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Capítulo I

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Tal es el fruto de la culpa,

Tello, cosecha de dolor.

Solís

Hacia el oscurecer de un día de noviembre del año de 1812, seguía la calle de Compostela en dirección del norte de la ciudad, una calesa tirada por un par de mulas, en una de las cuales, como era de costumbre, cabalgaba el calesero negro. El traje de éste, las guarniciones de aquéllas y los ornamentos de plata maciza, mostraban a las claras que era rica la persona a que pertenecía tan lujoso equipaje. Prendida estaba de los calamones, no sólo por el frente, sino también por un costado y hasta la mitad del otro,—la cortina o capacete de paño con banda de vaqueta. Sea el que fuese quien ocupaba el carruaje a la sazón, no puede negarse que tenía interés en guardar la incógnita, aunque parecía excusada la precaución, por cuanto no había alma viviente en las calles, ni se divisaba otra luz que la de las estrellas, o la artificial de algunas casas que se escapaba por las anchas rendijas de las puertas cerradas.

Pararon de repente las mulas al trote en la esquina del callejón de San Juan de Dios y salió a espacio y con no poco trabajo de la calesa un caballero alto, bien puesto, vestido de frac negro abotonado hasta el cuello, dejando ver por debajo el chaleco o chupa de color claro, pantalones de carranclán de pie, corbatín de cerda y sombrero de castor con copa enorme y ala angosta. Por lo que podía distinguirse en aquella media luz de las estrellas, las facciones más notables del hombre eran la nariz, que tenía aguileña, los ojos bastante vivos, el rostro ovalado y la barba pequeña. El color de ésta y el del cabello, las sombras del sombrero y de las paredes alterosas del convento vecino, lo oscurecían tal vez sin ser negro.

—Sigue hasta la calle de lo Empedrado—dijo el caballero en tono imperioso, más bajo, apoyando la mano izquierda en la silla de la mula de varas—y espera inmediato a la esquina. En caso que diese la ronda contigo, di que perteneces a don Joaquín Gómez y que aguardas sus órdenes. ¿Entiendes, Pío?

—Sí, señor, contestó el calesero; quien desde que empezó a hablar su amo tenía el sombrero en la mano.

Y siguió al paso de las mulas hasta el punto que le indicó aquél.

El callejón de San Juan de Dios se compone de dos cuadras solamente, cerrado por un extremo en las paredes del convento de Santa Catalina y por el otro en las casas de la calle de la Habana. El hospital de San Juan de Dios, que le da nombre, y que por sus altas y cuadradas ventanas, siempre deja salir el vaho caliente de los enfermos, ocupa todo un lado de la segunda cuadra y los otros tres, casitas pequeñas de tejas coloradas y un solo piso, el de las últimas en particular más alto que el nivel de la calle, con uno y dos escalones de piedra a la puerta. Las de mejor apariencia de ellas eran las de la primera cuadra entrando de la calle de Compostela. Eran todas de un mismo tamaño, poco más o menos, de una sola ventana y puerta, ésta de cedro con clavos de cabeza grande, pintadas de color de ladrillo, aquélla o de espejo o volada[4] y de balaustres de madera gruesa. El piso de la calle se hallaba en su estado primitivo y natural, pedregoso y sin banquetas.

El caballero desconocido, arrimado a las paredes, debajo de los salientes aleros de tejas, se detuvo a la puerta de la tercera casita de su derecha y dio dos golpecitos con la punta de los dedos. Allí sin duda le aguardaban, porque tardaron en abrir lo que tardó en pasar de la ventana a la puerta la persona que quitó la tranca con que se cerraba por dentro. Esa resultó ser la ama de la casa; mulata como de 40 años de edad, de estatura mediana, llena de carnes, aunque conservaba el talle estrecho, los hombros redondos y desnudos, la cabeza hermosa, la nariz algo gruesa, la boca expresiva y el cabello espeso y muy crespo. Vestía camisa fina bordada, de manga corta, y enaguas de sarga sin pliegues ni adorno ninguno.

Había pocos muebles en la sala: arrimada a la pared de la derecha una mesa de caoba, sobre la cual ardía una vela de cera, dentro de una guardabrisa o fanal, y varias sillas pesadas de cedro con asiento y respaldo de vaqueta, clavados con tachuelas de cobre. En aquella época esto se tenía por lujo, mucho más tratándose de una mujer de color, que ocupaba aquella habitación como ama y no como criada. El caballero no le dio la mano al entrar, sólo le hizo un saludo grave sin dejar de ser gracioso y amable; lo que sin disputa era aún más extraño, pues aparte de su diferencia de condición y de raza, la de sus edades respectivas era notable a primera vista y no cabía entre ellos otra relación que la de la amistad, más o menos sincera y desinteresada. Enseguida preguntó en tono triste y acercándose a la mujer cuanto podía, a fin de no levantar la voz, que la tenía algo bronca:

—¿Y qué tal la enferma?

La mulata sacudió la cabeza con aire todavía más triste y contestó con tres monosílabos:

—¡Ah! muy mal.

Algo más animada, aunque sin despejársele el semblante, agregó poco después:

—¿No se lo dije al señor? Entodavía ha de acabar con ella el golpe.

—Pues qué, replicó desazonado el caballero, ¿no me dijo Vd. anoche que estaba mejor y más tranquila?

—Lo estaba, sí, señor; pero la mañana la ha pasado muy desinquieta y agitada. Decía que le daban calor las sábanas, que le ardía la cabeza, y varias veces ha tratado de salirse de la cama buscando aire. De manera que fue preciso mandar por el médico. Vino y recetó un calmante: lo tomó, porque la pobrecita toma cuanto le dan. De sus resultas ya se duerme como una piedra, ya dispierta sobresaltada. ¡Ay, señor, su sueño se parece tanto a la muerte! Me da miedo, mucho miedo. Yo se lo decía al señor desde un principio, el golpe era demasiado para ella. Esa muchacha no tiene fuerzas para soportarlo. ¡Ah! mi señor, de esta hecha la perdemos, lo estoy mirando; me lo ha dado el corazón.

Y no dijo más, porque la emoción le ahogó la voz en la garganta.

—Veo que Vd. se acobarda, seña Josefa, dijo el desconocido con dulzura y sentimiento. ¿Pues no ha tratado Vd. de convencerla de que la separación es sólo por muy corto tiempo? No es ella ninguna chiquilla...

—¡Que si no he tratado! El señor parece que no la conoce entodavía. Ella no oye razones. Es la más voluntariosa y cabecidura que ha nacido. Además, dende ese lance no está en su cabal juicio y razón. ¿El señor mismo no trató aquella noche fatal de consolarla y tranquilizarla? ¿Y qué sacó? Acuérdese lo que semos: nada. El señor va a ver por sus propios ojos que se escogió mal el momento de someterla a semejante prueba. No se habían pasado los cuarenta días y luego tenía una calentura que volaba. Sí, concluyó ya del todo conmovida y llorosa—me tengo tragado que de ésta no sale ella con juicio o con vida.

—Dios querrá, seña Josefa, que no se realicen tan funestos pronósticos, dijo el caballero preocupado. Después de breve rato añadió:—Ella es joven y robusta, y todavía la naturaleza triunfará de todos sus males y penas. Fío más en esto que en la ciencia oscura de los médicos. Aparte de eso, Vd. sabe que se ha hecho lo hecho por el bien de todos, mejor dicho... Más adelante me lo agradecerán, estoy seguro. Yo no podía ni debía darla mi nombre. No, no, repitió como azorado del eco de su propia voz. Nadie mejor que Vd. lo sabe. Vd. que es mujer de razón, conocerá y confesará que así tenía que ser. Es preciso que la chica lleve un nombre, nombre de que no tenga que avergonzarse mañana, ni esotro día, el de Valdés, con que quizás haga un buen casamiento. Para ello no había más remedio sino pasar por la Real Casa Cuna. Esto no ha podido ser más doloroso para la madre, bien lo sé, que para... todos nosotros. Pero dentro de breves días la habrán bautizado y entonces haré que la traiga aquí María de Regla, mi negra, que tres meses hace perdió un hijo del mal de los siete días, y la está amamantando en la Casa Cuna por orden mía. Ella la devolverá sana, salva y cristiana a los brazos de su madre. Yo tengo arreglado todo eso con Montes de Oca, el médico de la Real Casa, por quien a menudo sé de la chica. Al principio lloraba mucho y se negaba a tomar el pecho de María de Regla, por lo que enflaqueció un poco. Pero ya todo eso ha pasado y ahora está gorda y rozagante, es decir, según me ha informado Montes de Oca, porque yo no la he visto desde la noche en que la hice pasar por el torno... Los ojos se me fueron tras ella. Es indecible cuánto me costó ese paso... Pero, a otra cosa. Vd. sabe, sin embargo, que no cabe equivocación.

—Demasiado que lo sé—dijo la mulata enjugándose las lágrimas. No puede equivocarse, no. Por lo tocante a eso estoy tranquila, como que a pesar de sus chillidos, que me partían el alma, le hice la media luna azul en el hombro izquierdo, según el señor me ordenó. Yo no sé a quién le dolería más, si a ella o a mí... La madre, la madre, mi señor, es la que me tiene sin sosiego. Ella no puede resistir. De por fuerza pierde el juicio o la vida. Yo se lo repito al señor.

Seña Josefa, como la llamó el desconocido, se conocía que era mujer inteligente, si bien por el descuido de su educación incurría a menudo en las faltas de lenguaje comunes al vulgo de las gentes en Cuba. A pesar de la madurez de sus años y de sus pesares, conservaba las muestras de una juventud bella y distinguida, buenos ojos, la expresión amorosa de la boca y la redondez del cuello, de los hombros y de los brazos. Tenía el color cetrino que resulta de la mezcla de hembra negra y varón indio; pero lo crespo del pelo y el óvalo del rostro no admitían la probabilidad de semejante maridaje, sino el de madre negra y padre blanco. Cuando joven llevó vida acomodada, tuvo goces y se rozó con gente bien criada y de buenas maneras. Honda debía de ser la pesadumbre que a la sazón la aquejaba, según eran la frecuencia de sus suspiros, la contracción repetida de su entrecejo y la abundancia del humor acuoso en que nadaban sus grandes ojos y le empañaban el brillo. Por lo demás, había en su actitud más desesperación que verdadero pesar. En efecto, como luego veremos, tenía razón sobrada para lo uno y no le faltaba para lo otro.

Hacía ratos que ambos personajes estaban callados, cada cual a vueltas con sus propios pensamientos, que de seguro no coincidían en ningún punto, a tiempo que se oyeron un lamento y un grito desgarrador salidos del interior de la casa. La mujer hizo una exclamación dolorosa, se llevó ambas manos a la cabeza y corrió como desalada por el primer aposento al segundo cuarto. Maquinalmente el caballero hizo con las manos el mismo movimiento y siguió sus pasos en silencio, aunque a cierta distancia. Allí no había más luz que la mortecina de una lamparita de aceite en una mesa, sobre la cual se veía un nicho o retablo de titiritero, donde se veneraba una figura de talla, con traje talar o de mujer, que miraba al cielo y tenía clavada en el pecho una espada, cuya empuñadura parecía de plata. En el lado opuesto había un catre, con colgaduras de seda, ya ajadas, y a la cabecera una silla de cuero, que en el momento que entró allí seña Josefa, la había desocupado una anciana negra, escuálida, imagen de la muerte, cuya cabeza blanca contrastaba con el ébano de su cuello largo y huesoso. Tenía en la mano derecha un rosario y varios escapularios al pecho sobre la camisa blanca; ciñéndola el talle de la falda de cañamazo, una correa negra y larga a lo fraile agustino. Estaba como embebida o rezando con gran fervor, y al tocarle en el hombro seña Josefa, alzó de repente la cabeza, la volvió hacia la puerta del aposento, vio en ella de pie al desconocido, hizo un movimiento de horror o de susto y desapareció por la puerta del fondo sin decir palabra.

Ocupó su lugar seña Josefa. Abrió con tiento las cortinas del lecho, y por señas indicó al caballero que se acercara; lo que hizo éste, al parecer, con repugnancia. Los ojos de ambos se clavaron en el rostro pálido de una muchacha de 20 años, yaciente boca arriba y aparentemente muerta. Porque no se movía a la sazón, tenía los ojos hundidos y cerrados los párpados, cuyas pestañas eran tan largas que daban sombra a las mejillas. La cabeza era lo único que tenía fuera de las sábanas, y eso casi enterrada en la almohada, la cual desaparecía bajo una mata de pelo negro, undoso y esparcido por todas partes en el mayor desorden. De en medio de aquel fondo negro se destacaba el rostro ovalado, pálido de cera de la enferma, con la barba aguda, la frente cuadrada y alta, la boca pequeña, los labios belfos, y la nariz bastante bien hecha para mujer de raza mezclada, como sin duda era aquélla de que ahora se trata. El conjunto era bueno, femenil; pero había tal expresión de angustia y melancolía en el semblante marchito por la enfermedad, que daba lástima el contemplarle. Movida por este sentimiento tal vez seña Josefa dijo al oído del caballero:—Se ha dormido.

La contestación del caballero fue sacudir la cabeza negativamente, acaso porque en aquel instante creyó notar un temblor convulsivo que recorría de pies a cabeza todo el cuerpo de la paciente. Tras el temblor empezó a levantársele el pecho, movimiento fácil de percibir por encima de la sábana, como una ola en mar sereno que repunta, de repente, y precursor del suspiro que exhaló enseguida del fondo del corazón, acompañado de un gemido doloroso y agudo. Comprendiendo el caballero lo que debía sobrevenir, sin poderlo remediar, apartó primero la vista y disimulada y paulatinamente se retiró a los pies de la cama. Incorporada en aquel instante la enferma, exclamó con aire de espanto:

—¡Mamita! ¿Era su merced?

—¡Hija mía! ¿Qué quieres? ¿Estás mejor?

—¡Ah! ¡Mamita! prosiguió la muchacha en el mismo aire de azorada.—La he visto, la acabo de ver. Sí, no me queda duda. ¡Ahí está! agregó señalando al cielo. ¡Se va! ¡Me la llevan! Debe estar muerta. ¡Ay!—Y se le escapó otro grito desgarrador.

—¡Hija! le observó la madre afligida. Dispierta. Tú estás soñando o esas son ilusiones tuyas.

—Venga acá, mamita, mire su merced misma.

Diciendo esto la atraía a sí por el brazo.

—¡Véala! ¿No es aquella la Virgen Santísima dentro de una nube dorada, con los pies desnudos, apoyados en las alas de infinitos ángeles? Ella es. ¡Mire! Por aquí. ¡Allá! Vea. ¡Se eleva!

—Visiones, hija mía. No hagas caso. Acuéstate y descansa.

—¿Cómo quiere su merced que me acueste, si veo que se llevan a mi hija, la hija de mis entrañas?

—¿Pero quién se la lleva, mi vida?

—¿Quién se la lleva? ¿Pues no lo ve su merced? La Virgen Santísima. Se la lleva en los brazos. Debe estar muerta. ¡Ah!

—Ella no se ha muerto, no lo creas; le dijo débilmente seña Josefa, pues sobre este punto no estaba más segura que la enferma. Tu niña está viva y pronto la verás. Esos son sueños tuyos.

—Sueños, sueños, repitió la muchacha, distraída. ¿Yo soñaba? ¿No será más que un sueño? Pero, ¿y mi hija? ¿Dónde está? ¿Por qué me la han quitado? Y de que yo la perdiera su merced tiene la culpa, concluyó diciendo con iracundo ademán y acento.

No tuvo valor seña Josefa para replicar palabra, bien por no irritar más a la enferma con una contradicción poco menos que inútil, bien porque la acusación era directa y fundada. Sólo acertó a volver los ojos hacia su derecha, con lo que los de la enferma naturalmente siguieron la misma dirección y en consecuencia tropezaron con el bulto oscuro del desconocido, que hacía por ocultarse tras las colgaduras de la cama.

—¿Quién está ahí? preguntó apuntando con el dedo. ¡Ah! ¡El es, el ladrón de mi hija! ¡Mi verdugo! ¿Qué vienes a buscar aquí? ¿Vienes, basilisco, a gozarte en tu obra? A tiempo llegas. Gózate a tus anchas. Mi hija ha volado al cielo, lo sé, de ello estoy convencida, yo la seguiré muy pronto; pero tú, tú, causa de nuestra condenación y muerte, tú bajarás... al infierno.

—¡Jesús! exclamó seña Josefa santiguándose. Tú no sabes lo que dices. Calla.

Y anegada en lágrimas se arrojó sobre su hija con el doble objeto de impedirle que se levantara y de que siguiera en aquella terrible increpación contra el caballero desconocido. Por prudencia o por remordimiento, éste callaba e inclinó más la cabeza. El, de todos modos, estaba muy disgustado y luchaba consigo mismo a fin de tomar una resolución. Porque, previéndolo, había venido a ponerse al alcance de las recriminaciones, al parecer justas, de la enferma, quien aunque delirante, le echaba en cara la pérdida de su hija y la ruina de su razón. Mas no hizo por defenderse. Se sentía, al contrario, humillado, altamente ofendido por cuanto siendo sus intenciones las más puras, guiadas por el deseo del bien de todos los inmediatamente interesados, las resultas llevaban camino de ser muy desastrosas. A los ojos de su propia conciencia la justificación era fácil; el mundo, sin embargo, debía juzgarle por los hechos. Y a este juicio le tenía él horror cerval.

Continuaba entre tanto la lucha entre la madre y la hija. Esta, con los ojos de espantada, los cabellos desgreñados, la frente cubierta de sudor copioso, las mejillas encendidas por la fiebre, repelía con ambas manos a la madre y le repetía:—Déjame, mamita, déjame ver esa cara de hereje. Quiero pedirle cuenta de mi hija. El me la ha quitado, él, entrañas de fiera. Y la madre, siempre inundada en lágrimas estrechándola en sus brazos, le respondía:—Por el amor de Dios, hija mía, por la Purísima Concepción de María Santísima, por tu salud, por la de tu hija, que vive y está buena, cállate, tranquilízate. Yo te lo ruego por lo que más quiera.

Pero como se prolongase demasiado aquella lucha, se acercó el caballero a la cama, tomó en la suya una mano de la enferma, la cual ella no rechazó, y con voz grave, mas llena de exquisita ternura, le dijo:

—Charo, óyeme. Te prometo que mañana verás a tu hija. Vuelve en ti. ¡Cálmate! No más locuras.

Séase que de tanto bregar se le agotasen las fuerzas, séase que la impusiese respeto la voz del desconocido, es lo cierto que la enferma, exhalando un profundo suspiro, cayó repentinamente de espaldas en la almohada y allí quedó por breve rato sin movimiento. No creyó menos la madre, al pronto, sino que había expirado. Púsola con ese motivo la mano en el corazón, y como, ya por el susto, ya porque en efecto se le había paralizado la sangre en las venas a la paciente, no sintió por unos instantes las pulsaciones. Así que, grandemente asustada, se volvió para el caballero, que al parecer contemplaba impasible aquella escena muda, y con acento de amarga reconvención le dijo:

—¿Lo ve el señor? Está muerta.

No fue esto parte a hacerle perder al caballero su natural ecuanimidad. Lejos de ello, con mucha calma y deliberación le tomó el pulso a la muchacha, a guisa de médico, y después dijo:

—Traiga Vd. éter. Se ha desmayado. Esta moza está muy débil, necesita alimento.

—El médico lo ha prohibido, observó seña Josefa.

—El médico no sabe lo que se pesca. Dela Vd. caldo. Pero despache con el éter.

Traído el álcali volátil, se le aplicaron a la nariz; pero las únicas señales de vida que dio la muchacha fue un estremecimiento de los párpados, que no abrió por cierto, y un llorar en silencio, o hilo a hilo, según reza la gráfica expresión vulgar. Mientras esto pasaba delante de la cama de la enferma, asomó la cabeza blanca por entre la puerta del fondo, medio abierta, la anciana negra antes mencionada; pero la retiró de golpe persignándose cual si viese al diablo, sin duda porque aún estaba allí el caballero desconocido. Al fin, éste se alejó de aquel sitio de dolor y de tribulación, saludó a seña Josefa con una mera inclinación de cabeza, y salió a la calle murmurando en su despecho:

—¡Y nadie más que yo tiene la culpa!

Cecilia Valdés o la Loma del Ángel

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