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Capítulo VIII
Оглавление¡Para hacer bien por el alma Del que van a ajusticiar!
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El reo de muerte
Tiró el estudiante en dirección de la Plaza Vieja por la calle de San Ignacio. En la esquina de la de Sol tropezó con otros dos estudiantes poco más o menos de su edad, que en toda apariencia esperaban su llegada. El uno de ellos no es desconocido para el lector, pues le ha visto en la cuna de la calle de San José. Nos referimos a Diego Meneses. Era el otro de figura menos galana y esbelta, agregando a su baja estatura un cuello muy corto y hombros bastante levantados, entre los cuales llevaba como enterrada una cabeza redonda y chica. Había cierta confusión en su frente más angosta y levantada; los ojos tenía pequeños y penetrantes, la nariz algo arremangada, la barba aguda y la boca fresca y húmeda, por cierto la más expresiva de sus menudas facciones; el cabello crespo y así en su semblante como en su cuerpo se descubría desde luego la gran malicia que animaba su travieso espíritu. Junto con una fuerte palmada en el hombro, Leonardo le dio el nombre de Pancho Solfa. Este, medio sonreído, medio mal humorado del golpe dijo:
—Cada animal tiene su lenguaje, y el tuyo, Leonardo, es a veces muy expresivo.
—Porque te quiero te aporreo, Pancho. ¿Quieres otra caricia?
—Basta, chico. Y se desvió, haciendo un movimiento con la mano izquierda.
—¿Qué hora es? preguntó Leonardo. Recuerdo que no le di cuerda anoche a mi reloj y se ha parado.
—Las siete acaban de dar en el reloj del Espíritu Santo, respondió Diego. Nos marchábamos sin ti, creyendo que se te habían pegado las sábanas.
—Por poco no me levanto en todo el día. Me acosté tarde y mi padre me hizo llamar al amanecer. Él, como se acuesta con las gallinas, madruga siempre. ¿No les parece a ustedes que hay tiempo de dar una vueltecita por la Loma del Ángel?
—Soy de opinión que no, dijo Pancho. A menos que tú, cual otro Josué, tengas la virtud de parar el sol.
—Te pereces por una cita, Pancho, venga o no venga a pelo. ¿Pues no sabes que el sol no camina desde que Josué le mandó parar su carrera? Si hubieses estudiado astronomía sabrías eso.
—Di, más bien, que si hubiera estudiado historia sagrada, dijo Meneses.
—El cuento es, observó Pancho, que sin estudiar a fondo una cosa y otra, sé que el caso participa de ambas y no son ustedes los que me corrigen la plana.
—A todas éstas, caballeros ¿qué lección tenemos hoy? No concurrí a la clase el viernes, ni he abierto el libro en todo este tiempo.
—Govantes señaló para hoy el título tercero, que trata del derecho de las personas, respondió Diego. Abre el libro y verás.
—Pues no he saludado esa materia siquiera, agregó Leonardo. Sólo sé que según el derecho patrio, hay personas y hay cosas; que muchas de éstas, aunque hablan y piensan, no tienen los mismos derechos que aquéllas. Por ejemplo, Pancho, ya que te gustan los símiles, tú a los ojos del Derecho no eres persona, sino cosa.
—No veo la similitud, porque no soy esclavo, que es a quien considera cosa el derecho romano.
—Ya. No eres esclavo, pero alguno de tus progenitores lo fue sin duda y tanto vale. Tu pelo al menos es sospechoso.
—Dichoso tú que le tienes flechudo como los indios. Si vamos a examinar, sin embargo, nuestros árboles genealógicos respectivos, hallaremos que aquéllos que pasan por ingenuos entre nosotros, son cuando menos libertinos.[15]
—Resuellas por la herida, compadre. Vamos, que no es ningún pecado amarrar la mula tras de la puerta. Mi padre es español y no tiene mula; mi madre sí es criolla y no respondo que sea de sangre pura.
—Es que tu padre por ser español, no está exento de la sospecha de tener sangre mezclada, pues supongo que es andaluz, y de Sevilla vinieron a América los primeros esclavos negros. Tampoco los árabes, que dominaron en Andalucía más que en otras partes de España, fueron de raza pura caucásica, sino africana. Por otra parte, era común ahí, entonces, la unión de blancos y negros, según el testimonio de Cervantes y de otros escritores contemporáneos.
—Ese rasguito histórico, don Pancho, vale un Potosí. Se conoce que la cuestión de razas te ha costado algunos quebraderos de cabeza. No paro yo en eso la atención, ni creo que hace bulto ni peso la sangre mezclada. Lo que puedo decir es que, no sé si porque tengo algo de mulato me gustan un puñado las mulatas. Lo confieso sin empacho.
—La cabra siempre tira al monte.
—El refrán no viene al caso; mas si lo dices para afirmar que no te gusta la canela, peor para ti, Pancho, porque eso quiere decir que te gusta el carbón, género mucho más inferior.
En este punto de su conversación iban, cuando entraron por los portales de la Plaza Vieja llamados del Rosario. Estos los forman unas cuatro o cinco casas, pertenecientes a familias nobles o ricas de La Habana, con anchos balcones, apoyados en altos arcos de piedra, cuyas luces cubren durante el día unas cortinas de cañamazo, a manera de velas mayores de barcos. El piso superior de esas casas lo ocupan los dueños o inquilinos, que viven de sus rentas; pero en los bajos, salones en general oscuros y poco ventilados, tienen sus tiendas unos mercaderes al por menor, que llaman baratilleros, quinquilleros propiamente dichos, los cuales, en absoluto, son españoles, por lo común montañeses. Dentro guardan el acopio de géneros y baratijas, y al frente, bajo los arcos de piedra, exponen lo que se entiende por quincalla en unas vidrieras o muestrarios portátiles, que descansan sobre una especie de tijeras. Por la mañana temprano los exponen y por la noche los guardan.
Poco después de las siete de la mañana se principia generalmente la primera de las operaciones aquí mencionadas. Los mercaderes, de dos en dos, sacan las vidrieras, sujetando uno por una cabeza, otro por la otra, como si fueran ataúdes o que pesaran mucho para un solo hombre.
Algunos estaban ya expuestos, y los vendedores se paseaban por delante de ellos en mangas de camisa, a pesar del airecillo de la mañana, cuando entraron en los portales nuestros tres estudiantes.
Llevaban la delantera Leonardo y Diego, riendo y charlando, sin hacer caso de los mozos españoles que iban y venían, afanados en la obra de exponer sus mercancías a tiempo. Detrás, y a paso mesurado, inclinada la cabeza y taciturno, los seguía su condiscípulo Pancho, y ya por esto, ya porque les chocase su facha, la verdad es que el primer buhonero con quien tropezó le echó mano por un brazo y le dijo: ¡Hola, rubio! ¿no quieres comprar un par de navajas de primera? Se desprendió de éste con un esguince y le cogió otro para decirle: Acá, primo, vendo gafas excelentes. Adelante se le interpuso un tercero para ofrecerle tirantes elásticos; un cuarto para meterle por los ojos cortaplumas vizcaínos, superiores a los ingleses. Rodando de uno para otro, ora sonriéndose, ora haciendo un gesto de enfado, el ya molesto estudiante logró adelantar algunos pasos. Al fin, rodeado por varios baratilleros más dispuestos a la burla que a encarecer sus baratijas, se quedó parado y cruzó los brazos. Por fortuna en aquel momento le echaron de menos sus compañeros, volvieron la cara y notaron el cerco que le habían formado. Ignorando la causa, Leonardo, que era intrépido, retrocedió a la carrera, penetró por fuerza por el corrillo y sacó a su amigo del apuro. Mas así que se informó por él mismo de lo que había pasado, rió de ganas y le dijo: Te tomaron por montuno, Pancho. Tú también tienes una figura...
—Mi figura no tiene nada que ver con el asunto, le interrumpió Pancho de mal talante; es que estos españoles tienen más de judíos que de caballeros.
Siguiendo la calle de San Ignacio nuestros estudiantes, a poco andar desembocaron en la Plazuela de la Catedral. Cuando llegaban a los portales de la casa conocida por de Filomeno, les llamó la atención un grupo numeroso y compacto de pueblo que entraba en la misma por el lado opuesto, es decir, por la calle de Mercaderes y el Boquete. La vanguardia, compuesta en su mayor parte de gente de color, hombres, mujeres y muchachos sucios, harapientos y descalzos, ya marchaba, ya hacía alto, y de cuando en cuando volvía atrás la cabeza, como por resorte. Entre dos filas de soldados equipados a la ligera, pues su uniforme consistía de chaqueta de paño azul, pantalón blanco, canana atada al cinto por delante, sombrero redondo y carabina corta, que portaban por los tercios, iban hasta doce mulatos y negros vestidos en traje talar de sarga negra, con caperuza de muselina blanca, cuya punta larga flotaba por detrás de la cabeza, a guisa de gallardete; y cada cual llevaba en la mano derecha una cruz negra de brazo corto y árbol largo. Cuatro de esos lúgubres hombres conducían al hombro, en silla de mano, a una al parecer criatura humana, cuya cabeza y cuerpo desaparecían bajo los pliegues de un paño negro (manto de estameña), cayendo a plomo por fuera de todo el aparato.
A un lado de este ser misterioso venía un sacerdote con sotana negra de seda, bonete en la cabeza y un crucifijo en ambas manos; al otro un negro bastante joven, robusto y ágil. Este vestía pantalón blanco, sombrero redondo y chaqueta de paño negro, en cuya espalda se le descubría una como escalera bordada de seda amarilla. Eso indicaba su oficio, y era nada menos que el verdugo. Andaba a paso medido y no levantaba los ojos del suelo. Detrás venía un hombre blanco vestido de calzón corto, medias de seda, chupa de paño y sombrero de tres picos, todos de color negro. Este era el escribano. Inmediato a él marchaba un militar de alta graduación indicada por los tres entorchados de la casaca y el sombrero de tres picos galoneado de oro, con pluma blanca de avestruz. Cerraban el cortejo otros negros y mulatos en el traje negro talar y caperuza blanca, ya descrito, y más pueblo, todos moviéndose en solemne y silenciosa procesión, pues no se oía otro ruido que los pasos acompasados de la tropa y la voz gangosa del sacerdote recitando las oraciones de los moribundos.
Por esta rápida descripción advertirá el lector habanero que se trataba de un reo de muerte que conducían al patíbulo, acompañándole los hermanos de la Caridad y de la Fe, institución religiosa compuesta exclusivamente de gente de color que se ocupaba en asistir a los enfermos y moribundos y en enterrar a los muertos, principalmente los cadáveres de los ajusticiados. Es bien sabido que la justicia española lleva su saña hasta las puertas del sepulcro, y he ahí la necesidad de la institución religiosa dicha, que se encarga de recoger el cadáver del criminal y de darle sepultura, en vez de los parientes y amigos, privados de esos oficios por la ley o la costumbre.
La tropa que custodiaba al reo en tales circunstancias, en La Habana al menos, era un piquete de la célebre partida de Armona, especie de guardia civil, establecida por Vives, que desempeñaba el papel de la policía de otras partes: el militar de alta graduación, el mayor de plaza, a la sazón coronel Molina, después castellano del Morro, en cuyo empleo murió cargado con el odio de aquéllos a quienes había oprimido y explotado mientras desempeñó el primero de estos cargos: el individuo que conducían al suplicio de la manera referida no era hombre, sino mujer y blanca; la primera tal vez de su clase que ejecutaban en La Habana.