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¿Y qué modo de hombre es él, es negocio moscatel, es discreto vergonzoso, o dulce o acibaroso?

Lope de Vega

La Buscona

En el barrio de San Francisco y en una de las calles menos torcidas, con banquetas o losas en una o dos cuadras, había, entre otras, una casa de azotea, que se distinguía por el piso alto sobre el arco de la puerta, y balconcito al poniente. La entrada general, como la de casi todas las casas del país—para los dueños, criados, bestias y carruajes, dos de los cuales había comúnmente de plantón—era por el zaguán; especie de casapuerta o cochera, que conducía al comedor, patio y cuartos escritorios.

Llamaban bajo este último nombre los que se veían a la derecha, a continuación del zaguán, ocupados, el primero por una carpeta doble de comerciante, con dos banquillos altos de madera, uno a cada frente, y debajo una caja pequeña de hierro, cuadrada, que en vez de puerta tenía tapa para abrirse o cerrarse, siempre que se guardaban en ella o se sacaban los sacos de dinero. En el lado opuesto de la casa se veía la hilera de cuartos bajos para la familia, con entrada común por la sala, puerta y ventana al comedor y al patio.

Este formaba un cuadrilátero, en cuyo centro sobresalía el brocal de piedra azul de un aljibe o cisterna, donde, por medio de canales de hoja de lata y de cañerías enterradas en el suelo, se vertían las aguas llovedizas de los tejados. Una tapia de dos varas de elevación, con un arco hacia el extremo de la derecha, separaba el patio de la cocina, caballeriza, letrina, cuarto de los caleseros y demás dependencias de la casa.

Entre el zaguán y los cuartos llamados escritorios, descendía al comedor, apoyada en la pared divisoria, una escalera de piedra tosca con pasamanos de cedro, sin meseta ni más descanso que la vuelta violenta que hacían los últimos escalones casi al pie. Esa escalera comunicaba con las habitaciones altas, compuestas de dos piezas: la primera que hacía de antesala, tan grande como el zaguán; la segunda, todavía mayor, como que tenía las mismas dimensiones que los escritorios sobre los cuales estaba construida y servía de dormitorio y estudio. Con efecto, los muebles principales que la llenaban casi, eran una cama o catre de armadura de caoba, cubierto con un mosquitero de rengue azul, un armario de aquella propia madera, un casaquero o percha de lo mismo, un sofá negro de cerda, unas cuantas sillas con asiento de paja, una mesa a modo de bufete, y una butaca campechana.[9] Sobre los tales muebles se hallaban varios libros, unos abiertos, otros cerrados o con una o más hojas dobladas por la punta, empastados a la española, con canto rojo, todos al parecer de leyes, según podía notarse, leyendo los letreros dorados en los lomos de algunos. En el sofá únicamente dos periódicos en forma de folletos: el más voluminoso con un malísimo grabado que representaba los figurines de un hombre, una mujer y un niño, y llevaba por título La moda o Recreo Semanal,[10] el otro El Regañón.[11]

Abajo, en el comedor había una mesa de alas de caoba, capaz para doce cubiertos, hasta seis butacas en dos hileras frente a la puerta del aposento; en el ángulo el indispensable jarrero, mueble sui generis en el país, y para proporcionar sombrío a la pieza y protegerla contra la reverberación del sol en el patio, había dos grandes cortinas de cañamazo, que se arrollaban y desarrollaban lo mismo que los telones de teatro. En la pared medianera entre el zaguán y la sala, había una reja de hierro, y para dar paso a la luz exterior en esta última, dos ventanas de lo mismo voladizas, que desde el nivel del piso de la calle subían hasta el alero del techo. De la viga principal colgaba por sus cadenas una bomba de cristal; de la pared del costado dos retratos al óleo, representativos de una dama y de un caballero en la flor de su edad, hechos por Escobar;[12] debajo de éstos un sofá, y en dirección perpendicular al mismo, en dos filas, hasta seis sillones con asiento y respaldo de marroquí rojo; en los cuatro ángulos, rinconeras de caoba, adornadas con guardabrisas de cristal o con floreros de china. En la pared, entre ventanas, una mesa alta con pies dorados y encima un espejo cuadrilongo; llenando los huecos intermedios, sillas con profusión.

Era de notarse la cortina de muselina blanca, con fleco de algodón, que pendía de los dinteles de las puertas y ventanas de los cuartos, como para dar libre paso al aire y ocultar sus interioridades de las miradas de los que pasaban por el comedor y el patio. En resumen, la casa aquella, peculiarmente habanera, según se habrá echado de ver por la menuda descripción que de ella hemos hecho, respiraba por todas partes aseo; limpieza y... lujo, porque tal puede llamarse, en efecto, si se tiene en cuenta el país, la época de que se habla, el estilo y calidad del mueblaje, los dos carruajes en el zaguán y la capacidad misma de la morada. ¿Vivía allí una familia decente, bien educada y feliz? Vamos a verlo en breve.

A la hora en que principia nuestro cuento, entre seis y siete de la mañana de uno de los días de octubre, ocupaba una de las butacas del comedor un caballero de hasta cincuenta años de edad, alto, robusto, entrecano, nariz grande aguileña, boca pequeña, los ojos pardos y vivos, la color del rostro rubicunda, la cabeza redonda por detrás; signos éstos característicos de pasiones fuertes y firmeza de carácter. Llevaba el cabello corto, la barba rasurada completamente; vestía bata talar de zaraza sobre chaleco largo de piqué blanco, pantalones de dril y chinelas de ante. Descansaba los pies en una silla con asiento de paja y con ambas manos se llevaba a los ojos un periódico impreso en papel español de hilo del folio común, titulado El Diario de la Habana.[13]

Mientras leía se le presentó un muchacho como de doce años de edad, vestido de pantalones y camisa de listadillo, que venía del fondo del patio y traía en la mano derecha una taza de café con leche, puesta en un plato, y en la otra un azucarero de plata. El caballero, sin enderezarse en la butaca, tomó la taza, endulzó y se puso a sorber y leer con toda calma, mientras el criado, con los brazos cruzados sobre el pecho, se quedó delante de él en pie, conservando en las manos respectivas el plato y el azucarero. Concluida la poción de café con leche, no obstante que el muchacho se hallaba a pocos pasos, le dijo en tono de voz atronadora:—¡Tabaco y lumbre! Salió aquél de carrera a la cocina y volvió a poco por los cuartos escritorios, trayendo entonces una vejiga grande con algunos cigarros[14] arrollados en el fondo y un braserillo de plata con una brasa de carbón vegetal, medio enterrada en un montón de cenizas. El caballero encendió un cigarro y cuando el muchacho se disponía a emprender de nuevo la carrera, le gritó:—¡Tirso!

—¡Señor! contestó también en alta voz como si ya estuviera en la cocina o hablara con sordo.

—¿Has estado arriba? le preguntó el amo.

—Sí, señor, dende que llegó de la plaza el cocinero.

—¿Y cómo es que el niño Leonardo no ha bajado todavía?

—Es querer decir a su merced que el niño Leonardo no quiere que lo dispierten cuando ha pasado mala noche.

—¡Mala noche! repitió el caballero mentalmente. Anda (al esclavo), despiértale y que baje.

—Señor, dijo el muchacho titubeando y confuso. Señor, su merced sabe...

—¿Qué sucede? volvió a tronar el amo, luego que echó de ver que el esclavo se estaba parado y no le había obedecido.

—Señor, es querer decir a su merced, que el niño se pone bravo cuando lo dispiertan, y...

—¿Qué? ¿Qué dices? ¡Ah! ¡Perro! Anda, corre si no quieres subir a puntapiés.

Y como el caballero medio se incorporase para ejecutar la amenaza, no esperó a que se la repitieran para obedecer la orden. En cuatro saltos se puso en lo alto de la escalera, desapareciendo en el dormitorio del joven Leonardo. A tiempo mismo que el muchacho corría escaleras arriba, asomaba por la puerta del aposento una señora algo gruesa, hermosa, de amabilísimo aspecto, las facciones menudas, con el cabello todavía negro, aunque pasaba de los cuarenta de edad, vestida de holán clarín blanco, y abrigada con una manta de burato color canario y toda ella muy pulcra y de ademán reposado y señoril. Sentose al lado del caballero de la bata, a quien, preguntándole por las noticias del día, dio el nombre de Gamboa. Este le contestó entre dientes que la única importante que traía El Diario era la aparición del cólera morbus en Varsovia, donde hacía estragos espantosos.

—¿Y dónde es eso? preguntó la señora bostezando.

—¡Toma! contestó Gamboa. Eso es muy lejos. Figúrate, allá, cerca del Polo Norte, en Polonia. Ya tiene que rodar el señor cólera para llegar hasta nosotros, y entonces... ¡quién sabe dónde estaremos tú y yo!

—¡Dios nos libre de horas menguadas, Cándido! volvió a exclamar la señora con el mismo aire de indolencia de antes.

Bajaba Tirso en este punto los escalones con doble precipitación, si cabe, de aquella con que los había subido; y a no ser porque en tiempo agacha la cabeza, le alcanza en ella un libro que le arrojaron de lo alto, el cual, con la violencia del golpe se hizo pedazos en la puerta del escritorio. Don Cándido alzó la cabeza y la señora se levantó y fue hacia el pie de la escalera, preguntando:—¿Qué ha sido eso? Por toda respuesta el muchacho, muy asustado, le indicó con los ojos al joven Leonardo, que se hallaba en lo alto, envuelto en la sábana, con los puños apretados en señal de cólera y de amenaza. Pero no bien descubrió a su madre, pues lo era aquella señora, cambió de actitud y de semblante; e iba sin duda a explicarle la ocurrencia, cuando ella le contuvo haciéndole una seña muy significativa, que equivalía, poco más o menos a decirle:—Calla, que ahí está tu padre. Por lo que él, sin más demora, dio media vuelta y se volvió al dormitorio.

—¿Viene el niño Leonardo? preguntó Gamboa al esclavo, cual si no hubiera notado la carrera de éste, el librazo contra la puerta del escritorio ni la acción de su esposa.

—Sí, señor, contestó Tirso.

—¿Le diste mi recado? insistió don Cándido en tono de voz más recio y áspero.

—Es querer decir a su merced, repuso el esclavo todo turbado y tembloroso, que... el niño... el niño Leonardo no me dio tiempo.

La señora se había vuelto a sentar, y seguía llena de ansiedad las palabras y los movimientos del semblante de su marido. Le vio ponerse rojo a medida que Tirso soltaba las pocas frases de que en su turbación pudo hacer uso; aún le pareció que iba a levantarse, acaso para pegarle al esclavo, o hacer bajar por la fuerza a Leonardo; en cuya confusa alternativa, a fin de ganar tiempo, le dejó caer la mano derecha en el brazo izquierdo y le dijo en voz muy baja y musical:

—Cándido, Leonardito se viste para bajar.

—Y tú ¿cómo lo sabes? replicó don Cándido con gran viveza, volviéndose para su esposa.

—Acabo de verle a medio vestir, en lo alto de la escalinata, contestó ella con calma.

—Pues tú siempre estás al tanto de cuando Leonardo cumple con su deber, pero eres ciega para sus faltas.

—No sé yo que el porbrecito haya cometido ninguna, al menos recientemente.

—¡Ya! ¿No lo decía yo? Ciega, cieguecita, Rosa, tus mamanteos van a perder a ese muchacho. ¡Tirso! tronó don Cándido.

Antes que volviese Tirso de la cocina, en donde se había refugiado, luego que sus amos entablaron el anterior, brevísimo diálogo, entró por el zaguán adelante el mulato calesero que ya conocen nuestros lectores, por aquella escena en el barrio de San Isidro y noche del 24 de setiembre. Vestía ahora solamente camisa y pantalones cuyas piernas estaban arremangadas hasta poco más abajo de las rodillas, como para dejar ver el borde de los calzoncillos blancos, que formaba dientes en vez de dobladillos. Los zapatos eran de vaqueta muy escotados, con hebilla de plata al lado, y tenía argollas de oro en las orejas, pañuelo atado en la cabeza, el sombrero de paja en la mano derecha, y en la izquierda el ronzal de un caballo que traía rabiatado otro del mismo color y estampa, ambos recién salidos del baño, pues aun escurrían agua o sudor, y el último tenía la cola hecha un nudo. El mulato había cabalgado en el primero desde la caballeriza al baño, cerca del Muelle de Luz, porque todavía llevaba el sudadero, a falta de silla.

—Pero aquí está Aponte, agregó don Cándido viéndole asomar. ¡Aponte!

—No hay necesidad de que preguntes a los criados interpuso doña Rosa.

—Quiero que oigas una de las recientes gracias de tu hijo, insistió el marido. ¿A qué hora trajiste anoche (hablando con Aponte) a tu amo?

—A las dos de la madrugá, contestó Aponte.

—¿Dónde pasó tu amo la noche? añadió don Cándido.

—Es inútil que lo diga, interrumpió la señora. Aponte, lleva esos caballos al pesebre.

—¿Dónde pasó tu amo la noche? repitió don Cándido en voz de trueno, viendo al calesero dispuesto a obedecer la orden de su ama.

—Es dificultoso que yo le diga a su merced mi amo, dónde pasó la noche mi amo el niño Leonardito.

—¡Qué! ¿Cómo se entiende?

—Le digo a su merced, mi amo, que es muy dificultoso, apresuróse Aponte a explicar, notando que don Cándido montaba en cólera; porque primeramente yo llevé el niño Leonardito a Santa Catarina, dispués lo llevé al muelle de Luz, dispués lo estuve esperando en el muelle de Luz hasta las doce de la noche, dispués lo llevé otra vuelta a Santa Catarina, dispués...

—¡Basta! dijo doña Rosa enojada. Quedo enterada.

Aponte se retiró con los caballos, pasando por el comedor y el patio en dirección de la caballeriza, y don Cándido, volviéndose para su mujer, le dijo:

—¿Qué te-a-ele-tal? ¿No te parece reciente la de anoche? Yo no sabía nada, sospechaba únicamente, porque conozco a mi hijo mejor que tú, y ya has oído que se ha estado en Regla hasta las doce de la noche. Tal vez no fue solo. ¿Quiéres oír ahora con quiénes y cómo pasó la mitad del tiempo en Regla? ¿No lo adivinas? ¿No lo sospechas?

—Suponiendo que lo adivinase, que lo palpase, observó doña Rosa con ligero desdén, ¿qué aprovecharía? ¿Dejaría yo por eso de quererlo como lo quiero?

—Pero si no se trata de quererle ni desquererle, Rosa; saltó impaciente don Cándido. Se trata de poner remedio a sus faltas, que ya rayan en lo serio.

—Sus faltas, si las comete, no pasan de calaveradas propias de la juventud.

—Es que las calaveradas, cuando son repetidas y no se les pone coto a tiempo, suelen parar en cosas graves que dan mucho que llorar y que sentir.

—Pues tus calaveradas no te trajeron, que yo sepa, serios ni graves resultados, y eso que las suyas, comparadas con las tuyas, son meros pasatiempos juveniles; dijo doña Rosario con refinado sarcasmo.

—Señora, repuso don Cándido irritado, por más que hiciese esfuerzo visible por ocultarlo: sean cuales fueren las locuras que yo haya podido cometer en mi juventud, ellas no autorizan a Leonardo para que lleve la vida que lleva con... aprobación y aplauso de Vd.

—¡Mi aprobación! ¡mi aplauso! Esa sí que está buena. Nadie mejor que tú es testigo de que, lejos de aprobar y aplaudir las locuras de Leonardito, siempre le estoy aconsejando y aún reprendiendo.

—¡Ya! Por un lado le aconsejas y le reprendes, y por otro le das quitrín y calesero y caballos y media onza de oro todas las tardes para que se divierta, triunfe y corra la tuna con sus amigos. No apruebas ni aplaudes sus locuras, pero le facilitas el modo y medios de cometerlas.

—Eso es, yo facilito el modo y medio cómo se pierda el muchacho. Tú no, tú eres un santo. ¡Oh! Sí, tu vida ha sido ejemplar.

—No sé a qué conduce tan amarga sátira.

—Conduce a que eres muy duro con él, y a que estaría buena tu aspereza si fueses intachable, si no hubieses pecado...

—¿Me tiene él en tan buen concepto como el que la merezco a Vd. señora? ¿Sabe que yo haya pecado?

—Tal vez lo sepa.

—Si Vd. no se lo ha contado...

—No hay necesidad de que yo le enseñe cosas malas. Sería madre desnaturalizada si tal hiciera. Pero él no es ningún tonto, y luego fue demasiado público, escandaloso lo de María de Regla.

—No sería mucho que haya llegado a sus oídos y le provoque a imitarte. El mal ejemplo...

—Basta, señora, dijo don Cándido más desazonado que irritado. Creía, tenía razón para esperar que Vd. hubiese dado eso al olvido.

—Mala creencia, porque hay cosas que no es posible olvidarlas jamás.

—Ya lo veo. Lo que quiere decir eso es, que me he engañado; quiere decir que las mujeres, algunas mujeres, no olvidan ni perdonan ciertas faltas de los hombres. Pero, Rosa, agregó cambiando de tono, nosotros vamos fuera del carril y eso no está bien. La verdad es que si yo soy muy duro, como dices, con Leonardo, tú eres muy débil, y no sé yo qué será peor. El es un loco, voluntarioso y terco, necesita freno más que el pan que come. Advierto, sin embargo, con dolor, que, por pensar en mi dureza, le llevas sin querer, por supuesto, como por la mano a su pronta perdición. De veras, Rosa, tiempo es ya de que sus locuras y sus debilidades cesen; tiempo es ya de tomar una determinación que le libre a él de un presidio y a nosotros de llanto y de infamia eternos.

—¿Y qué remedio adoptar, Cándido? Ya es tarde, ya él es un hombrecito.

—¿Qué remedio? Varios. En los buques de guerra de S. M. hasta a los hombronazos se les mete en cintura. Pensando estaba que no le vendría mal oler a brea por corto tiempo. Apuradamente mi amigo Acha, comandante de La Sabina, está empeñado en enseñarle la maniobra. Ayer nada menos me dijo que me resolviera y se lo entregara, seguro de que le pondría más derecho que un mastelero de gavia. Sí, ésa fue la expresión de que hizo uso. De todos modos, estoy resuelto a poner freno a las demasías de ese mozo.

Conmoviose doña Rosa al oír las últimas palabras de su marido, mucho más al notar el tono de firme resolución con que las emitió; y parte para ocultar las lágrimas que le rebosaban en los ojos, parte por variar el objeto de una conversación que le hería en lo más vivo del alma, se levantó otra vez y se dirigió al patio. En aquel momento mismo bajaba Leonardo la escalera, vestido como para salir a la calle; y ella, que sintió sus pasos, retrocedió al sitio que acababa de dejar al lado de su marido, y en tono de humilde súplica, con voz temblosa por la emoción, le dijo:

—Por el amor de ese mismo hijo, Gamboa, no le digas nada ahora. Tu severidad le rebela y me mata a mí.

—¡Rosa! murmuró don Cándido echándole una mirada de reconvención. Tú le pierdes.

—¡Prudencia, Cándido! replicó doña Rosa, respirando más libremente; porque comprendió que su esposo estaba inclinado por entonces a ejercer aquella virtud. Advierte que ya es un hombre y que le tratas como si fuera un niño.

—¡Rosa! repitió don Cándido con otra mirada de reconvención ¿Hasta cuándo?

—Será ésta la última vez que interceda por él, se apresuró a decir doña Rosa. Te lo prometo.

En esto acababa de bajar la escalera el joven Gamboa y se encaminó derecho a su madre, la cual le salió al encuentro como para mejor protegerle del enojo de su padre. Pero éste, silencioso y cabizbajo, ya penetraba en el escritorio y no vio o se hizo que no vio al hijo besar a la madre en la frente, ni la seña con que ella le indicó que debía saludar también a su padre.

Leonardo no dijo palabra, ni hizo ademán de cumplir con la indicación. Sólo se sonrió, levantó los hombros y se encaminó a la calle, llevando debajo del brazo izquierdo un libro empastado a la española, con los cantos rojos, y en la mano derecha una caña de Indias cuyo puño de oro figuraba una corona.

Cecilia Valdés o la Loma del Ángel

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