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PASADO

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Podría haber esperado un tiempo. Debería haber intentado disimular las ganas que tenía de salir de casa de sus padres y desconectar un rato. Carmen observó cómo su hermano se dirigía como un rayo hacia la puerta sin despedirse.

Discutió con sus padres una vez más. Lo habían contratado en un conocido restaurante vegetariano del centro de Palma y a sus padres la noticia no les había sentado muy bien. Mario solo quería ganar un sueldo con el sudor de su frente, sin tener que recurrir al ahorro de sus padres o tirar de la herencia de su abuela. Juan Antonio y María del Mar seguían insistiéndole a su hijo que debería retomar los estudios para ser abogado, tal y como su padre había hecho cuando era joven. No veían con buenos ojos que Mario hubiera adoptado esa postura bohemia y rebelde que no encajaba con la familia.

Cada decisión tomada por Mario era una decepción constante para sus padres. Sus planes eran totalmente contradictorios a los deseos de la familia. Si por ellos hubiera sido, Mario sería uno de los más reconocidos abogados de las islas Baleares, postergando el apellido Amengual generación tras generación, tal y como habían hecho sus padres, y los padres de sus padres… Vamos, que eran una familia adinerada y capitalista que lo único que le interesaba es que su apellido siguiera siendo uno de los más reconocidos de la isla. Bastaba con ver su hogar: un caserón en mitad de una finca rodeada de palmeras, higueras, limoneros y naranjos muy cerquita d’Es Coll d’en Rebassa.

Pero Mario nunca había querido ser abogado, sino traductor. Los idiomas era algo que le apasionaban fervientemente. Su afición le vino por los videojuegos, dado que, en España, la mayoría de ellos suelen llegar localizados en inglés con subtítulos en castellano, cosa que Mario agradecía ya que ayudaba a poner en práctica su aprendizaje. También disfrutaba de la mayoría de las series en su versión original, tal y como hacía con el cine. Le apasionaba. Sus dos diplomas de inglés tipo C2 y alemán tipo A1 lo demostraban. Su sueño había sido ser traductor de videojuegos, pero, por desgracia, era un trabajo con pocas salidas en la isla y que, en su mayoría, ya estaban ocupados. Así que decidió recorrer otra senda totalmente distinta: la noche. Otra de las cosas que Mario amaba con total devoción. Para él, era uno de los mejores momentos del día. Tener todo el silencio reunido para concentrarse en temas que reclamaban totalmente su interés como la lectura, la escritura, la traducción de escritos, documentación sobre civilizaciones perdidas… Se pasaba horas frente a su ordenador buscando información, indagando en blogs, páginas de Internet, periódicos digitales extranjeros y todo cuanto se le pusiera por delante con un simple clic. Pero Mario era realista. Sabía que no hay recompensa sin esfuerzo, y si aspiraba a ser alguien en la vida tendría que currárselo. Trabajar de verdad, no seguir soñando. Quería aprovechar parte de la herencia que le había dejado su abuela Isabel cuando murió cuatro años antes. Su objetivo: montar un bar de copas para costearse la oportunidad de ser… ¿naturalista? Tal vez. Lo único que tenía claro es que necesitaba viajar, vivir experiencias y absorber información de todos los rincones del mundo. Y para eso hacía falta dinero. Mucho dinero. Al fin y al cabo, era su meta a corto plazo.

Carmen no lo entendía. No apoyaba a su hermano. ¿Tan difícil era comprender que Mario era un inconformista? Cuando le dio la noticia a su hermana de que el fin de semana entraría a trabajar en aquel restaurante de camarero casi le da un patatús. Decepcionada, mostró su disgusto. E incluso se hizo la sorprendida. Claro, como ella estudiaba en el colegio privado de mayor prestigio de Palma y, presumía de ello, no estaba en sus planes que tuviera un hermano que quisiera ser un simple camarero. ¿Qué pensarían sus amigos? ¿Su familia? Mario estaba cansado de aguantar la misma historia una y otra vez. Juan Antonio, su padre, le había reprochado una y otra vez que era la oveja negra de la familia; por otra parte, María del Mar, su madre, siempre había apoyado a su marido. No aceptaría que tuviera un hijo con las ideas tan claras. Pensándolo bien, era normal, nunca había tenido la oportunidad de elegir por ella misma. Sus padres también provenían de familias acaudaladas y ya se sabe, de la mentira, comerás, con la verdad, ayunarás.

¿Por qué debía aguantar tanta crítica y tanta estupidez de su familia? ¿Cuándo recibiría Mario un poco de apoyo? Era inconcebible. Mario estallaría en cualquier momento, pero, mientras tanto, lo mejor era huir a un lugar mejor.

Por eso no disimuló su enfado cuando cerró la puerta de un portazo. Se puso los auriculares para evadirse de la realidad y comenzó a caminar.

Recorrió el casco antiguo de Palma en dirección al Paseo Marítimo. En una de aquellas rurales e intrincadas calles —cerca de la plaza de la Mercè—, observó a una anciana sentada en cuclillas vestida con traje oscuro y pañuelo con flores estampadas envolviéndose el cabello, ambos muy sucios. En una mano sujetaba un vaso de plástico y en la otra… Bueno, en la otra no tenía mano, solo un muñón. La anciana vagabunda presentaba arrugas en cualquier recodo de su rostro, y observaba con ojos atormentados a Mario, que se mostraba reacio a ese tipo de personas. La señora susurraba algo que Mario no lograba entender, quizá por el hecho de llevar los cascos con su música preferida puestos, o bien por el hecho de que aquella anciana no hablaba español a la perfección. Aunque el que agitara un vaso de arriba abajo para hacer sonar las monedas que había dentro lo traducía directamente en lenguaje universal. Mario leyó el lema del cartel de cartón que había improvisado la vagabunda y que rezaba así: «Echa monedo para comer. a tu sobra, a mi falta. Mi familia agradece, tus sonreír todo el dia». A Mario le invadió la melancolía. ¿Qué historia ocultaba aquella anciana? ¿Sería cierto que necesitaba monedas, o sería una pantomima más de personas que se hacen pasar por vagabundos? Los tiempos habían cambiado, y Mario no se fiaba ni de su sombra. Sin embargo, se rascó el bolsillo y le depositó tres monedas de dos euros en el vaso. La señora le dio las gracias con un guiño y Mario sonrió. El lema había funcionado.

Corrió durante dos horas por el Paseo Marítimo. Uno de los grandes paisajes que regalaba Mallorca. Dio un tour por la Almudaina y La Seu —o también catedral de Santa María de Palma de Mallorca—, enormes edificaciones que custodiaban las antiguas murallas romanas y renacentistas de la ciudad. Sin embargo, era el templo gótico levantino lo que embelesaba a Mario. La belleza de la catedral no tenía parangón, podía pasarse minutos contemplando cada una de sus esquinas mientras escuchaba Tubular Bells de Mike Oldfield por los auriculares.

Mallorca era un paraíso. Siempre se lo había dicho a sí mismo. Pero mientras meditaba sobre el significado de aquella frase, sentía punzadas en el pecho. Quizás y solo quizás, no era el paraíso que la vida le tenía reservada.

Era su primer día de trabajo. Por la tarde, se vestiría de traje para servir platos en el mítico restaurante vegetariano de Plaza de España. Para recargar energías, necesitaba una buena charla con alguien de confianza. El primero que le vino a la cabeza fue Álex, pero lo descartó de inmediato, ya que apenas lo conocía de un día. ¿Por qué habría pensado directamente en él? Estaba claro que Mario había visto en él a una persona en la que se podía confiar. Cosa poco común, pero solía tener buen ojo para ese tipo de situaciones. Traspasaba a las personas más allá de su propia apariencia. El segundo fue Kovak, pero también lo descartó. Solía estar tan ensimismado en sus propios problemas que de poco servía que Mario le contase los suyos. Así que finalmente optó por alguien con mayor experiencia en la vida. Mario quería saber si su decisión había sido la más acertada para todos, así que acudió al consejo de su abuelo Matías.

Bastón en mano, Matías abrió la puerta de su casa, una planta baja situada en pleno centro de Palma. No hizo ni un amago de sorpresa al ver a su nieto, tan solo levantó levemente las cejas, una de sus tantas señas de identidad.

—Dichosos los ojos que te ven, Mario —saludó su abuelo.

—Yo también me alegro de verte, abuelo.

—¿Qué? —se quejó Matías—. Con el tiempo que llevas sin pasar por aquí, ¿te regodeas de mí?

—Abuelo… Que nos conocemos. No he podido venir antes. —Mario apretó los labios, incómodo—. ¿Vas a dejarme pasar o me vas a repasar la cartilla en la puerta?

Su abuelo se apartó y ambos se dirigieron al salón.

—Ve tú delante, que yo ya no tengo las rodillas como antes —comentó a su nieto—. Anda, pórtate como un buen nieto y sírveme un vermut.

—Abuelo, vas a comer dentro de poco. ¿No puedes esperar?

—No me seas rancio y sírveme. Con estos años encima uno no está para perder el tiempo.

Mario cogió la botella que siempre tenía preparada en la encimera de la cocina. Cogió un vaso pequeño y se lo sirvió. Observó a su abuelo. Un anciano con las arrugas suficientemente marcadas por el paso del tiempo y la experiencia, su vestimenta tampoco le rejuvenecía, vestía con un atuendo grisáceo y marrón, y una boina negra en la cabeza. Reposaba las manos en esa incipiente barriga redonda, mientras miraba la televisión. Su bastón estaba cerca de la butaca donde descansaba y se cubría las piernas con una manta de punto color granate. «Un anciano en una casa anciana», pensaba Mario. Aunque tenía un jardín con varios limoneros y múltiples plantas, y unas vistas impresionantes de la playa más concurrida de Palma, era mucho más acogedor estar dentro de esa casa donde almacenaba multitud de recuerdos de su infancia. Eso le hizo sonreír.

—Te echaba de menos, abuelo —dijo sin borrar la sonrisa de su rostro.

—Sí, claro. Se nota —se quejó el anciano—, por eso llevas dos meses sin verme.

—Han pasado muchas cosas últimamente.

—Ahora entiendo para qué has venido —dijo el anciano pegándole un trago al vermut.

—Vamos, abuelo. Solo puedo contar contigo. Eres el único que me entiende.

—A ver… —Matías recapacitó. El enfado siempre era algo provisional cuando se trataba de su nieto—. Cuéntame. ¿Qué pasa? ¿Otra vez problemas en casa?

—Algo así… La verdad, no sé por dónde empezar.

—Se empieza por el principio —dijo su abuelo con cierta sorna.

Mario no se hizo esperar.

—Hace meses que ando barajando ciertas posibilidades. Hoy es mi primer día de trabajo como camarero en el restaurante vegetariano que está en Plaza de España. Debería estar contento o nervioso, sin embargo, no siento nada. No dejo de pensar por qué mis padres siguen desaprobando mi decisión. He estado ilusionado desde que me llamaron para decirme que había sido seleccionado, hace ya dos días, pero hoy… Cuando se lo he dicho a mis padres, no se lo han tomado nada bien. Mamá me ha mirado con una cara de «te voy a matar como aceptes» y papá… papá me miraba fijamente a los ojos y me hace sentir la peor de las personas instándome a llamar al restaurante para decirles que no quiero ese puesto. No lo entiendo, abuelo. ¿Sabes qué es lo peor? —le preguntó más con la mirada que con la voz—. Carmen. Es mi hermana, sí, pero me saca de quicio. No puede evitar darle la razón a papá en todo. Claro, ella quiere ser abogada como papá, así que hace todo lo posible para ser su ojito derecho. Mamá, como siempre, calla y asiente, eso es lo peor, pero no se da cuenta de que así hace más daño que si dijera algo. Carmen se ha convertido en una persona muy estúpida. Ya sé que está mal que hable así de mi hermana, pero es lo que pienso. Quiere conseguir a toda costa ser la mano derecha de papá, postergar el apellido Amengual. Llevar el bufete cuando papá se jubile. Lo sé, se le nota en la mirada. Yo soy la oveja negra de la familia, está claro, pero es que, abuelo, yo no sirvo para ser abogado.

—Eso es cierto, no lo puedes negar —opinó Matías.

—¿A qué te refieres con eso de que «no lo puedes negar»? —preguntó su nieto con cierta desazón.

—Que no sirves para ser abogado porque estarías aceptando ser algo que no eres. Tú estás hecho de otra pasta. ¿No lo ves? Aunque hayan pasado dos meses desde la última visita, sigues viniendo. Tus padres llevan medio año sin pasar por aquí. Siempre envían a alguno de sus criados cuando me hace falta algo. Con Carmen es distinto. Carmen es una persona muy influenciable y se deja pisotear por tu madre. Esa arpía. No sé cómo mi hijo decidió casarse con semejante insulto. Pero bueno, todavía habrá que darle las gracias, si no, no hubierais nacido vosotros dos. A lo que iba, que me ando por las ramas. Tu madre solo piensa en conseguir más poder, y está demasiado ocupada pensando en el qué dirán, por eso pisotea e intenta influir sobre las decisiones que toma tu padre. Hace lo mismo con tu hermana. Si por ella fuera, la empresa la llevaría Carmen. Pero tú no eres como ellos.

—¿Y cómo soy? A veces ni yo mismo lo sé…

—Ambicioso. Soñador. Elocuente. —A Mario le sorprendió la rapidez con la que contestó su abuelo—. Aunque a simple vista no lo veas, está todo relacionado. Si tú llevaras el bufete Amengual te sentirías encerrado en esas cuatro paredes de tu despacho. Y no me cabe duda de que serías el mejor abogado de todos. Inteligencia tienes de sobra; entereza, también; decisión, quizá un poco. Pero seguirías buscando algo con que complementar tu vida.

—¿Crees que eso es malo? —Mario no disimuló el temor de formular la pregunta.

—Nunca hay que temer lo que uno siente —contestó su abuelo sin apartar la vista del televisor. Mario le acarició el brazo e hizo un ademán para que lo apagara. Su abuelo cedió y continuó consolando a su nieto. Esta vez sin la interrupción constante de los anuncios televisivos—. Voy a ser más claro: nunca dejes de soñar. Que nadie te robe los sueños, ni tampoco te los dejes robar.

—A veces me siento tan perdido…

—Estar perdido es sinónimo de ser inconformista. Eso nunca puede ser malo.

—Entonces, ¿crees que he tomado una buena decisión?

—Mario, te voy a contar una historia y quiero que me escuches con atención. Si tras escucharla decides que has tomado una mala decisión te la volveré a contar, pero narrándote otro final. ¿Estás preparado?

Mario asintió, ansioso por escuchar la historia de su abuelo.

—Bien, allá va:

»Mallorca también estaba en guerra. Puede que la Guerra Civil asolara toda la península ibérica, pero aquí en Mallorca, la guerra se sentía por igual, hasta diría que con más intensidad. No olvidamos nuestras raíces, nuestros antepasados, los payeses que labraban la tierra para darnos de comer ya las pasaron canutas. Cuando las milicias desembarcaron en las costas de Mallorca mis padres se temieron lo peor. Siempre habían tenido un sueño: regentar una cafetería en pleno centro de Palma. Un sueño que se vio truncado por tropas, bombarderos y los cañones que asolaban cualquier fachada que se cruzara en su camino. Hacía apenas tres meses que habían inaugurado la cafetería. Una cafetería reformada con cariño y con los ahorros que les había aportado trabajar de sol de sol en las tierras de la isla labrando para cosechar patatas. El Bar Nacional. Así se llamó durante un período de tiempo muy corto.

Yo todavía era un renacuajo, así que todo aquel desfile de balas para mí era como ver una película bélica de la época, pero el sufrimiento que denotaban las caras de mis vecinos… Eso a uno se le queda grabado para siempre. Un triste día, mis padres cerraron el bar a su hora habitual y me propusieron que les ayudara a organizar el sótano para el día siguiente. Es curioso cómo te puede cambiar la vida en una fracción de segundo. Mi madre sujetaba una caja de botellas entre sus manos, mi padre estaba apoyado en una columna mientras se fumaba un cigarro y yo… Bueno, yo me quedé paralizado. Oí un zumbido que sobrevolaba por encima de nuestro edificio. Luego se hizo un silencio atroz. Después se oyó una explosión, para pasar a otro silencio más aterrador. El polvo cubrió toda la estancia. El silencio hizo hueco a la tos. La bodega ya no estaba tan oscura, ahora entraba cierta luz que se filtraba entre las nubes de polvo… A todos nos sangraban los oídos. El mundo se había derrumbado y nosotros estábamos dentro. Mis padres, con gran rapidez, acudieron a mi lado para abrazarme. Cuando fuimos conscientes de lo que había ocurrido, mi padre escaló sobre un montón de escombros a la planta baja, pero no la reconoció en absoluto. ¡La cafetería ya no estaba! En su lugar había polvo, hierro, tierra y fuego. Mi padre se dejó caer al suelo y observó la escena. La calle donde siempre había deseado tener su ansiada cafetería ya no la reconocía. Poco a poco comenzó a recuperar el sonido… Y ya comenzaron a escucharse los primeros lamentos de nuestra barriada. Recuerdo ver a mi padre de rodillas, llorando, maldiciendo a todo cuanto tenía a su alrededor —que no era otra cosa que almas en pena—, y cuando nos vio… Oh, cuando nos vio. Nos agarró con tanta fuerza que apenas podíamos respirar. Le habían arrebatado su sueño, la cafetería tal y como la recordábamos hacía escasos minutos ya no existía, pero seguíamos los tres con vida. Mi padre se aferró al milagro como clavo ardiente.

Podría haber desistido, o resistirse a ser valiente, pero nos cogió a los dos de la mano y nos dijo: «Podrán bombardear Palma, destruir nuestro hogar, pero jamás nos arrebatarán nuestras ganas de vivir, nuestro trabajo y nuestras esperanzas. Construiremos otra cafetería. Os lo prometo».

Pasaron los días, y descubrimos que la casa de mis abuelos había sido víctimas de más bombardeos y cañonazos, ya que compartían barrio. Mis abuelos habían desaparecido junto a nuestros hogares. No teníamos a donde ir, así que acudimos a uno de tantos refugios que había en el subsuelo de la ciudad. La Cueva del Moro, le llamaban algunos. Los túneles se comunicaban entre sí en la mayoría de los comercios y así fue cómo pudimos sobrevivir durante aquellos tiempos aciagos.

Años más tarde, mi padre lo volvió a intentar. La guerra terminó y mi padre unió fuerzas junto a los vecinos para reconstruir el barrio. Gracias a su esfuerzo y al de cientos de personas más, Palma se convirtió en lo que hoy en día podemos ver por las calles. Una capital de isla digna de mención como reclamo turístico.

El apoyo de los ciudadanos fue decisivo para generar nuevos ingresos. Mis padres empezaron de nuevo. Tu bisabuelo se hizo un hueco en la construcción y lo llegaron a conocer como un albañil de prestigio. Madre hizo lo mismo con la costura. Consiguió abrirse paso como modista en una tienda de la calle Aragón que actualmente ha desaparecido. Yo también arrimé el hombro. Cuando crecí lo suficiente, dejé los estudios y comencé a ofrecer pólizas de seguro. Los tiempos que corrían nos hizo ganar mucho dinero y ahorrar lo suficiente para construir un nuevo sueño… El resto ya lo sabes. Conocí a tu abuela Isabel y todo cambió un poco.

Mario se quedó pensativo. Era la primera vez que su abuelo debía contar aquella historia. Aunque siguiera teniendo la mirada fija en el televisor —el cual seguía apagado—, pronunciaba, con una vibración especial aquellas palabras.

—… Bien, ahora ya he desarrollado la trama de la historia —continuó el anciano—. Ya solo queda contarte el final.

Matías pegó otro trago al vermut para hacer una pausa.

—La primera conclusión es la siguiente: mis padres y yo reunimos todos nuestros ahorros y montamos una nueva cafetería. El apellido Amengual se había extendido como la pólvora por toda la ciudad. Así es como bautizamos nuestro nuevo hogar: Cafetería Amengual. Nuestra historia cautivó y colmó de esperanza los corazones de los palmesanos, así que, muy rápidamente, la cafetería creció y creció y mis padres pudieron cumplir, una vez más, el sueño de servir el mejor café de Palma. Aunque como siempre sabes, después de la calma llega la tempestad y tuvimos que vender la cafetería porque mi padre estuvo a punto de entrar en quiebra tras las deudas que nos generó el estreno del nuevo bar. Fue pues, cuando la cafetería Amengual, cambió de seudónimo y de postor, y nosotros invertimos en otra cosa. Mis padres ya se habían hecho lo suficientemente conocidos en la ciudad como para hacerse notar. Pero sus ambiciones llegaban más lejos. Querían defender al pueblo que los había acogido, así que idearon un plan. Un buen día mi padre se levantó más animado que de costumbre y nos preguntó «¿y si creamos un bufete de abogados?». Tu bisabuela sabía el trato tan injusto que habíamos recibido tras el traspaso de la cafetería. En cierto modo, nos vimos obligados a aceptar aquellas ridículas cláusulas dado que la guerra había hecho estragos por toda la ciudad y no estaba el horno para bollos, pero ¿y si hubiera alguien que luchara por los derechos y sueños de todos los palmesanos? A mi madre no le pareció una idea descabellada. Fuimos pioneros. Creamos un imperio para defender los sueños, y para ayudar a los que podían hacerlos posibles. Y ahora te pregunto yo, Mario, ¿qué es lo que deseas hacer tú?

Después de haber vivido la historia de su abuelo como si fuera la suya propia, tragó saliva y se aclaró la voz. Necesitaba salir de su ensimismamiento, así que, sin previo aviso le cogió el vaso de vermut a su abuelo y le dio un buen trago.

—Creo que he tomado la decisión correcta —dijo Mario sin parar de parpadear—. Es lo más justo.

—¿Lo más justo para ti? ¿O para todos? —preguntó su abuelo.

—Para mí —aunque Mario contestó escuetamente, fue sincero.

—Entonces, ¿ya lo tienes decidido?

—Sí, ¿pero no crees que es un acto egoísta por mi parte?

—¿Qué sentirías si no lo hicieras?

—Que me estoy fallando, y de cierta forma, también estaría fallando a las personas que creen en mí.

—Eso es lo que pensó mi padre cuando subió por aquel montón de escombros y vio su cafetería derruida. Si no hubiera tomado la decisión de continuar hacia delante, habría fallado a toda esa gente que necesitaba esperanza. Mi padre ofrecía café, pero era una metáfora de insuflar esperanza en los corazones rotos. De algún modo u otro, alguien tenía que volver a levantar el bar, ¿no crees?

—¿Qué fue lo que le impulsó a continuar? —preguntó Mario con media sonrisa.

—Supongo que vernos con vida después de la explosión de aquella bomba. —Ahora Matías miraba a su nieto a los ojos —. No voy a juzgar a tu padre por no aprobar que quieras ser camarero cuando podrías ser el mejor abogado de toda Mallorca, él cree que es lo correcto para ti, pero tampoco voy a juzgarte a ti por querer seguir tu propio camino.

—Gracias, abuelo —dijo Mario emocionado—. Muchas gracias.

Mario hinchó de aire sus pulmones. Meditó y barajó sus opciones. Su abuelo le había hecho replantear la forma en la que tomaba sus decisiones. Quizá por ello lo respetaba tanto. Cuando lo sopesó a conciencia, se levantó decidido a irse. Ya era hora de prepararse para aquella tarde. Él tenía el control de su vida.

A medida que se acercaba a la puerta hizo balance de todo cuanto le había explicado su abuelo. Entonces, cuando ya llegaba a la puerta, retrocedió sobre sus pasos.

—Abuelo —incidió Mario—, antes me has dicho que la historia tenía dos finales. ¿Cuál es el otro final? Es solo por curiosidad.

—La segunda conclusión es que mis padres y yo montamos el bufete de abogados justo después de terminar la guerra.

—¿Te refieres a que no vendisteis la segunda cafetería?

—No —sonrió su abuelo—, me refiero a que nunca hubo segunda cafetería.

—En cualquier caso —meditó el nieto—, la historia termina igual.

—Así es, pero su recorrido es diferente. A veces queremos recorrer un camino directo al triunfo, pero no tenemos en cuenta todas las variantes con las que nos podemos encontrar. En la primera conclusión tuvimos que trabajar duro para que el apellido Amengual fuera uno de los más reconocidos de la ciudad; en la segunda, el apellido Amengual se hizo famoso gracias al bufete. Tanto el principio como el final es el mismo, pero no su contenido.

—Eres un genio —pronunció Mario con orgullo.

—Mario, tú decides con qué versión te quedas.

—Ya veo. Solo necesito un motivo para continuar.

—Cualquier motivo —aclaró el anciano—. Al humano, con poco le basta. Pero a ti no. Como he dicho, estás hecho de otra pasta.

De viento y huesos

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