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En La mística de la feminidad, como he avanzado antes, analiza la situación de sometimiento y dominio que pesaba sobre las mujeres estadounidenses de la postguerra, y lo hace abordando esta problemática situación a través del aspecto psicológico-social de la cuestión de la identidad. En el contexto que ella analiza, mediante información obtenida a través de entrevistas personales, estudios sociológicos y psicológicos, las mujeres aparecen definidas y narradas única y exclusivamente como amas de casa: esposas y madres; a esto se reducen las fuentes de su identidad personal. Además, se consideran de suyo desinteresadas por todo lo que ocurre fuera de los muros del hogar, por todo lo que tiene que ver con «la cosa pública». Tal y como lo presenta Friedan, estas mujeres eran víctimas de lo que hoy llamaríamos una heterodesignación3, esto es, una designación de su identidad que las mujeres no se habían dado a sí mismas, sino que les venía ya elaborada e impuesta por otros. Sin embargo, tal heterodesignación era aceptada con gusto por la mayoría de las mujeres, cosa lógica puesto que aquéllas que realizaban otra opción, las mujeres de carrera (que estudiaban y ejercían una profesión), no eran consideradas por la sociedad auténticas mujeres, dado que no se ajustaban al estereotipo de lo que una mujer era y debía ser.

El conflicto, no obstante, nacía precisamente en las mujeres que aceptaban la herodesignación, pues se encontraban con que los papeles que se les habían asignado no colmaban sus energías, no desarrollaban sus potencialidades ni saciaban sus aspiraciones en tanto que individuos (pues ellas se veían como tales). Además, todo esto era reprimido por las propias mujeres. De aquí que desarrollaran problemas relacionados con la represión, con —valga la expresión— un no estar a gusto en la propia piel. Este es el conocido como «problema que no tiene nombre» (con palabras de Friedan), así llamado porque el gran número de las mujeres de esa época que lo padecían, aun sabiéndolo ahí, eran incapaces de nominarlo.

Según los datos aportados por Friedan, el problema se manifestaba en múltiples patologías psicológicas, todas autodestructivas: ansiedad, alcoholismo, desmedido deseo sexual, neurosis o, incluso, suicidio. Las patologías eran tan notables que muchos psicólogos del momento repararon en ellas, pero la única explicación que ofrecieron (y que B. Friedan impugnará) apuntaba a trastornos inherentes a la misma naturaleza de las mujeres, a la condición femenina. Frente a esta idea y la imagen esencialista de las mujeres que conlleva y para la que Friedan no encuentra justificación, argumenta que «el problema que no tiene nombre» ha sido imbuido interesadamente en las mujeres a través del estereotipo de identidad antes mencionado.

En contra de otro grupo de psicólogos también ocupados en el tema, considera que no se trata de un problema sexual, si bien puede generar epifanías patológicas de este tipo. Tiene en común con los problemas de carácter sexual la estructura represiva, pero aquí lo que se reprime no es la sexualidad (como fue el caso en la época victoriana), sino el desarrollo de la identidad personal, del propio yo. Su solución, pues, tampoco podrá ser de índole sexual.

Finalmente, descarta que se trate de un problema vinculado a la clase social o a la formación de las mujeres; lo muestra mediante sus estudios de campo. Dada su extensión, Friedan consideró que era un problema común a todas las mujeres estadounidenses y, en esa medida, su solución exigía una reacción de todas y cada una de ellas.

Teoría feminista 2: De la ilustración a la globalización

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