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Capítulo IV

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Traen el pensamiento Lleno de impudicia, y lo derraman En torpes mil escandalosas voces, Que inficionan el viento Y altamente publican lo que aman.

González Carvajal

Cinco o seis años después de la época a que nos hemos contraído en los dos capítulos anteriores, a fines del mes de setiembre, había dado principio el convento de la Merced a la serie de ferias con que hasta el año de 1832, acostumbraban a solemnizar en Cuba las fiestas titulares religiosas, consagradas a los santos patrones de las iglesias y conventos; novenarios coincidentes a veces con el circular del Sacramento, introducido en el culto de Cuba desde los primeros años del siglo por el Señor Obispo Espada y Landa.

El novenario, de paso diremos, comenzaba nueve días anteriores a aquél en que caía el del santo patrono, prolongándose hasta otros nueve, con lo que se completaban dos novenas seguidas. Es decir, dieciocho días de fiesta, religiosas y profanas, que tenían más de grotescas y de irreverentes que de devotas y de edificantes. En ese tiempo se decía misa mayor con sermón por la mañana y se cantaba salve a prima noche dentro de la iglesia, con procesión por la calle el día del santo.

Fuera del templo había lo que se entendía por feria en Cuba, que se reducía a la acumulación en la plazuela o en las calles inmediatas, de innumerables puestos ambulantes, consistentes en una mesa o tablero de tijeras, cubiertos con un toldo y alumbrados por uno o más candiles de quemar grasa, donde se vendía, no ciertamente artículo alguno de industria o comercio del país, ni producto del suelo, caza, ave ni ganado, sino meramente baratijas de escasísimo valor, confituras de varias clases, tortas, obra de masa, avellanas, alcorza, agua de Loja y ponche de leche. Aquello no era feriar en el sentido recto de la palabra.

Pero esto no era por cierto el rasgo más notable de nuestras fiestas circulares. Había en el espectáculo algo que se hacía notable por demasiado grosero y procaz. Nos contraemos ahora a los juegos de envite y de manos que hacían parte de la feria y que provocaban con sus estupendas, aunque mentirosas ganancias, la codicia de los incautos. Los dirigían y ejecutaban en su mayoría hombres de color y de la peor ralea. Si bien groseros los artificios, no dejaban de engañar a muchos que se daban por muy avisados. Estos tenían lugar en la plazuela o en la calle, a la luz mortecina de los candiles o de los faroles de papel, y tomaban en ellos parte gentes de todas clases, condiciones, edades y sexos. Para las de alta posición social, queremos decir, para los blancos, había algo más decente, había la casa de bailes, donde un Farruco, un Brito, un Illas o un Marqués de Casa Calvo tenían puesta la banca o juego del monte desde el oscurecer hasta pasada la media noche, mientras duraban los dieciocho días de la feria.

Procurábase que la casa o casas de bailes estuviesen lo más vecino que se pudiera a la parroquia o convento en que se celebraba el novenario. En la sala se bailaba, en el comedor tocaba la orquesta, y en el patio se jugaba al juego conocido por del monte. La mesa era larga y angosta, para que cupiesen los más de los jugadores sentados a ambos lados, el tallador a una cabeza y en la otra su ayudante, que dicen gurrupié. Para la protección de los jugadores y de los naipes, en caso de lluvia, frecuentes en el otoño, se tendía un toldo del alero de la casa al caballete de la tapia divisoria de la vecina. No todos los tahures, para vergüenza nuestra sea dicho, eran del sexo fuerte, hombres ya maduros, ni de la clase lega, que en el grupo apiñado y afanoso de los que arriesgaban a la suerte de una carta, quizás el sustento de su familia el día siguiente, o el honor de la esposa, de la hija o de la hermana, podía echarse de ver una dama más ocupada del albur que de su propio decoro, o un mozo todavía imberbe, o un fraile mercenario en sus hábitos de estameña color de pajuela, con el sombrero de ala ancha encasquetado, las cuentas del largo rosario entre el índice y el pulgar de la mano izquierda, y la derecha ocupada en colocar la moneda de oro o plata en el punto que más se daba, perdiendo o ganando siempre con la misma serenidad de ánimo que de semblante.

El banquero, para llamarle por su nombre más decente, era quien hacía el gasto del alquiler de la casa, el de la música y el de las velas de esperma con que se alumbraban la sala de baile, el comedor y la mesa del juego. Todo esto se hacía para atraer a los jugadores. La entrada, por supuesto, era libre, aunque el bastonero, que también tiraba sueldo, no admitía toda clase de persona. En aquella época corría mucho la moneda fuerte, los duros españoles y las onzas de oro. La plata menuda escaseaba, y era cosa de oír el continuo retintín de los pesotes columnarios y sonoras onzas, que maquinalmente dejaban caer los tahures de una mano a otra o sobre la mesa, como para distraer el pensamiento y de algún modo interrumpir el solemne silencio del azaroso juego.

Que nada de lo que aquí se traza a grandes rasgos estaba prohibido o no más que tolerado por las autoridades constituidas, se desprende claramente del hecho de que los garitos en Cuba pagaban una contribución al gobierno para supuestos objetos de caridad. ¿Qué más? La publicidad con que se jugaba al monte en todas partes de la Isla principalmente durante la última época del mando del capitán general don Francisco Dionisio Vives, anunciaba, a no dejar duda, que la política de éste o de su gobierno se basaba en el principio maquiavélico de corromper para dominar, copiando el otro célebre del estadista romano: divide et impera. Porque equivalía a dividir los ánimos, el corromperlos, cosa que no viese el pueblo su propia miseria y su degradación.

Pero esta digresión, por más necesaria que fuese, nos ha desviado un tanto del punto objetivo de la presente historia. Nuestra atención la atraía por completo un baile de la clase baja que se daba en el recinto de la ciudad por la parte que mira al Sur. La casa donde tenía efecto, ofrecía ruín apariencia, no ya por su fachada gacha y sucia, como por el sitio en que se hallaba, el cual no era otro que el de la garita de San José, opuesto a la muralla, en una calle honda y pedregosa. Aunque de puerta ancha con postigo, no formaba lo que se entiende en Cuba por zaguán, pues abría derecho a la sala. Tras ésta venía el comedor con el correspondiente tinajero, armazón piramidal de cedro, en que persianas menudas encerraban la piedra de filtrar, la tinaja colorada barrigona, los búcaros, de una especie de terra cotta y las pálidas alcarrazas de Valencia, en España. Al comedor dicho daba la puerta lateral del primer aposento, ocupado en su mayor parte por dos órdenes de sillones de vaqueta colorada, una cama con colgaduras de muselina blanca y un armario, al que dicen en La Habana escaparate. Otros cuartos seguían a ése, atestados de muebles ordinarios, y paralelo a ellos un patio largo y angosto, también obstruido en parte por el brocal alto de un pozo cuyas aguas salobres dividía con la casa contigua, terminando cuartos y patio en una saleta atravesada y exenta.

En esta última se hallaba una mesa de regular tamaño, ya vestida y preparada con cubiertos como para hasta diez personas; algunos refrescos y manjares, agua de Loja, limonada, vinos dulces, confituras, panetelas cubiertas, suspiros, merengues, un jamón adornado con lazos de cintas y papel picado, y un gran pescado, nadando casi en una salsa espesa de fuerte condimento. En la sala había muchas sillas ordinarias de madera arrimadas a las paredes, y a la derecha, como se entra de la calle, un canapé, con varios atriles de pie derecho por delante. Aquél, a la sazón que principia nuestro cuento, le ocupaban hasta siete negros y mulatos músicos, tres violines, un contrabajo, un flautín, un par de timbales y un clarinete. El último de los instrumentos aquí mencionados se hallaba a cargo de un mulato joven, bien plantado y no mal parecido de rostro, quien, no obstante sus pocos años, dirigía aquella pequeña orquesta.

Ese se veía de pie a la cabeza del canapé por el lado de la calle. Sus compañeros, casi todos mayores que él, le decían Pimienta, y ya fuese un sobrenombre, ya su verdadero apellido, por éste lo designaremos de aquí adelante. Su mirada distraída y aun sombría, no se apartaba de la puerta de la calle, como si esperase algo o a alguien, en los momentos de que hablamos ahora.

Pero aquella puerta, lo mismo que la ventana de bastidor cuadrado, se veía asediada de una multitud de curiosos de todas edades y condiciones, que apenas permitían acceso a la sala a las mujeres y hombres con derecho o voluntad de entrar. Y decimos con derecho o voluntad porque nadie presentaba papeleta, ni había bastonero que recibiese o aposentase. El baile, conocidamente era uno de los que, sin que sepamos su origen, llamaban cuna en La Habana. Sólo sabemos que se daban en tiempo de ferias, que en ellos tenían entrada franca los individuos de ambos sexos de la clase de color, sin que se le negase tampoco a los jóvenes blancos que solían honrarlos con su presencia. El hecho, sin embargo, de tenerse preparado en el interior un buen refresco, prueba, que si aquella era una cuna en el sentido lato de la palabra, parte al menos de la concurrencia había recibido previa invitación o esperaba ser bien recibida. Así era en efecto la verdad. La ama de la casa, mulata rica y rumbosa, llamada Mercedes, celebraba su santo en unión de sus amigos particulares, y abría las puertas para que disfrutaran del baile los aficionados a esta diversión y contribuyeran con su presencia al mayor lustre e interés de la reunión.

Serían las ocho de la noche. Desde por la tarde habían estado cayendo los primeros chubascos de otoño, y aunque habían suspendido hacia el oscurecer, tras haber empapado el suelo, dejando las calles intransitables, no habían refrescado la atmósfera. Lejos de ello, había quedado tan saturada de humedad, que se adhería a la piel y hervía en los poros. Pero no eran estos inconvenientes para los curiosos que, según hemos dicho antes, asediaban la puerta y la ventana, hasta llenar casi la mitad de la angosta y torcida calle; ni para los concurrentes al baile, que a medida que avanzaba la noche llegaban en mayor número, unos a pie, otros en carruaje. Cosa de las nueve la sala de baile era un hervidero de cabezas humanas; las mujeres sentadas en las sillas del rededor y los hombres de pie en medio, formando grupo compacto, todos con los sombreros puestos; por lo cual la cabeza que sobresalía, de seguro que tropezaba con la bomba de cristal, suspendida de una vigueta por tres cadenas de cobre, en que ardía la única vela de esperma para alumbrar a medias aquella tan extraña como heterogénea multitud.

Bastante era el número de negras y mulatas que habían entrado, en su mayor parte vestidas estrafalariamente. Los hombres de la misma clase, cuya concurrencia superaba a la de las mujeres, no vestían con mejor gusto, aunque casi todos llevaban casaca de paño y chaleco de piqué, los menos chupa de lienzo, dril o Arabia, que entonces se usaban generalmente, y sombrero de paño. No escaseaban tampoco los jóvenes criollos de familias decentes y acomodadas, los cuales sin empacho se rozaban con la gente de color y tomaban parte en su diversión más característica, unos por mera afición y otros movidos por motivos de menos puro origen. Aparece que algunos de ellos, pocos en verdad, no se recataban de las mujeres de su clase, si hemos de juzgar por el desembarazo con que se detenían en la sala de baile y dirigían la palabra a sus conocidas o amigas, a ciencia y presencia de aquéllas que, mudas espectadoras, los veían desde la ventana de la casa.

Distinguíase entre los jóvenes dichos antes, así por su varonil belleza de rostro y formas, como por sus maneras joviales, uno a quien sus compañeros decían Leonardo. Vestía pantalón y chupa de dril crudo con listas rosadas, chaleco blanco de piqué, corbata de seda ajustada al cuello por un anillo de oro y las puntas sueltas, sombrero de yarey, tan fino que parecía hecho de holán Cambray, calcetín de seda de color de carne y zapato bajo con hebillita de oro al lado. Por debajo del chaleco, asomaba una cinta de aguas rojo y blanco, doblada en dos y sujetas las puntas con una hebilla también de oro. Esta servía de cadena al reloj en el bolsillo del pantalón. Había allí otro hombre que se distinguía más si cabe que Leonardo, aunque por distinto camino, esto es, por lo que diferían a su opinión y se reían de sus chocarrerías los negros y mulatos, y por la familiaridad con que trataba a las mujeres, sobre todas al ama de la casa. Frisaba ya en los cuarenta años de edad ese sujeto, no tenía pelo de barba, era blanco de rostro, con ojos grandes y alocados, la nariz larga, roja hacia la punta, indicio de su poca sobriedad, la boca grande, más expresiva. Portaba siempre debajo del brazo izquierdo una caña de Indias con puño de oro y borlas de seda negra. Le acompañaba a todas partes, como la sombra al cuerpo, un hombre de facha ordinaria, notable por la estrechez de la frente, por sus movibles y ardientes ojicos, y, sobre todo, por sus enormes patillas negras, que le daban el aire antes de bandolero que de alguacil; empleo que desempeñaba entonces, pues el otro a quien seguía era nada menos que Cantalapiedra, comisario del barrio del Ángel, el cual abandonaba por andarse tras la tentadora cuna.

Rato hacía que la música tocaba las sentimentales y bulliciosas contradanzas cubanas, aunque todavía el baile, para valernos de la frase vulgar, no se había rompido. Acomodaba afanosa el ama de la casa a sus amigas particulares y de más edad en los sillones del aposento, para que a salvo de las pisadas y tropiezos pudiesen gozar de la fiesta al mismo tiempo que no perder de vista a los objetos o de su cuidado, o de su cariño, que como jóvenes quedaban en la sala. Pimienta, el clarinete, se mantenía en pie a la cabeza de la orquesta, tocando su instrumento favorito, casi de frente para la calle, cual si no hubiese entrado aún la persona digna de su música, o quisiera ser el primero en verla entrar. Parecía, sin embargo, inútil este cuidado, por cuanto no entraba hombre ni mujer que no tuviera algo que decirle al paso. A todos estos saludos contestaba él invariablemente con un movimiento de cabeza, si se exceptúa que cuando le tocó su vez al capitán Cantalapiedra, quien con su acostumbrada familiaridad le puso la mano en el hombro y le habló en secreto, contestó quitándose el instrumento de la boca:—Así parece, mi capitán.

Podía advertirse que cada vez que entraba una mujer notable por alguna circunstancia, los violines, sin duda para hacerle honor, apretaban los arcos, el flautín o requinto perforaba los oídos con los sones agudos de su instrumento, el timbalero repiqueteaba que era un primor, el contrabajo, manejado por el después célebre Brindis,[7] se hacía un arco con su cuerpo y sacaba los bajos más profundos imaginables, y el clarinete ejecutaba las más difíciles y melodiosas variaciones. Aquellos hombres, es innegable, se inspiraban, y la contradanza cubana, creación suya, aun con tan pequeña orquesta, no perdía un ápice de su gracia picante ni de su carácter profundamente malicioso-sentimental.

Cecilia Valdés o la Loma del Ángel

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