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171 (IX 5) (Finca de Formias, 10 de marzo del 49)

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Cicerón saluda a Ático.

El día de tu acceso me escribiste una carta llena de consejos y de tan profundo afecto como prudencia. Me la hizo llegar Filótimo al día siguiente de recibirla de ti. Lo que ahí discutes es lo más difícil: el camino hacia el Adriático, la navegación por el Tirreno, la marcha a Arpino sin que parezca que lo he rehuido, la permanencia en Formias sin que parezca que he cedido a felicitarlo… pero nada más triste que ver las cosas que enseguida, a buen seguro, hemos de ver.

Ha estado en casa Póstumo, y ya te escribí cuán desagradable. Vino también Quinto Fufio; ¡con qué aspecto!, ¡con qué aires!, corriendo a Brundisio, censurando el crimen de Pompeyo, la ligereza y estupidez del senado. Yo, que no puedo soportar estas cosas en mi finca, ¿acaso podré soportarlas en la curia?

Vamos, imagíname soportando esto, ‘con toda la flema’ [2] que quieras. ¿Qué, el consabido «Habla, Marco Tulio», por dónde saldrá? Y dejo a un lado la causa de la república, que yo considero perdida, tanto por sus propias heridas como por los remedios que se preparan: respecto a Pompeyo, ¿qué puedo hacer?; estaba de veras enfadado con él, a qué negarlo: siempre me importan más las causas de los acontecimientos que los acontecimientos mismos. Considerando, pues, o más bien, juzgando estos males (¿puede haber otros mayores?) que han ocurrido por obra suya y por su culpa, yo era más hostil a él que al propio César. Del mismo modo que nuestros mayores quisieron que fuera más funesto el día de la batalla de Alia que el de la toma de la Urbe 60 , porque este mal viene de aquél (y así ese día es maldito todavía hoy, mientras que la gente ignora el otro), igualmente yo, recordando los errores de diez años, entre los cuales está también aquel que me destrozó sin que él me defendiera, por no decir algo peor, y conociendo su temeridad, su desidia, su negligencia actuales, estaba enojado.

[3] Pero eso ya se me ha olvidado. Sus favores es lo que tengo en cuenta; tengo en cuenta también su dignidad; entiendo, más tarde, por cierto, de lo que hubiera deseado por culpa de las cartas y las palabras de Balbo, pero en todo caso veo con claridad que no se hace, que no se ha hecho nada desde el principio excepto buscar su destrucción. Yo, pues, como en Homero aquel a quien su madre y diosa le había dicho 61

‘enseguida después del de Héctor, tu hado te aguarda’ ,

y él le contestó a su madre:

‘enseguida yo muera, por no dar socorro al amigo

en peligro de muerte… ’;

¿y si no sólo ‘a un amigo’, sino incluso ‘a un bienhechor’; es más, a un gran hombre que lleva una gran causa? Yo desde luego pienso que estos beneficios deben pagarse con la vida. Y, desde luego, no tengo confianza ninguna en tus «optimates»; ya ni les presto la menor atención. Veo cómo se entregan a éste y cómo van a seguir entregándose; ¿qué piensas tú que fueron aquellos decretos de los municipios sobre su salud 62 comparados con estas felicitaciones por la victoria? «Tienen miedo», dirás; pues ellos mismos dicen que antes lo tenían. Pero veamos qué ha sucedido en Brundisio. De ello quizá surjan otros planes y otra carta.

Cartas II. Cartas a Ático (Cartas 162-426)

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