrollado por el análisis feminista como un sistema de organización social basado en el control y la dominación sobre las mujeres, género no tiene un carácter meramente descriptivo como en algunos usos de la psicología o la antropología. Es un elemento crítico destinado a facilitar la desarticulación de las relaciones ilegítimas de poder.

Ya he señalado que la tematización de la sexualidad separa al feminismo radical del liberal. Las feministas radicales no son las sufragistas puritanas del siglo XIX que pedían pudor a los hombres en vez de liberación sexual para todos en aquel ingenioso lema «votes for Women and Chastity for Men». Pero muchas de ellas denuncian la retórica de una revolución sexual definida en términos masculinos que, en palabras de Ann Koedt, traía más carne fresca al mercado del sexo patriarcal.

Aunque no suele reconocerse en la historia oficial de las ideas, el feminismo radical fue pionero en considerar la sexualidad como una construcción política (véase capítulo de Celia Amorós sobre Shulamith Firestone y capítulo de Kathleen Barry sobre el feminismo radical). Antes de que un pensador tan famoso y aclamado como Michel Foucault criticara la «hipótesis represiva» o creencia de que la sociedad se limita a reprimir la líbido, Kate Millett y otras pensadoras feministas radicales habían identificado la construcción patriarcal del deseo y del objeto del mismo. Algunas feministas radicales se manifestaron como heterosexuales, es el caso de Germaine Greer. Otras, como Kate Millett7 en 1970 en un reportaje del Time Magazine produjeron gran escándalo en su momento, introduciendo claramente el tema de la bisexualidad y el lesbianismo en el movimiento feminista.

Esta tematización crítica de la sexualidad dará origen a un feminismo lesbiano que considerará que el amor entre mujeres puede y debe ser un acto político de liberación. En base al ideal de una sexualidad igualitaria, rechazarán la pornografía y el sado-masoquismo entre lesbianas por considerarlos patriarcales y tenderán a identificar feminismo y lesbianismo. A diferencia de las lesbianas feministas que consideran su lesbianismo como una opción sexual entre otras, Sheyla Jeffreys, una de las teóricas del lesbianismo político, criticando lo que considera tendencias esencialistas y liberales dentro del movimiento lésbico de los 90, reivindica el «enfoque construccionista social radical que puede resumirse en el lema de los años 70 «Toda mujer puede ser lesbiana»8. Esta concepción llevará a Monique Wittig9 a afirmar que las lesbianas no son mujeres porque «mujer» es una categoría que existe en relación al hombre. Las mujeres no son seres naturales sino productos políticos de la dominación. Por eso, las lesbianas, desde esta perspectiva, serán como los cimarrones, aquellos negros esclavos que huían de las plantaciones caribeñas y vivían escondidos en la floresta, libres y liberados de su condición. La polémica sobre la sexualidad dividirá profundamente al feminismo en los años 80, enfrentando a sus diversas tendencias en la caracterización de las identidades feminista y lesbiana, la cuestión de la ética sexual y el grado de coherencia exigible a la militancia feminista (véase capítulo de Raquel Osborne). El lema «lo personal es político», muy fértil como punto de partida para un análisis de la vida cotidiana, dio lugar en ciertos sectores del movimiento a una interpretación rígida que terminaba invirtiendo los términos al introducir un único código de conducta y de estilo para la «verdadera feminista». La preocupación obsesiva por estos aspectos terminaría por reducir lo político a lo personal.

Las feministas radicales trabajaron profusamente el tema de la violencia. Susan Brownmiller, en Against our Will, realiza un estudio sociológico e histórico de la violación como política patriarcal. Esta obra muestra las potencialidades del enfoque del patriarcado como sistema para superar la visión anecdótica y patologizante de este delito. La violación no aparece como acto aislado de un individuo enfermo, sino como control patriarcal, particular toque de queda para todo el colectivo femenino que ve reducida su movilidad: habrá lugares y horarios en los que no se aventuran las mujeres decentes. Desde una perspectiva social, los fenómenos se entienden también por los resultados que producen.

La radical materialista francesa Colette Guillaumin, por su parte, considerará la violación y el acoso sexual como expresiones de una apropiación colectiva definida como «pertenencia de la clase de las mujeres en su totalidad a la clase de los hombres en su totalidad». Esta forma de apropiación entra en colisión en ocasiones con la apropiación privada representada por el matrimonio, institución en la que una mujer pertenece a un hombre determinado. Así explica Guillaumin la tradicional reticencia de la opinión pública y los jueces a condenar a los violadores si la víctima no demuestra ser una mujer «honesta» y el crimen cometido no es ofensa al honor del marido o, en su defecto, del padre o hermano.

La perspectiva de género permitirá al feminismo no sólo denunciar la discriminación y exclusión sexistas sino también realizar una revolución, aún inconclusa, en la sociología del conocimiento. La pertenencia de sexo, como anteriormente la de clase social, pasa a ser una variable a considerar cuando se analiza el sesgo del saber10. La feminista radical Catharine MacKinnon, en un pasaje de su libro Hacia una teoría feminista del Estado, se refiere al androcentrismo o sesgo masculino de la cultura, de manera sencilla y elocuente: «La fisiología de los hombres define la mayor parte de los deportes, sus necesidades de salud definen en buena media la cobertura de los seguros, sus biografías diseñadas socialmente definen las expectativas del puesto de trabajo y las pautas de una carrera de éxito, sus perspectivas e inquietudes definen la calidad de los conocimientos, sus experiencias y obsesiones definen el mérito, su servicio militar define la ciudadanía, su presencia define la familia, su incapacidad para soportarse unos a otros —sus guerras y sus dominios— define la Historia, su imagen define a dios y sus genitales definen el sexo»11. El desarrollo de la crítica al androcentrismo ya en los 70, como una más de las vertientes del revolucionario lema de los 70 «lo personal es político», originará la búsqueda de una ginecología alternativa, menos agresiva e invasiva, más holista, que cristalizará en ese imprescindible manual ya citado Nuestros cuerpos, nuestras vidas y otras obras de similar inspiración12.

La sofisticada epistemología feminista que cuestiona actualmente el paradigma científico y tecnológico de la Modernidad occidental tiene sus orígenes en esa crítica radical al androcentrismo. La revelación del sesgo masculino de la cultura establecerá importantes puntos de contacto con el pacifismo y la ecología y dará lugar al surgimiento de una nueva corriente del feminismo: el ecofeminismo (véase capítulo sobre Ecofeminismo de este mismo libro).

En las líneas que siguen, me referiré a algunos aspectos de la obra de dos importantes figuras del feminismo radical: una de ellas norteamericana, Kate Millett, la otra australiana radicada en Gran Bretaña, Germaine Greer. Mientras que Sexual Politics, el libro que consagró a la primera, es un ejemplo del feminismo radical racionalista y constructivista, la evolución de G. Greer es representativa de algunos sectores del feminismo radical que, en su crítica al androcentrismo de la Modernidad, han terminado por idealizar rasgos y conductas originados por el patriarcado tradicional. La focalización en estas dos figuras no pretende agotar la riqueza y enorme variedad del feminismo radical. Como bien señala Alice Echols13, la heterogeneidad de puntos de vista existente en los años 70 no se conoce si nos limitamos a una o dos de sus representantes. Pero esta relectura nos puede ayudar a recordar algunas de las ideas clave de este pensamiento que ha revolucionado la cultura occidental.

Teoría feminista 2: De la ilustración a la globalización

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