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PASADO

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Mario recibió una visita inesperada dos meses después de haber fumado marihuana en su casa.

Dio por sentado que, Icíar, la novia de Álex, habría tenido una charla con él para explicarle los motivos que la habían empujado a meterle mano aquel día lluvioso en el jardín de su casa. Aquel motivo no había sido circunstancial. Icíar intentó seducir al joven agarrándole el pene en un descuido. Esa acción, que a priori puede parecer morbosa, no hizo más que incomodar a Mario ante próximas quedadas con sus amigos. Por ese motivo, había estado tanto tiempo desaparecido y sin dar señales de vida. Tan solo Kovak pudo hablar con él un par de veces para que le explicara su decisión. «El trabajo me deja hecho polvo, tío», se excusaba él, «no tengo ganas de salir».

El estado emocional de Mario había cambiado paulatinamente desde que Álex entrara en su vida. Al principio se mostró tácito y comprensivo, pero poco a poco, esa relación se iba haciendo más estrecha y estaba derivando en algo que le despistaba soberanamente. El hecho de estar unos meses a solas, no era otra que crear consciencia de todo lo que había pasado esa misma noche. Había sido su cumpleaños, y nadie había reparado en ello. Para Mario ese día era muy importante. No es que le diera demasiada importancia a aquella fecha, pero le hubiera gustado tenerlo todo organizado. Tenía que salir todo perfecto. No podía fallar nada. Después de tanto tiempo suplicando por una oportunidad como aquella, deseaba celebrar su evento con la gente que más le apetecía. Incluso convenció a su hermana Carmen con una simple mención de Álex —cosa que, a Mario, por otro lado, le desconcertó—. Pero cuando sus invitados llegaron a casa, y vio cómo se desarrollaba la noche… Digamos que, simplemente no era lo que esperaba. En sus planes no estaba sufrir un amarillo debido a los porros. Eso hizo que su ilusión fuera menguando con las horas. Para colmo, las libertades que se cogió Icíar sin apenas conocerle le trastocaban. Cuando Icíar le agarró del miembro… Bueno, sí. Mario se encendió, como haría cualquier persona excitada. La libido se le disparó, pero de súbito, la imagen de Álex le recordó que el simple hecho de pensarlo ya significaba traicionar su confianza. Y Mario sabía cuándo una persona se merecía estar en su vida. No estaba dispuesto a arriesgar una amistad como la suya por una absurda tontería. Se apartó del círculo vicioso que había generado aquella imagen y se refugió unos meses en su habitáculo. No podría ver a Álex durante un largo tiempo. ¿Fue un ignorante por creer que Icíar hablaría con Álex sobre el tema?

Mientras intentaba traducir unos textos sobre los Incas que se había descargado de la red, sonó el timbre de casa. Carmen se acercó hasta la habitación de Mario.

—¿Qué pasa? —le preguntó a su hermano—. ¿No has oído el timbre?

—¿No está Emilia? —contestó Mario refiriéndose a la sirvienta.

—Hoy es su día libre. A ver si te pones las pilas de una vez y te enteras un poco más de lo que va pasando por casa.

— Ve a abrir, anda —le ordenó él con un ademán de mano.

Mario continuó ojeando esos fascinantes textos, mientras intentaba descifrar y comprender qué tipo de herramientas utilizaban los Incas para poder comunicarse con los demás y poder narrar su legado. Divagando entre aquella apasionante cultura, percibió por el rabillo del ojo cómo una silueta se apoyaba en el marco de su puerta.

—¿Se puede?

—Un momento… —Mario terminó de apuntar una última idea sin prestar atención a esa voz.

Intuyó no una, sino dos presencias en la entrada a su habitación.

—El señor marqués de Sade tiene visita y no le presta la menor atención —ironizó Carmen con su clásica prepotencia—. Qué bien.

Mario se giró en la silla y reconoció a su amigo.

—¡Álex! —Sonrió—. Qué alegría verte. ¿Qué haces por aquí?

Carmen ya se había esfumado.

—Pues te diría el clásico «pasaba por aquí» y todo eso, pero, en realidad he venido a verte —contestó.

—Vaya sorpresa.

Mario estuvo un buen rato mostrándole los cachivaches de su habitación, ya que Álex lo observaba todo sin disimulo. Al principio el visitante quedó asombrado con la cantidad de mapas que Mario tenía colgados en todas las paredes. Muchos de Latinoamérica, otros de Asia, de Australia e incluso de Groenlandia y el Polo Norte. Álex preguntaba con gran curiosidad por todos ellos y Mario, con gusto, le daba una explicación coherente del porqué se merecía un hueco en una de sus paredes. Acto seguido bajaron para tomar un refrigerio en el patio, ya que la primavera había traído consigo un agradable día. Estuvieron charlando de cosas de poco interés, pero de entendimiento fácil, y ambos se sintieron afablemente cómodos.

Al rato, Mario le propuso salir a dar una vuelta por la ciudad y ponerse al día sobre los tres meses que habían estado sin comunicarse. Por supuesto, el joven moreno de barba picuda accedió con gusto, era una mañana agradable y apetecía recorrer las calles de Palma con una persona de mente afilada. Así que Mario cogió la chaqueta y anduvieron hasta Plaza de España.

Por el camino, los jóvenes empezaron a sentir cierta conexión. Ambos compartían sus gustos por las películas independientes más punteras, obras de teatro de comedia, planes de escapada a la montaña, a la playa, pero cuando llegaron al tema de la música, sus opiniones quedaron divididas. Mientras Álex escuchaba grupos musicales independientes como La casa Azul, Amor Bizarro, La bien querida, Los Planetas o El columpio asesino —la gran mayoría de repertorios eran deprimentes a más no poder—, Mario defendía a capa y espada el estilo musical de grupos como Second, Lory Meyers, Los Elefantes, Miss Caffeina, Vetusta Morla, Xoel López y Love of Lesbian, por mencionar unos pocos. El chico «Cervantes» comparaba las letras de sus cantantes favoritos como un gran cuento, una gran historia que relata una persona imperfecta en un mundo imperfecto. Un acercamiento brutal a la realidad que viven diariamente millones de personas en el mundo y con las que es fácil sentirse identificado. Mientras caminaban sin rumbo fijo, Álex insistió en la importancia que tenían esas letras para él. Por mucho que formara parte de un grupo de heavy metal, su verdadera pasión, era escribir historias, cantarlas y mostrárselas al mundo. Quizá por eso también estudiaba en una escuela de interpretación. La finalidad era conseguir la misma meta: transmitir a las personas lo que él sentía por dentro. Mario respetaba su concepto de vida, es más, lo compartía. Ya que eso le recordaba las ganas que siempre le ponía a sus gustos, hobbies o como quieran llamarse a esos pequeños placeres que nos hacen sentir tan bien en un espacio de tiempo realmente escaso.

Los chicos habían congeniado. Lo mostraban en sus rostros. Se sentían cómodos el uno con el otro.

En más de una ocasión, Mario estuvo tentado de sacarle el tema de aquella fatídica noche de cumpleaños (ocultando previamente ese pequeño detalle), pero no creyó que fuera el mejor momento, ni el mejor lugar para hablar de las intenciones sexuales de Icíar, a sabiendas de que aquel acto no dejaba en buena posición a su amigo. Por eso quiso disfrutar del paseo y compartir nuevos y agradables con su persona. Lo estaba conociendo en profundidad y haciéndose un hueco importante en su corazón.

Mario tuvo la acertada idea de llevar a Álex a la catedral, dado que él nunca había contemplado su interior. Era una excusa verdaderamente extraordinaria. ¿Ser mallorquín y no haber visto el interior de La Seu? Eso tendría remedio. Recorrieron las callejuelas del casco antiguo mientras esquivaban a los viandantes, y atajaron por varias otras, tal y como le gustaba a Mario. Andar a destajo, mientras observaba la arquitectónica del casco antiguo, con sus fachadas típicas mallorquinas, conteniendo rincones, patios y secretos, conseguían trasladar a los chicos a otra época medieval.

En una de aquellas rurales calles, el joven de rizos dorados hizo un alto y observó de arriba abajo el callejón —que, en ese instante, estaba totalmente vacío—, a continuación, señaló una parte del suelo empedrado.

Arqueó una ceja.

—Qué raro —le dijo a su amigo—, aquí debería estar una anciana mendiga a la que suelo darle alguna moneda.

Álex se encogió de hombros. Los jóvenes retomaron el camino hacia la catedral. Mario lo hizo sereno, preguntándose qué habría sido de aquella mujer de rostro arrugado, debido al marcado paso de la experiencia, mientras Álex caminaba a su lado observando los adoquines y sugiriendo que, quizás, contaba sus pasos. Cuando hubieron dejado atrás aquellas callejuelas, contemplaron desde lo alto de una bifurcación, el brillo del mar golpeando con fuerza. Ante ellos se abría el Paseo Marítimo de Palma. Estaban cerca. Tan solo girar una esquina más y… Ahí estaba. La gran catedral de Santa María de Palma de Mallorca. Un auténtico regalo para los ojos. Mario no se cansaba de contemplarla.

Aquel majestuoso templo rectangular estaba formado por tres naves de ocho tramos cada una. La cubierta hacía frente a la intemperie con sus catorce pilares octogonales, y que luchaban por alcanzar el sol. El estilo gótico de la catedral le confería cierto aire de misticismo, pero su fachada quedó desfigurada a causa de un terremoto en 1851. Cuando sugirieron a Antonio Gaudí para remodelación de la misma, allá por el año 1904, esta perdió parte de su lobreguez, pero mantuvo su esencia. Mario se acercó al portal Mayor y se fijó en su decoración renacentista. Se sorprendió al ver que la entrada era gratuita. Debía celebrarse alguna misa o evento especial, ya que por norma general es de pago. Una vez dentro, le narró a Álex la historia contenida sobre la basílica gótica. De cómo su construcción se planteó desde el principio sobre el acantilado de la antigua ciudad romana, destacando su silueta por encima de la muralla, convirtiéndola así, en uno de los grandes hitos de la ciudad. Continuó su sermón narrándole que, antiguamente, ese acantilado estaba limitado por el mar, ya que llegaba hasta la misma muralla —salvo que hoy en día, existe un lago artificial llamado Parque del Mar, que refleja perfectamente su silueta—, dotándola de un aspecto imponente. Álex observó la planta basilical y las tres naves cerradas por una cabecera formada por tres ábsides. Se quedó atónito. Sencillamente era magnífica. ¿Cómo había podido vivir todo ese tiempo sin visitarla ni una sola vez? Luego alzó la vista hasta la cúspide y temió marearse debido al vértigo. Su altura era imponente. Mario, que notó su cara de entusiasmado, aprovechó para indicarle las dimensiones de aquellas naves laterales. Su altura aproximada era de veintinueve metros, pero su amigo no pareció escucharle, ya que seguía absorto por la magnitud y amplitud de la catedral. Parte de la culpa la tenían sus pilares octogonales que separaban las naves.

—Estos pilares se construyeron con piedra arenisca que se extrajo de las canteras de Lluchmajor y Santanyí —le explicó Mario haciendo alusión a dos pueblos del sur de la isla.

Álex llegó a contar hasta catorce pilares, siete en ambos lados. Eran extremadamente delgados y muy altos. Después observó la fachada interior del edificio. En sus laterales, logró vislumbrar hasta siete rosetones adheridos. Sin embargo, lo que más llamó su atención fue la cantidad de ventanales de los que disponía la basílica. Ochenta y tres, para ser exactos. Aunque lo más impresionante, si es algo de lo que podía presumía el templo, era el flamante rosetón central de trece metros de diámetro.

—¿Ves el gran rosetón? —señaló Mario—. Dicen que es el más grande de todas las catedrales góticas del mundo. También es una de las catedrales más altas. Cuarenta y cuatro metros, que se dice pronto. Superada por la catedral de Beauvais de Francia, y por la catedral de Milán, por cuatro y un metro, respectivamente. Estos dos datos son muy importantes, porque gracias a su altura, hace que la luz penetre con soltura dando esa sensación de ingravidez que sientes ahora mismo. Esa emoción que experimentas, lo hemos sentido todos la primera vez que tuvimos la oportunidad de entrar. Pero es algo que se repite al estar aquí dentro. Es mágico. Creo que por eso la llaman La catedral de la luz.

Su amigo estaba asombrado. Ahora ya no observaba al rosetón. Observaba a Mario, con la boca desencajada. Álex estaba maravillado por su explicación, y no solo eso, quedó prendado de la sabiduría que desbordaba. Mario parecía no mostrar interés en narrar aquella historia, pero nada más lejos de la realidad. Para él algo así era lo más natural del mundo. Disfrutaba contando historias, cultivar la mente de otras personas. A Álex le impresionaba su capacidad para hacerlo. No había sido ninguna excepción.

—Un momento… —Mario extrajo el móvil del bolsillo y miró el reloj—. ¿Hoy es dos de febrero?

Álex asintió. Mario lo observó de reojo y mostró una mueca de orgullo. Supo de inmediato el porqué de la entrada gratuita.

—No hemos podido tener más suerte —le dijo—. Observa el techo.

—No veo nada…

—Espera… —Mario extrajo el móvil de nuevo. No dejaba de sonreír—. Debería empezar ahora mismo. Allí, en el centro.

Como si aquel suceso estuviera programado por el Universo, los ventanales y rosetas comenzaron a emanar contrastes cromáticos por propia voluntad. Los rayos de luz se atravesaban unos a otros creando un gran espectáculo luminoso. Era un día soleado, perfecto para que el templo mostrara todo su esplendor. Álex no podía creer que presenciara aquella representación de los colores primarios. Atónito, compaginaba miradas entre los haces de luz y su compañero.

—Ahora observa bien —le aconsejó Mario—. Los rosetones más grandes. Los opuestos.

Una luz que entraba y se filtraba por el rosetón principal comenzó a dibujarse en la fachada interior contraria. Justo debajo del rosetón mayor. La esencia multicolor esbozaba trazos de naranja ocaso, rojo carmesí y pinceladas de un azul marino en la piedra de la catedral. Aquella luminosa esfera poco a poco subió, hasta colocarse justo debajo del rosetón de cristal.

—El espectáculo del Ocho —aclaró Mario, y su sonrisa se amplió mostrando unos dientes perfectos.

Los turistas que habían esperado impacientes a que llegara ese momento, comenzaron a aplaudir y la basílica se llenó de ovaciones y silbidos. Solo entonces, Álex reparó en la cantidad de gente que había acudido para ver tal espectáculo.

Muchos de aquellas personas, abandonaron La Seu al terminar. Mario y Álex los imitaron. Habían tenido tiempo suficiente de contemplar su magnitud. En un par de horas, el reloj marcaría las dos en punto, así que los jóvenes se fueron a comer juntos. Buscaron un restaurante cercano y estuvieron charlando largo y tendido de la impresionante escena que habían vivido hacía escasas horas en la catedral de Mallorca. Ya era media tarde cuando Álex propuso que se acercaran a Ca’n Joan de s’Aigo a tomar un café. Uno horchatería y chocolatería tradicional emblemática de la capital, fundada en el año 1700. A Mario le pareció una gran idea, ya que solía acudir a dicho local con asiduidad, así que dirigieron sus pasos hasta ese lugar.

Tuvieron que esperar cerca de media hora a que algún cliente despejara alguna de las mesas. Descubrieron que el local apenas había cambiado con el paso de los años y aunque se sentaron prestos y enérgicos, ver las caras de los camareros que servían las mesas les dejó una sensación agridulce debido a la ignorancia que mostraban hacia sus clientes. Diez minutos después, se acercó un camarero alto, delgaducho, con diferentes manchas en el uniforme de trabajo. Al principio se mostró tosco y torpe, después volteó un par de hojas de su cuadernillo para tomarles nota. Su presencia no presagiaba grandes dotes educativas, ya que evidenció un tono molesto al atender a sus nuevos clientes. Sin despegar la mirada del cuaderno les tomó nota. Mario pidió un café bombón y un helado de almendra.

—¿Y usted? —preguntó el descortés camarero a Álex sin prestar más atención de la adecuada.

—Un café con leche y una ensaimada —contestó.

—Muy bien. Gracias.

Como si eso hubiera servido de algo, los dos amigos empezaron a conversar mientras el camarero se tomaba su tiempo en servirles.

—¿Cómo es posible que sepas tanto sobre catedrales? —le preguntó Álex a su amigo con curiosidad.

—Digamos que me gusta investigar —respondió—. Indago por Internet cuando me aburro.

—Entonces te debes aburrir mucho. —Rio su amigo.

—La verdad es que no. Apenas tengo tiempo. Desde que trabajo en el restaurante vegetariano no paro.

— Ah, claro, es verdad. Por cierto, ¿cómo llevas eso de ser camarero?

Mario cogió aire para llenar los pulmones. Era la primera vez que alguien le preguntaba por su trabajo.

—Bien, bien —dijo apenas sin convicción—. Me habían promocionado para ser maître, pero al final han elegido a un compañero que llevaba siete años en la empresa.

—Vaya, lo siento.

—No te preocupes, en verdad lo prefiero. Hubiera sido demasiada responsabilidad para un joven de veintitrés años como yo. Además, estoy contento de que hayan elegido a mi compañero, se lo merecía mucho más que yo.

El desconsiderado camarero hizo acto de presencia y depositó los cafés en la mesa con brusquedad. Ambos jóvenes se miraron y levantaron una ceja. Por culpa del camarero, parte del café de Mario se había derramado en el plato. No habría tenido importancia si aquel camarero delgaducho con cara de pocos amigos les hubiera pedido disculpas, pero no fue así, y Mario se molestó, pero fue Álex el que intentó abrir la boca para quejarse. Sin embargo, su amigo negó con la cabeza dándole a entender que no valía en absoluto la pena quejarse. Además, el camarero ya se había largado.

—Creo que no volveré a este sitio —se sinceró Álex—, y mira que me gusta.

—Es una lástima. El local siempre está a tope, pero se han acomodado.

Se pusieron a gusto el café. Álex le echó un sobre de azúcar moreno a su café con leche mientras Mario agitaba la cucharilla en su taza para que la leche condensada y el café se fusionaran en uno solo adquiriendo aquel delicioso color chocolate.

—Bueno, ¿vas a decirme para qué has venido esta mañana a casa? —preguntó Mario con media sonrisa dibujada.

—Para verte —contestó Álex sin más, pero a Mario, que no se le escapaba ni una, detectó cierto brillo pícaro en sus ojos—. Está bien… En verdad quería invitarte a mi cumpleaños. El caso es que me has propuesto salir un rato por ahí, y como tenía tiempo, he accedido.

—¿A tu cumpleaños? ¿Cuándo es?

—La semana que viene. Concretamente el miércoles. Aunque la idea es celebrarlo el sábado y domingo… En la montaña.

—¿En la montaña? —preguntó Mario, que tenía su atención puesta en la suculenta sugerencia.

—Sí. Una acampada. Había pensado en la explanada que queda cerca de Lluch, ¿cómo lo ves?

—Pues es un lugar precioso. Perfecto para hacer barbacoa. Porque habrá barbacoa, ¿verdad?

—Por supuesto. Y alcohol para la noche. De hecho, es de lo que más hay.

—Suena muy apetecible.

—Entonces, ¿vienes? Me haría mucha ilusión si lo hicieras. Contigo seríamos cuatro. Cinco contando a tu hermana, que también me gustaría invitarla.

—Entonces vendrá Icíar, ¿verdad?

—Claro —contestó Álex con obviedad—. ¿Por? ¿Hay algún problema?

No parecía saber nada de lo ocurrido la noche que fumaron marihuana en el jardín de su casa.

—No, no… —Mario fingió poco interés en el tema, pero en realidad, sí que le importaba. Mucho— es solo que no sé si me darán dos días seguidos libres en el curro.

—El día que hiciste la fiesta en tu casa te los dieron.

—Sí, es verdad. Pero era la primera vez que los pedía. No sé si una segunda vez con tan poco tiempo de margen —dijo taciturno.

—Vamos, Mario, quiero que vengas. —Le cogió del brazo, y eso le hizo recordar inevitablemente a Icíar—. Necesito que vengas.

—Veré qué puedo hacer. —Sonrió.

—¡Eso es! —celebró Álex—. ¿Te importaría comentárselo a tu hermana? Estaría bien que viniera.

—No te preocupes, creo que ya puedes contar con ella.

Apuraron sus cafés y continuaron con la segunda parte. Mario emprendió la batida con su helado de almendras, mientras Álex despedazaba progresivamente la ensaimada. Prosiguieron con su charla, contándose cosas de la infancia, temas sobre los lazos que ambos compartían con Kovak y cómo se conocieron.

Al terminar, pidieron la cuenta. Para sorpresa de ambos, el bochornoso camarero apareció al instante con el tique en mano. Se marcharon sin dar las gracias al personal. Ya afuera, vieron la cola de personas que esperaban para entrar al local. Se sintieron afortunados, pero solo a medias, ya que, por culpa del personal, los chicos tardarían mucho tiempo en volver.

Álex tenía que coger un bus, mientras Mario necesitaba llegar a casa, pegarse una ducha y prepararse para acudir al restaurante. Así que le acompañó hasta Plaza de España.

Mientras esperaba el bus, Mario aprovechó para dedicarle unas palabras a su amigo.

—Oye, Álex —le dijo con la cabeza gacha y sin mirarle a la cara—. Siento mucho cómo me comporté el otro día en mi cumpleaños…

—¿Tu cumpleaños? —preguntó Álex sorprendido.

—Mierda.

Entonces Álex cayó en la cuenta. Mario se estaba disculpando sin motivo. Por eso su amigo puso tanta atención y esmero aquel día. Álex creyó que esa era la principal causa de que los echara a todos.

El bus hizo su parada y se abrieron las puertas. La gente que esperaba comenzó a subir. En breve le tocaría a Álex.

—Mario, tío. ¿Por qué no lo dijiste?

— No te preocupes, no es algo que me preocupe.

Dos personas para entrar al bus.

—A mí sí —contestó Álex cuando su amigo estaba a punto de subir.

—¿Por qué?

—Porque tú sí que me importas.

Se cerraron las puertas. Mario se quedó observando cómo su amigo sonreía. Luego le levantó el pulgar como símbolo de aprobación.

—¡Te veré en la acampada! —gritó Álex, pero el bus ya había arrancado.

Mario llegó al trabajo sonriendo. Se sentía pletórico y por suerte, la noche se pasó volando. E incluso flirteó con una chica asidua al vegetariano y con la que consiguió intimar. Esa misma noche pudo elegir si irse con esa chica preciosa a su casa, o irse a casa sin más. Y prefirió la segunda opción sin entender muy bien por qué. Regresó a la suya y se metió en la cama satisfecho. Había sido un gran día. Tenía espíritu para unas cuantas horas más despierto, pero decidió ceder al cansancio e intentar dormir. Entró en una especie de duermevela. A Mario le invadió la nostalgia, pero, sobre todo, la impaciencia. Había pasado un día formidable junto a una persona que, con honradez, se estaba ganando un hueco en su corazón. Mario dudó: dejarle entrar o esperar. Quiso ser previsor y esta vez, ante todo pronóstico eligió esperar. Típicas decisiones que el joven tomaba antes de meditarlo a fondo con la almohada. Mientras vacilaba entre las sábanas, hizo memoria de lo vivido ese magnífico día. Habían estado conversando de música, de arquitectura, de civilizaciones perdidas, habían buscado sin éxito —y sin mostrar más interés— a la anciana extranjera que pedía limosna, habían visitado el templo por excelencia de Mallorca, habían compartido el milagro del espectáculo del Ocho, habían reído sobre las maneras del despachador de clientes en Ca’n Joan de S’aigo, habían disfrutado de un café en mutua compañía, habían intercambiado opiniones y se habían copiado las maneras de despedirse las dos últimas veces. Sin demasiadas explicaciones y abruptamente. Pero, sobre todas esas cosas brillaba tan solo una: a Álex le importaba, y era motivo suficiente para, por fin, dormir del tirón.

Sonrió orgulloso y se imaginó haciendo planes con aquella persona que se había buscado un hueco entre sus pensamientos. Por fin podría decir que había encontrado a su mejor amigo. Lo de Kovak, era distinto, algo parecido a lo que sienten los hermanos cuando crecen juntos. Pero lo de Álex era diferente. Sintió que podía confiar en él, y que el sentimiento era recíproco. Y mientras cavilaba, por fin logró dormir a pierna suelta.

De viento y huesos

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