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Capítulo IX
Оглавление...Esta es la justicia Que facer el Rey ordena...
El Duque de Rivas
D. Alvaro de Luna.
Contarse merece, siquiera sea brevemente, la historia de la mujer cuyo delito se castigaba con la pena de muerte. Casada con un pobre campesino, vivía en los arrabales de la pequeña población del Mariel, no sabemos cuanto tiempo hacía, ni hace mucho al caso tampoco. Pero sin ser joven ni hermosa, contrajo ella relaciones ilícitas con un hombre soltero del mismo pueblo. Séase que el marido averiguara lo que pasaba y amenazara tomar venganza, séase que los amantes quisieran librarse de aquel estorbo, el hecho fue que entre los dos concertaron matarle. Y conseguido esto, que no cuesta gran trabajo matar a un hombre, trataron de ocultar las huellas del crimen descuartizando el cadáver y arrojando a un río inmediato los cuartos ensangrentados, cosidos en un saco. Tales fueron los hechos principales dilucidados en la causa.
Ahora bien, ¿qué papel desempeñó la mujer en el horrible drama? Eso no se puso en claro. En su defensa desplegó tan desinteresada como rara elocuencia el joven y brillante abogado Anacleto Bermúdez,[16] que acababa de llegar de España, en cuyos consejos se había recibido de abogado e hizo en esa causa su estreno como hábil criminalista. El hecho era atroz, sin embargo, y la criminalidad de la mujer quedó probada, pues si no había herido con su propia mano, había tomado parte principal en el asesinato y en la ocultación del cadáver. Se hizo, por tanto, necesaria su condenación a último suplicio, aunque éste fuese el de horca, pues que entonces sólo se aplicaba el del garrote a la gente noble, suceso todavía más raro en Cuba que el de ejecutar a una mujer blanca.
La pena de muerte en horca, en los dominios españoles era, si cabe, más terrible que la del garrote, introducida o generalizada algún tiempo después de aquel a que nos referimos ahora. El verdugo, así que ataba dos sogas al pescuezo del reo, le lanzaba desde lo alto de la escalera, se le montaba a horcajadas en los hombros, y con los calcañales le golpeaba el estómago para apresurar su fin; deslizándose por los pies del ajusticiado, cuyo cadáver, dentro de un traje talar, quedaba meciéndose al aire libre por ocho horas, a dos varas del suelo. Semejante espectáculo no debía presentarse en La Habana con una mujer blanca, por vulgar que ella fuese u horrible su delito.
En tal situación, y cuando hubo fallado el recurso de una supuesta preñez, Bermúdez solicitó y obtuvo como gracia especial que se la hiciera morir en garrote. Recordará el lector que siete u ocho años después de aquel a que nos contraemos ahora, se abolió el suplicio de horca en Cuba, y que hallándose la cárcel en el ángulo occidental del edificio conocido por la Casa de Gobierno, donde funcionaba asimismo el Ayuntamiento con todas sus dependencias, donde residía el Capitán General con las suyas, y existían las escribanías públicas, tenía el reo que recorrer una larga y angustiosa carrera antes que se pusiera fin a su vida en el campo de la Punta, inmediato a la mar. En efecto, por la calle de Mercaderes pasaba a la plazuela de la Catedral, torcía luego a la de San Ignacio, luego a la de Chacón, luego a la de Cuba, enseguida por la orilla de la muralla a pasar por debajo de la puerta abovedada y oscura llamada de la Punta, en que había cuerpo de guardia y daba salida a los cadáveres de la ciudad que llevaban a enterrar en el cementerio general.
Al salir por aquella puerta de plaza sitiada, podía distinguir el reo a lo lejos, frente al arrecibe de la costa contra la cual se rompían las olas del mar en menudos copos de brillante espuma, la máquina terrible, horca, garrote o banquillo en que había de tener fin su vida. Para los de ánimo apocado, la muerte con todos sus horrores era fuerza que se les presentase mucho antes de recibirla. Por suerte, la mujer de que ahora hablamos, desde el momento que la metieron en capilla perdió las fuerzas, y con ellas la conciencia de su horrible situación, siendo preciso, como se ha visto, que la condujeran al lugar del suplicio en silla de mano, sentarla a brazos en el banco del garrote, y, muerta ya, dislocarle la vértebra del cuello para sofocar en su pecho el último soplo de vida.
Cinco o seis años después de los sucesos que acaban de referirse, había cambiado de un todo el aspecto del campo de la Punta. Al yermo desolado y polvoroso que limitaba al oeste las primeras casas de madera de la barriada de San Lázaro, por el sur rimeros de tablas y alfardas importadas de los Estados Unidos del Norte de América, por el norte la mar y el castillo de la Punta, que asomaba sus enanas almenas detrás de apiñadas calderas férreas de Carrón para la elaboración del azúcar, sucedió un edificio de tres cuerpos, macizo, cuadrangular, erigido por el Capitán General don Miguel Tacón para cárcel pública, depósito presidial y cuartel de infantería.
El espacio descubierto que quedó al lado septentrional de ese edificio, todavía se obstruyó más con la construcción de unos cobertizos de madera para abrigo de una parte del presidio, empleada en picar piedra menuda a martillo, con destino al empedrado de las calles de la ciudad, según el sistema de McAdam. Pero, de todos modos, así quedó separada la prisión de la Casa de Gobierno; los presos pasaron a un edificio, aunque defectuoso en muchos respectos, fabricado expresamente para su desahogo y seguridad; hubo más conveniente separación de sexos y de delitos, y, en especial, se redujo a la tercera parte la via crucis de los infelices reos de muerte, pues que apenas se cuentan doscientos pasos de la cárcel nueva a la orilla del arrecife, donde se efectuaban las ejecuciones capitales. De allí y de la Punta, a la parte opuesta, salieron a recibir la muerte del patriota y del héroe, años adelante, Montes de Oca y el joven Facciolo; el General López y el español Pintó; el bravo Estrampes; y, en nuestros días, Medina y León y los inocentes estudiantes de la Universidad de La Habana.
Incorporáronse los tres amigos a la lúgubre procesión, y la acompañaron por el costado de la Catedral hasta la puerta del Seminario, edificio que se extiende por el fondo de ella y da sobre el puerto. No habían abierto aún la entrada a las aulas, y el golpe como de doscientos estudiantes de derecho, filosofía y latín, la flor de la juventud cubana, se dilataba desde las gradas de piedra de la portería hasta el cuartel de San Telmo por un lado, y por el otro largo trecho hacia las bocacalles del Tejadillo y de San Ignacio, a causa de la estrechura de la vía. Por un movimiento espontáneo, la muchedumbre estudiantil se dividió en dos filas, dando paso franco por medio de la calle a la extraña comitiva, a la cual precedía un rumor sordo como de enjambre de abejas que busca donde posarse.
Hizo alto por un momento ante la puerta del Seminario, para dar tiempo a que cuatro hermanos de la Caridad y de la Fe relevasen a los que portaban la silla de mano desde la cárcel. La figura entre tanto, no cambió de posición ni hizo el menor movimiento; pero aunque los pliegues del manto negro ocultaban por completo sus facciones, su nombre y la historia de su crimen corrieron de boca en boca entre todos los estudiantes.
—Nadie diría que llevan ahí a una mujer, dijo un estudiante de latín.
—En efecto, más parece la estatua de una llorona que ser viviente, agregó otro.
—El remordimiento la agobia, dijo un tercero. Por eso dobla la cabeza sobre el pecho.
—Ya, exclamó un estudiante alto, de aspecto amulatado; el caso no es para menos. Ahora supongo yo que está horrorizada de su propio crimen.
—¿Pero está probado, como luz del mediodía, según reza la ley de Partida, preguntó nuestro conocido Pancho, que Panchita mató a su marido?
—Tan cierto es que lo mató que le van a dar garrote, volvió a observar el estudiante amulatado, con cierta sonrisa de desdén. Por más señas que después de muerto le hizo tasajo, y, cosiéndole en un saco de henequén, le arrojó al río para pasto de los peces.
Todo eso no constituía un argumento de la criminalidad de Panchita Tapia, y su tocayo iba a replicar cuando otro estudiante se interpuso diciendo en voz campanuda y acento español:
—Por un tris hace la chica con su consorte lo que dispone la ley de Partida que se haga con el parricida. Sólo faltó que el saco fuera de cuero, que tuviese pintadas llamas coloradas al exterior y que hubiese puesto en el interior un gallo, una víbora y un mono, animales que no conocen padre ni madre.
—La ley de las Doce Tablas,[17] se apresuró a decir Pancho alzando la voz y empinándose un tanto, contento de poder corregirle la plana al estudiante españolado—copiada pedem litterae en las Partidas, que mandó compilar don Alfonso el Sabio—no habla de gallos, sino de perro, víbora y mono, y no porque estos animales conozcan o desconozcan padre o madre, sino simplemente para entregar el criminal a su furor. El Código Alfonsino considera parricida aún a la mujer que mata a su marido. La práctica hoy día es arrastrar al reo en un serón atado a la cola de un caballo hasta el pie del patíbulo. De suerte que, si no arrastran a Panchita Tapia, acusada de ese horrendo crimen, la razón es porque no lo consienten nuestras costumbres. He dicho.
Con esto Pancho se alejó prontamente de aquel grupo, cosa de no dar tiempo a una réplica de parte del estudiante españolado. Pero éste se contentó con decir, viéndole alejarse:
—Se conoce que el chico ha estudiado la lección.
En aquel mismo punto se abrieron las ponderosas hojas de cedro de la puerta del Seminario, más conocido entonces bajo el nombre de Colegio de San Carlos. El gran patio lo constituían cuatro corredores anchos, de columnas de piedra, formando un cuadrado. En el centro había una fuente, y por todo el derredor naranjos lozanos y frondosos. En el lado opuesto a la entrada principal, a la izquierda, había una escalera de piedra que conducía a los claustros de los profesores; a la derecha, una reja que separaba el corredor de un callejón oscuro y húmedo, por el cual se penetraba en un salón lateral, largo y sucio, separado de las aguas del puerto por un jardín o huerto de tapias elevadas. Hacia allá daban unas cuatro ventanillas altas por donde entraba la única luz que a medias alumbraba el salón. Contra la pared de enfrente, en el centro, se poyaba una mala cátedra, y a ambos lados de ella había muchos bancos de madera, rudos, fuertes y de elevado respaldo, colocados transversalmente.
Ahí se enseñaba filosofía; ahí enseñó por la primera vez esta ciencia a la juventud cubana el ilustre padre Félix Varela, quien para ello redactó un texto, apartándose enteramente del aristotélico, único seguido en Cuba hasta entonces, desde la fundación de la Universidad de La Habana, en 1714, en el Convento de Santo Domingo. Cuando después, en 1821, el padre Varela marchó de representante a las Cortes españolas, quedó sustituyéndole en la misma cátedra el más aventajado de sus discípulos, José Antonio Saco, y en los momentos de nuestra historia la desempeñaba el abogado Francisco Javier de la Cruz, por ausencia en el norte de América del propietario y expatriación de su virtuoso fundador.
En el ángulo de la izquierda había otro salón, con entrada directamente del corredor, donde enseñaba latín el padre Plumas. Luego, ocupando casi todo el otro lado, estaba el refectorio de los seminaristas y algunos profesores que residían permanentemente en el mismo edificio, y a la izquierda de la entrada principal estaba la ancha escalinata, dando acceso a los corredores del piso alto. Por ésta subían los estudiantes de derecho no seminaristas; mientras los de filosofía y latín entraban en los salones respectivos, ya mencionados, por las puertas al ras del patio.
En la mañana del día que vamos refiriendo, cuando los estudiantes de derecho ponían el pie en el primer escalón de la escalinata, se detuvieron en masa como reparasen en un grupo de tres sujetos en animada conversación cerca de allí, bajo el corredor. El que llevaba la palabra podía tener de 28 a 30 años de edad. Era de mediana estatura, de rostro blanco, con la color bastante viva, los ojos azules y rasgados, boca grande de labios gruesos y cabello castaño y lacio, aunque copioso. Había cierta reserva en su aspecto y vestía elegantemente, a la inglesa. El otro de los tres personajes se podía decir el reverso de la medalla del ya descrito, pues a un cuerpo rechoncho, cabeza grande, cuello corto, cabello crespo y muy negro: los ojos grandes y saltones, el labio inferior belfo, dejando asomar dientes desiguales, anchos y mal puestos agregaba un color de tabaco de hoja que hacía dudar mucho de la pureza de su sangre. El tercero difería en diverso sentido de los dos mencionados, siendo más delgado que ellos, de más edad, de color pálido y aspecto muy amable y delicado. Este era el catedrático de filosofía, Francisco Javier de la Cruz; el anterior José Agustín Govantes, distinguido jurisconsulto que regentaba la cátedra de derecho patrio; y el primero, nombrado José Antonio Saco, recién llegado del Norte de América.
Precedía a éste la fama de sus escritos en el Mensajero Semanal, que publicaba en Nueva York, según decían, con la cooperación del muy amado padre Varela, principalmente los que versaban acerca de los sucesos y eminentes personajes de la revolución de México y de Colombia. Sobre todo, acababa de leerse en La Habana, produciendo un vivo entusiasmo, su polémica crítico-política con el encargado del Jardín Botánico, don Ramón de la Sagra, en defensa del poeta matancero[18] José María Heredia.
De resultas de eso, los jóvenes cubanos, que ya se daban a la política, comenzaron a alejarse de la clase de botánica que pretendía enseñar La Sagra, burlándose de él a medida que admiraban a Saco, a quien tenían por un insurgente decidido, con cuya opinión, cosa singular, concurría de plano el gobierno de la colonia.
Algunos de los estudiantes de derecho le reconoció, desde luego, por haber estudiado filosofía con él en 1823 y murmuró su nombre, lo que fue bastante para que se pararan e hicieran una exclamación más bien de curiosidad que de otra cosa. Esto hubo de atraer la atención de Govantes, el cual, por señas, ordenó a sus discípulos que salieran al salón de clase, adonde él los seguiría en breve.
Allá, en efecto, se encaminaron de tropel y entraron en el salón con gran algazara, hablando de Saco, de Heredia, de su célebre Himno del desterrado y su no menos famosa oda Al Niágara, inclusa en la colección de sus poesías impresas en Toluca, México; de las lecciones de botánica de La Sagra, y de los héroes de la revolución de Colombia, aunque entonces imperfectamente conocida por la juventud habanera. Cuando, poco después, entró Govantes a paso tardo, con un libro debajo del brazo y el semblante risueño y animado, callaron de golpe los estudiantes y reinó allí completo silencio. Ascendió los tres o cuatro escalones de la cátedra, puso el libro en el ancho pretil y se sentó en la silla de paja, a mano constantemente.
No era el salón de la clase de derecho sólo el más amplio y extenso del seminario, sino también el mejor situado bajo todos conceptos. Tenía la entrada por un extremo, con cuatro ventanas anchas abiertas al corredor, y otras tantas al puerto de La Habana, que daban luz y aire, dejando ver los valuartes de la ciudadela de la Cabaña y parte de los del Morro. Apoyada en la pared medianera, entre las ventanas centrales, se elevaba la cátedra; en frente había dos órdenes de bancos paralelos y a entrambos lados otros muchos colocados transversalmente, de modo que el catedrático, desde su elevado asiento, dominaba toda la clase, no obstante su extensión. Probablemente habría allí congregados hasta 150 estudiantes de varios cursos.
Los que habían estudiado la lección y creían poder explicarla con alguna claridad, presentaban el cuerpo y seguían los movimientos del catedrático. Los que no habían abierto siquiera el libro de texto, por el contrario, no sabían donde esconder la cara ni cómo encogerse. En este caso se hallaba nuestro conocido Leonardo Gamboa, según él mismo lo había dicho a sus amigos Meneses y Pancho Solfa. Como por su talla y su carácter no le fuera fácil ocultarse, nunca se sentaba en frente de la cátedra, sino a los costados, y eso en los últimos bancos. El día que vamos narrando ocupó el asiento de la cabeza en el rincón, desalojando para ello a su amigo Solfa. Después de recorrer Govantes con la vista toda la clase, se dirigió a un estudiante de su derecha, a quien llamó por el apellido de Martiartu, el españolado antes dicho, y le ordenó explicara la lección, cosa que hizo con facilidad y aún lucidez. Luego ordenó hiciera lo mismo al amulatado, que llamó Mena; enseguida a otro de apellido Arredondo, el cual ocupaba puesto frente a frente de la cátedra. Cuando éste hubo concluido la explicación más o menos textual, Govantes volvió los ojos a su izquierda, los pasó por encima de Leonardo—el cual de golpe bajó la cabeza con achaque de recoger el pañuelo dejado caer de intento y los detuvo en el joven que se sentaba en la otra cabecera del mismo banco. No se sabía éste la lección y se quedó callado, por lo cual, tras breve rato, el amable profesor dijo:—el otro, con idéntico resultado. Saltó enseguida al cuarto, luego al sexto, que tampoco pudo responder, hasta que dejando tres o cuatro por medio, dijo a Gamboa:—Usted. Disimuló él cuanto pudo, hizo como que no había oído ni entendido, mas su amigo Pancho le llamó la atención, y entonces, medio mohino, medio corrido, se puso en pie y dijo:
—Maldito si he estudiado la lección.
Semejantes palabras produjeron una risa general. Gamboa, sin inmutarse, continuó:
—Mas, por lo que han dicho los señores que me han precedido en el uso de la palabra, saco en consecuencia que el asunto de que hoy se trata es de los más importantes, y creo que no se me olvidarán los puntos principales para el caso de su aplicación en nuestro foro.
Con esto se sentó de pronto, pegando al mismo tiempo un puntazo con el dedo índice al sufrido Pancho, por el costado, quien, ya de dolor, ya de las cosquillas que le produjo, no pudo menos de dar un salto en el asiento. Su discurso, lo mismo que su acción, por inesperados, causaron una explosión de risa de que, no obstante su seriedad, participó el mismo Govantes; quien, sin más dilación, comenzó la explicación del texto, que versaba, como ya dicho, sobre el derecho de las personas. Definió primero lo que se entendía por persona, según el derecho romano; luego por estado, que dijo se dividía en natural y civil, y que este último podía ser de tres maneras, a saber: de libertad, de naturaleza y de familia. Y entró de lleno en lo que podía denominarse historia de la esclavitud, pintándola no ciertamente en sus relaciones con la sociedad antigua o moderna, sino con el derecho romano, el de los godos y el patrio; porque si bien reinaba bastante libertad de enseñanza entonces en Cuba, las ideas abolicionistas no habían empezado a propagarse en ella.
Govantes en aquel día, como solía, estuvo inspirado, elocuente, dando muestras repetidas de su vasta erudición; en lo cual sin duda no había tenido pequeña parte su reciente entrevista con Saco, el traductor y anotador de las Recitaciones de Heinecio,[19] de texto en el Colegio San Carlos desde el año anterior de 1829. Al ponerse él en pie, pues había sonado la hora de las nueve, los estudiantes imitaron su ejemplo, prorrumpiendo en estrepitosos aplausos.