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Pip, pip, pip, pip…

El monitor cardíaco de Mario resonaba por toda la habitación. En la pantalla se mostraban el trazado de la función del ritmo, la irrigación cardíaca, la frecuencia respiratoria por minuto, la frecuencia cardíaca y la capacidad de la sangre para oxigenar los órganos del cuerpo. Todo parecía correcto, pero Mario seguía durmiendo. Tenía el rostro hinchado, y un tubo metido por la boca. Su frente estaba envuelta en un vendaje y una gran parte de la cara morada. La peor parte de la caída se la había llevado su cuerpo: el lado derecho estaba escayolado casi en su totalidad.

Carmen le observaba el rostro mientras le sujetaba la mano mientras sollozaba a la vez. Desde que la vecina del primero diera el aviso, habían transcurrido dos días, y en el primero de ellos habían tenido que operar de urgencia a Mario. Cuando los médicos llamaron a Carmen ya habían terminado, pero el trayecto hasta la clínica fue un completo calvario.

Lo único que pensaba ahora era en esa dichosa pregunta: ¿por qué? Negaba una y otra vez con la cabeza mientras observaba a su hermano. Agarraba con tanta fuerza su mano que, por un instante, tuvo miedo de estar haciéndole daño. «Despierta, Mario, despierta», se decía a sí misma, pero Mario no despertaba, y las señales del monitor cardíaco no presagiaban buenas noticias a corto plazo. Ella lo sabía, pero esperaba que ocurriera un milagro. «¿Un milagro? Ya ha ocurrido un milagro. Ha sobrevivido». Se frotó los ojos porque los tenía abotargados de tanto llorar y comenzaban a picarle. Eran las cuatro de la madrugada y su hermano sufría un profundo coma del que no lograba despertar.

Al cabo de un rato, Blanca apareció por la puerta. Carmen observó que no traía mejor cara que ella. Llevaba un vaso caliente en la mano.

— Te he traído un café de la cafetería —le ofreció a Carmen.

—Gracias. Déjalo encima de la mesita, enseguida me levanto —le contestó sin apartar la vista del rostro de su hermano.

Blanca se recogió la melena castaña y se hizo una coleta. Luego se acercó hasta la cama de su novio y se quedó observándolo con la misma mirada perdida que no desentonaba con Carmen.

—¿Crees que va a despertar? —le preguntó a Blanca.

—Eso espero…

—¿Mañana? —Carmen alzó el rostro, pero sin apartar la mirada de su hermano. Una sonrisa fingida se asomó.

—Carmen… Está en coma. —acató Blanca. Carmen escondió su sonrisa—. Ya has escuchado al doctor. Con estas cosas nunca se sabe. Es probable que despierte, pero no pueden confirmarlo. Tiene los órganos muy afectados. La recuperación será muy lenta. Además, el doctor nos comentó ayer que sufrió un derrame cerebral. No quiero ser aguafiestas, pero es poco probable que despierte mañana. Tenemos mucha suerte de que siga con vida…

Tras un breve silencio, en el que Blanca aprovechó para esconder las lágrimas que le caían, Carmen le soltó la mano para coger ese café que ya empezaba a enfriarse. Las dos se miraron y asintieron en silencio. Poco más podían hacer por Mario, salvo estar a su lado en esos momentos.

La hermana del afectado dio por hecho que el apoyo entre ellas dos era fundamental en esos momentos. Sus padres seguían en Cuba, y hasta entonces desconocían todo acontecimiento relacionado con su hijo. No sabían que Mario había intentado suicidarse.

En ese instante solo se tenían la una a la otra.

—¿Por qué, Blanca? ¿Por qué habrá pensado que esa era la única solución?

—No creo que este sea un buen momento para hacernos esa pregunta —le contestó Blanca mientras le acariciaba un brazo—. Ahora lo importante es que nos apoyemos; cuando vengan tus padres ya pensaremos en todo lo que ha pasado.

—Tienes razón —dijo Carmen.

—¿Cuándo vuelven?

Carmen le pegó un trago lento al café.

—Pasado mañana —contestó al fin.

—¿Se lo dirás el mismo día que lleguen?

—No, esperaré a que descansen. Tras doce horas de vuelo es lo mínimo que puedo hacer.

Ambas se quedaron mirando el paisaje a través de la ventana de la habitación. En esa clínica, todo parecía tan tranquilo… A lo lejos, las luces de la ciudad de Palma mostraban todo su esplendor. Mallorca siempre había sido un paraíso. Pero contemplar ese panorama solo era posible si subías en plena noche a la montaña o si la sobrevolabas en avión. Eso le recordó una anécdota a Blanca, que le obligó a sonreír.

—Recuerdo la primera vez que Mario y yo viajamos en avión.

—Eso fue a los dos años de conoceros, ¿verdad? —le preguntó Carmen.

—Sí. Empezábamos a salir. Después de mi último novio necesitaba desconectar. Tu hermano apareció con un sombrero de paja en el restaurante hindú al que siempre íbamos. Llegó, se sentó y me echó un buen discurso.

—¿Qué te dijo?

—Que no estaba dispuesto a esperar cómo me volvían a romper el corazón. Luego me cogió de la mano y me dijo que si él no era el tercero no merecía la pena esperarme más. Luego me sacó dos billetes de avión y me los puso en la mano. Yo estaba sorprendida. Mario siempre me había gustado, tenía algo especial… pero nunca consideré tener algo serio con él hasta ese momento. Hay que reconocerle que siempre ha tenido un encanto particular. Le hice prometer que, si cedía a su chantaje, dejaría de usar ese espantoso sombrero de paja.

—Veo que cedió. —Sonrió Carmen.

—Durante un tiempo así fue, luego volvió a ponérselo de vez en cuando —continuó Blanca.

—Me lo creo. Siempre ha sido un poco cabezota.

—Y que lo digas, pero se convirtió en mi cabezota preferido. —Se secó con la manga algunas lágrimas que se asomaban.

—Pero la carta… —Carmen intentó preguntar, y lo consiguió con cierto temor—. Después de leerla, ¿sigues pensando lo mismo? Es decir, hay varias cosas que menciona que nadie sabía. Bueno, quizá tú sí, aunque una de ellas nunca quise creérmela, no sé muy bien por qué…

Blanca la miró por el rabillo del ojo. Estaba claro que ese era un tema peliagudo, un tema del que le costaría hablar. Carmen y ella nunca se habían llevado especialmente bien, pero todo cambió el día que unieron fuerzas para ayudar a que Mario saliera de su depresión. Aunque, eso sí, Carmen siempre desde la sombra. De vez en cuando compartían historias personales mediante videoconferencia. En ese momento, Blanca sabía que sincerarse era la mejor opción que tenía. Carmen siempre se había mostrado como lo que era: una niña consentida con mucho orgullo, pero que cuando le hacías entrar en razón podía llegar a convertirse en una gran persona en la que poder confiar. Si por algo destacaba, era por saber guardar un secreto.

Blanca lo sabía; lo recordó. Todos aquellos malentendidos que pudieran tener en el pasado, los olvidó de golpe. Ella misma lo había dicho: lo importante ahora era que se apoyaran mutuamente.

—Le sigo queriendo —confirmó Blanca finalmente—. Ese es un hecho que no puedo negar.

—Pero… —Carmen no esperaba esa respuesta—. La carta dice que…

—Sé lo que pone la carta —le cortó—. Y debo aceptar el hecho de que Mario no me quiere. O por lo menos no me quiere de la misma manera que lo hago yo. Pero míralo.

Acto seguido, las dos dirigieron sus miradas hasta la cama donde Mario descansaba.

—¿Le crees capaz de que haga daño a alguien?

—Bueno… —contradijo Carmen—. A decir verdad, ahora mismo nos lo está haciendo.

—Carmen, estoy segurísima de que tu hermano nunca ha hecho nada para fastidiarte.

—No es eso…

—Sí es eso —le insistió Blanca—. Siempre ha sido eso. Crees que tu hermano está ahí por gusto, por llamar la atención, pero nadie tiene ni idea por lo que ha tenido que pasar para llegar a estar postrado en esa cama.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Carmen sorprendida.

—Mario estaba pasando por una crisis, por una depresión de la que últimamente no levantaba cabeza. Me costó mucho hacerle ver que todo tenía solución… Y creí que lo había conseguido, pero veo que no.

—No sabía nada… —contestó Carmen con tristeza.

—Nadie lo sabía. Era una lucha que daba por perdida. Ya conoces a tu hermano, la procesión va por dentro.

—¿Por qué nunca dijo nada?

—Vamos, no te enfades. —Blanca trató de tranquilizarla—. No lo sé muy bien. Quisiera pensar que nunca quiso preocupar a nadie… pero ya sabes, después de leer la carta, no sé muy bien qué pensar.

Abstraídas, decidieron dejar que los minutos pasaran. Carmen apuró el café y tiró el vaso a la papelera, luego se sentó al lado de su hermano y volvió a cogerle la mano. Por el contrario, Blanca decidió seguir mirando hasta el infinito por la ventana de la clínica. Meditó minutos, horas… elucubrando sola. ¿Era cierto que Mario nunca la quiso como ella a él? Puede que no. Puede que Mario solo la utilizara para sentirse bien consigo mismo. Blanca, de cierta manera lo sabía, quizá por eso estuvo un par de años tonteando con varios chicos que la hicieron sufrir, porque no estaba segura de los sentimientos hacia Mario. ¿Era ese el castigo por haber cedido a los encantos de su novio? Blanca no quería pensar en eso. El intento de suicidio era algo más serio que unos simples sentimientos. ¿Y si realmente Mario utilizó a Blanca, qué problema había? Nunca se portó mal con ella, al contrario, siempre se sintió cómoda con él. Mario siempre había sido una persona en la que se pudiera confiar, y Blanca lo hacía. Entre ellos nunca había secretos. Ese es el pilar fundamental de una relación. Puedes tener altibajos, como todas las parejas, pero Blanca y Mario nunca los tenían… Hasta que Mario sucumbió a aquella depresión que le llevó a quitarse la vida. Pero su novio empezó a perder algo más que la sonrisa. Perdió kilos, perdió el apetito, perdió la mayoría de sus hobbies, perdió sus ganas de vivir. Perdió la sonrisa. Por perder, perdió hasta el contacto con sus seres queridos. Menos con Blanca, que siempre le apoyó en todo momento. Y ahora no iba a ser menos.

La carta le había destrozado. Las razones de suicidio de su novio no la convencían, pero sabía que tenía que aceptarlas. En la carta, Mario hablaba de todas sus cosas buenas y todas las malas. Hablaba de Kovak, uno de sus mejores amigos, hablaba de su hermana Carmen, de sus padres, de Blanca, pero especialmente hablaba de Álex, su mejor amigo.

Álex… ese ser que fue su mejor amigo, que le prometió que nunca se separaría de él, que le hizo creer que siempre confiarían el uno en el otro… Mario se lo había dicho por activa y por pasiva a Blanca: «Álex es el mejor amigo que voy a tener nunca, si algún día lo pierdo, yo también estaré perdido». Esas palabras ahora resonaban en su cabeza con más fuerza que nunca. ¿Era Álex el mayor motivo del intento de suicidio? Esas páginas narraban una verdad universal. Blanca lo sabía, pero se engañó durante años conformándose con estar a su lado. ¿Qué más podía hacer si ya estaba con la persona por la que tanto había suspirado? Pero la realidad era muy distinta. La verdadera verdad universal es que Mario estaba postrado en una cama en un limbo casi permanente y que Álex estaba durmiendo plácidamente en su casa.

Blanca decidió tragarse el orgullo.

—Carmen, ¿has llamado a Álex?

—No… —contestó—. No estoy muy segura de hacerlo. ¿Tú qué opinas?

—Opino que, si lo llamas, vendrá.

—¿Crees que ayudaría en algo que…?

—Sí. —Blanca no le dejó terminar—. Claro que le ayudará. Mario lo sabrá.

Al día siguiente, un hombre moreno con una peculiar perilla picuda, recibió una llamada inesperada.

Cuando Álex colgó el teléfono no podía apartar esa cara de incredulidad. Eran las 11:29 de la mañana. Lo normal es que no cogiera el teléfono en el trabajo, pero cuando vio que se trataba de Carmen, le pareció extraño. Lo primero que pensó es que estaba relacionado con su hermano y sus sospechas fueron confirmadas. Álex fue inmediatamente en busca de Kovak. Aquella tienda de electrodomésticos no vivía sus mejores días. La crisis económica había hecho mella en la facturación diaria, así que tenían pocos clientes a los que atender. Se recorrió todos los pasillos, pasando por la zona de informática, luego por la de ocio, hasta cruzar por la de electrodomésticos, que era la que le correspondía a su amigo. Kovak y Álex trabajaban juntos. Ambos habían superado la treintena. Se llevaban un par de años de diferencia y habían estudiado juntos en una importante escuela de artes escénicas. Después de varios años de casting y audiciones decidieron optar por la vía fácil: echar currículums a mansalva por toda la ciudad. El primero que lo consiguió fue Kovak, pero no por sus propios métodos, fue gracias a Mario que tiró de contactos para conseguirle el puesto. Es lo que tenía ser el hijo de un prestigioso bufete de abogados. Juan Antonio y María del Mar habían hecho favores a mucha gente de la isla. Mario detectó cómo los planes de Kovak se truncaban cuando le rechazaban en la mayoría de las audiciones, así que optó por hablar con un cliente de su padre —el encargado de la tienda de electrodomésticos de la calle Aragón— sobre las dotes carismáticas de su amigo; este cedió y concertó una entrevista. Juan Antonio tenía poder, sí, pero por desgracia no era muy ducho en el sector artístico, así que sus contactos eran más bien profesional inmobiliario, el sector del metal o siderúrgico, farmacéutico y comercial. Pocos días después, Kovak ya disponía de uniforme. Un año más tarde le tocaría el turno a Álex, que vivió una situación parecida a la de Kovak , no se le había dado bien la búsqueda de trabajo. En este caso, Mario no utilizó sus dotes, ya que, para entonces, habían perdido el contacto, pero Kovak se encargó de hablar maravillas de él y cuando hubo una vacante en la empresa le llamaron. Antes de que Álex empezara a trabajar con Kovak, los dos fueron ayudantes en el pub nocturno indie Varados, creado con los ahorros del mismo Mario. Ese sí que era un trabajo de ensueño.

—Kovak, escucha, tengo que hablar contigo —abordó Álex, mientras Kovak le explicaba a un cliente.

—¿Me disculpa, caballero? —le preguntó Kovak al cliente. Este asintió—. ¿Qué pasa, tío? Tenía el frigorífico vendido, espero que sea importante.

—Lo es, créeme. —Álex le cogió del brazo y se lo llevó a un monitor de venta cercano.

—¿Qué te pasa en la cara? Me estás asustando.

—Se trata de Mario… —contestó apenado.

—¿Os vais a reconciliar? ¡Joder! Eso sería estupendo. —Kovak notó que el rostro de Álex permanecía inamovible—. Vale, en serio, ¿qué pasa, tío? Ahora sí que estoy acojonado.

—Se ha intentado suicidar.

—¡¿Cómo?! —Kovak no podía creerlo. ¿Mario suicidándose?—. Pero ¿cómo? Joder, Álex, no te quedes así. ¡Cuéntame qué coño ha pasado!

—Se ha tirado desde la azotea de su edificio. Está en la clínica. En coma. No saben si sobrevivirá.

—Pero… si su edificio tiene cinco pisos… ¡Dios mío! —exclamó Kovak incrédulo—. ¿Cómo ha podido…?

—¿Crees que ahora mismo eso me importa? —le preguntó Álex con sensatez—. Tenemos que ir a verle.

—Sí, claro, claro —Kovak asintió sin terminar de creérselo—. Bien, vayamos a hablar con el jefe a ver qué nos dice.

El primero en entrar en la habitación fue Kovak, y desde ese momento no pudo apartar la vista del cuerpo de Mario. Se llevó una mano a la boca mientras Carmen le recibía con todo el entusiasmo del que era capaz. Pocos segundos después entró Álex, quien abrazó fuertemente a Carmen. Kovak ya se había instalado cerca de Mario, pero Álex, en primera instancia se mostró distante.

—Acércate a él —le animó Carmen.

Kovak se apartó para que Álex pudiera observar a su amigo. Un terror acompañado de sudor frío le recorrió toda la espalda. No podía ver el estado en el que había quedado Mario. ¡Apenas lo reconocía! Se le escapó el aire por la boca, para inmediatamente girar la cabeza. No podía seguir observando el cuerpo demacrado del que había sido su mejor amigo.

Kovak percibió su rechazo y le puso la mano en el hombro para consolarlo.

—¿Cómo está? —le preguntó a Carmen.

—Ahora mismo estable —contestó apesadumbrada—. Pero ha estado once horas en el quirófano. Tiene los huesos y algunos órganos destrozados…

—¡Por el amor de Dios! —exclamó Kovak.

—El doctor dice que ve poco probable que salga del coma, pero que hay esperanza, porque está respondiendo bien al suero y los medicamentos —continuó Carmen—. Eso sí, nos ha confirmado que si algún día despierta… no volverá a caminar.

—Carmen… —Álex contuvo el llanto. Seguía sin poder ver a su mejor amigo postrado en una cama.

—Lo sé, Álex. Lo sé. —Carmen abrazó de nuevo a Álex. Por momentos, su porte parecía resquebrajarse—. ¿Me acompañas a la cafetería? Creo que nos vendrá bien una taza de café. Kovak, necesito despejar un poco la mente, estoy algo mareada, ¿te importa quedarte unos minutos con Mario?

—No hay problema. Si veo cualquier cambio os llamo al móvil. Por cierto, ¿no estaba Blanca contigo?

—Sí, pero se ha ido a casa a descansar… Estaba agotada —contestó—. Gracias, Kovak, no tardaremos.

Kovak analizó el rostro de Mario. Habían compartido un pasado, crecido juntos, y ahora no podía creer que ese rostro que había visto tantas veces en su vida se mostrara sereno y en paz. ¿Dónde estaba la sonrisa? Kovak se sentía triste, quería ver ese rostro con los ojos abiertos y esos dientes tan perfectos de los que tanto presumía.

Estaba resultando uno de los peores días de su vida. El hombre de pelo castaño recordó momentos que había vivido a su lado. Desde parvulitos habían congeniado. Ver a Mario en ese estado solo le producía rechazo. Era como habérsele roto una pierna o un brazo. Una parte muy importante de su ser. Pero lo que tenía roto era el corazón por escuchar el monótono pitido de aquella máquina que monitorizaba su actividad cardíaca. Es como si respirara al mismo compás, siguiendo unas pautas que no se regían en este mundo, sino que pareciera estar atrapando entre el mundo de los vivos y los muertos. Una sintonía inalcanzable para él, que por momentos resultaba iracunda, o poco convincente. Su figura se difuminaba entre el presente o el pasado. En ese momento recordó cuánto lo había echado de menos, y se maldijo por no haber estado a su lado en los momentos previos al intento de suicidio. Kovak no consentía que su amigo estuviera en aquel limbo personal. Era muy injusto. La sangre recorría todas sus venas, pero la impotencia frenaba cualquier orden que su cerebro diera.

Sus vidas se habían entrelazado de tal manera, que parecía imposible que la persona que había compartido tantas aventuras con él, estuviera postrado en esa cama. Parecía más bien otra persona distinta. El Mario que él recordaba se podría dibujar como atlético, dicharachero y unos rizos dorados perfectos. Todo aquello parecía emborronado en aquel lugar. Incluso el aire parecía cargado. El sufrimiento podía respirarse con cierta soltura. Pero lo peor no era eso, sino que, aunque Mario despertara del coma, no podría volver a caminar. ¿Qué haría entonces? Estaba claro que Kovak siempre estaría a su lado, al fin y al cabo, siempre había sido su amigo y siempre lo sería, pero lo que veía entre las sábanas de esa cama le compungía el corazón. ¿Qué atrocidad le habría pasado por la cabeza para cometer un intento de suicidio? Kovak nunca había notado nada extraño. No era la clase de persona que tomaba ese tipo de decisiones. ¿Quitarse la vida? ¿Mario? Era su principal fuente de apoyo, siempre había estado para él, sobre todo en los momentos en los que Kovak se sentía más inseguro de sí mismo. Mario se las ingeniaba para realzar sus aptitudes. Así es como su amigo aprendía a sobrevivir contra su timidez. Pero para Kovak, que Mario se quitara la vida significaba que había algo de él que no conocía, que le había ocultado algún secreto del que no estuviera orgulloso. En realidad, en aquel momento le fue imposible reconocerlo.

Rezó en silencio para que Mario despertara. Tenía tantas preguntas… Todavía recordaba aquella vez en la que su amigo abandonó la isla apresuradamente para mudarse a Barcelona. Le prometió una charla. Habían dejado temas pendientes, pero ahora mismo esa charla estaba lejos de realizarse.

Kovak se puso a hablar consigo mismo durante unos minutos. Después se preguntó que por qué no dialogar directamente con Mario. Sabía que no le contestaría, pero ¿lo escucharía? Necesitaba desahogarse.

—Mario, ¿qué has hecho? ¿No ves que no puedes hacer esto? ¿No has pensado en la gente a la que le importas? ¿Qué ha sido tan importante como para que pienses que quitarte la vida era la mejor solución?

Era cierto. Kovak pensaba que el acto de suicidio había sido muy egoísta por su parte. Aunque claro, Carmen poseía una carta que aclaraba cualquier circunstancia. Por supuesto, él desconocía este dato. La única que compartía aquel secreto era Blanca. Lo que le preocupaba realmente a Kovak es que no pudiera volver a contar con Mario como lo hacía antes. Y si lo hiciera, ya nada sería igual. Le entristecía imaginar a su amigo en una silla de ruedas, pero le producía más dolor imaginárselo en estado vegetativo. La muerte era una variante a tener en cuenta.

—¿Qué haríamos sin ti? —continuó Kovak—. Sabes que Álex, desde que sale con Carlota, se ha vuelto un casero. Apenas hacemos planes. También es cierto que últimamente tampoco te apetecía quedar… Pero nunca sospeché que te sentías tan mal… Mario, ¿por qué no me lo dijiste? Podría haberte ayudado.

Kovak comenzó a sospechar lo absurdo que resultaba hablar con una persona en coma. Pero la terapia que estaba usando, le funcionaba. Ahora podía decirle todo lo que siempre había pensado de él. Lo que pensaba de su amistad. Recordó la infancia a su lado, las clases que habían compartido. Las risas al sacarle motes a los profesores. Las lecciones que habían aprendido tras los castigos. E incluso aprendieron a compartirlos cuando hacían pellas. Después recordó las escapadas a la montaña, a la playa. Esas excursiones que, con los amigos que tenían en común, le reportaban tanta paz.

Haciendo retrospección sobre su pasado, no pudo evitar recordar una anécdota en la que Mario estaba involucrado. Se trataba de uno de sus primeros ligues, Catalina, una chica que le hizo soñar con el amor y con quién llegó a perder la virginidad. Con ella tanteó todos los terrenos carnales, así como fantasías adolescentes. Catalina fue la primera relación seria que tendría, pero no era de ella de quien se enamoraría.

Kovak sonrió.

—¿Te acuerdas de Catalina? —asintió para sí mismo—. Sí, ¿verdad? Menudas tetas que tenía… Creo que nunca te agradecí lo suficiente lo que hiciste por mí aquel día.

De viento y huesos

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