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Capítulo XI

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De mi patria bajo el desnublado cielo no pude resolverme a ser esclavo, ni consentir que todo en la natura fuese noble y feliz menos el hombre.

José María Heredia

A Emilia.

Creyó advertir Leonardo cuando saltó de la volante a la acera, que un militar, en completo uniforme, que caminaba de prisa hacia la Plaza Vieja, se había separado de la segunda ventana de su casa, y que contemporáneamente se había desprendido de un postigo de la misma el bien conocido rostro de una de sus hermanas. Apresuró el paso, y, en efecto, a través de otro postigo de la reja del zaguán, vio a su hermana mayor Antonia, en el acto de alzar la cortina para entrar en el primer aposento, por la puerta que daba a la sala. Le desazonó más de lo que puede imaginarse este inesperado descubrimiento, porque atando cabos se convenció, a no quedarle duda, de que mientras él galanteaba a la mulata allá por el barrio del Ángel, un capitán del ejército español, a la clara luz de una mañana de octubre, le galanteaba la hermana acá por el barrio de San Francisco. El recuerdo del momento placentero que había gozado y que aún se cernía en su mente cual visión brillante, quedó enturbiado, se desvaneció del todo ante la desagradable escena a la ventana de su casa.

De la generación que procuramos pintar ahora bajo el punto de vista político-moral, y de la que eran muestra genuina Leonardo Gamboa y sus compañeros de estudios, debemos repetir que alcanzaba nociones muy superficiales sobre la situación de su patria en el mundo de las ideas y de los principios. Para decirlo de una vez, su patriotismo era de carácter platónico, pues no se fundaba en el sentimiento del deber, ni en el conocimiento de los propios derechos como ciudadano y como hombre libre.

El sistema constitucional que había regido en Cuba, la primera vez de 1808 a 1813, la segunda de 1821 a 1823, nada le había enseñado a la generación de 1830. Para ella habían pasado como un sueño, como cosas del otro mundo o de otro país, la libertad de imprenta, la milicia nacional, el ejercicio frecuente del derecho del sufragio, las reuniones populares, las agitaciones y propaganda de los más exaltados, los conciliábulos de las sociedades masónicas, las cátedras de Derecho y de Economía Política, las lecciones de Constitución del Padre Varela. Después de cada uno de esos dos breves períodos había pasado sobre Cuba la ola del despotismo metropolitano y borrado hasta las ideas y los principios sembrados con tanto afán por ilustres maestros y eminentes patriotas. Habían desaparecido los periódicos libres, los folletos y los pocos libros publicados en las dos épocas memorables, de los cuales, si existía uno que otro ejemplar, era en manos del bibliógrafo, que tenía doble empeño en ocultarle.

Sujeta a la previa censura, había enmudecido la prensa en toda la Isla desde 1824, no mereciendo ese nombre los poquísimos periódicos, que después se publicaban en una que otra población grande de la misma. El estado de sitio en que desde entonces quedó avasallado el país, no consentía la discusión de las cuestiones que más podían interesar al pueblo. Delito grave era tratar de política en público y en privado, hasta el uso de ciertos nombres de personas y aún de cosas estaba estrictamente prohibido. Los sucesos pasados, pues, así dentro como fuera de Cuba, los conatos de revolución en ésta, las resultas de la tremenda lucha por la libertad e independencia en el continente, todo esto quedó sepultado en el misterio y en el olvido para la generalidad de los cubanos. La historia, además, que todo recoge y guarda para la ocasión oportuna, aún no se había escrito.

No faltaban fuera quienes tratasen contemporáneamente de la política militante y se afanasen por hacer llegar a la patria la noticia de lo que pasaba en torno de ella y que podía enseñar al pueblo sus deberes y recordarle sus derechos. A ese fin, entre otros, el virtuoso Padre Varela publicó en Filadelfia El Habanero, de 1824 a 1826; pero el gobierno español le declaró papel subversivo y prohibió su entrada en Cuba. De suerte que puede asegurarse que muy pocos ejemplares circularon en ella. Más tarde, es decir, de 1828 a 1830, emprendió Saco también en el Norte de América la publicación de El Mensajero Semanal, periódico científico-político-literario, el cual, por iguales motivos que el anterior, tuvo escasa circulación en La Habana y no ejerció influencia apreciable en las ideas políticas. Lo único que en ese periódico hizo eco en la juventud habanera, según se ha indicado anteriormente, fue la polémica que su ilustre redactor sostuvo con el director del Jardín Botánico de La Habana, don Ramón de la Sagra, por la apasionada crítica que éste había hecho del tomo de poesías dado a luz en Toluca, en el año de 1828, por el insigne Tirteo[20] cubano, José María Heredia.

Mayor y más general influencia ejercieron en el ánimo de la juventud los patrióticos versos de ese célebre poeta. Sobre todos su oda La Estrella de Cuba, octubre de 1823; su epístola A Emilia, 1824; su soneto a don Tomás Boves. Su Himno del Desterrado, 1825, causó un vivo entusiasmo en La Habana; muchos lo aprendieron de memoria y no pocos lo repetían cuando quiera que se ofrecía la ocasión de hacerlo sin riesgo de la libertad personal. Pero ni aquellos periódicos, ni estos fogosos versos, magüer que rebosando en ideas libres y patrióticas, bastaban a inspirar aquel sentimiento de patria y libertad que a veces impele a los hombres hasta el propio sacrificio, que les pone la espada en la mano y los lanza a la conquista de sus derechos.

Quedaban, además, confusas, si ya no tristes, reminiscencias de las pasadas conjuraciones. De la del año 12 sólo sobrevivía el nombre de Aponte,[21] cabeza motín de ella, porque siempre que se ofrecía pintar a un individuo perverso o maldito, exclamaban las viejas:—¡Más malo que Aponte! De la del año 23 se sabía por tradición, que Lemus, el cabecilla, gemía en un presidio de España; que Peoli se había escapado del cuartel de Belén disfrazado de mujer; que Ferrety, el delator, gozaba de la privanza o favores del Gobierno; y que Armona, el aprehensor y perseguidor de los principales conjurados, continuaba siendo el jefe de la única gendarmería del Capitán General don Francisco Dionisio Vives.

Como rumor no más había corrido que el gobierno de Washington se había opuesto a la invasión de Cuba y Puerto Rico por las tropas de México y de Colombia, y que de esas resultas habían ahorcado allá por Puerto Príncipe en 1826, como emisarios de los insurgentes, a Sánchez y a Agüero.[22] Pero a tal punto habían llegado el olvido y la indiferencia, que en los mismos días a que nos referimos en las anteriores páginas, se seguía causa de infidencia a los cómplices de la conjuración llamada del Aguila Negra, muchos de los cuales estaban presos en el cuartel de Dragones, en el de las Milicias de color, en el castillo de la Punta y en otras partes, y no se echaban de ver síntomas de descontento, siquiera de interés en el pueblo.

También los conjurados cubanos de anteriores intentonas malogradas, o se hallaban aún lejos de la patria, o habían muerto en el destierro, o se les había entibiado el ardor patriótico y llevaban vida oscura y pacífica, consagrados a la reparación de los estragos que habían producido en su salud y su fortuna, el tiempo y las contradicciones de los hombres. No era, pues, ni podía ser ocupación de los que habían vuelto a la patria, la propaganda de las opiniones y proyectos políticos concebidos y acariciados durante los días de la exaltación y de la fe ciega en la libertad.

Por su parte, los criollos y peninsulares emigrados del continente, como para subsanar su conducta cobarde, egoísta o retrógrada en la guerra por la independencia, a su llegada a Cuba, sólo se ocuparon de falsear el carácter de los sucesos, calificando de injustos, de perversos y de innobles los motivos de los sacrificios patrióticos de los revolucionarios, amenguando sus hazañas, convirtiendo en ferocidad hasta sus actos de justicia y de meras represalias. Para esos renegados el republicano o patriota era un insurgente, esto es, un sedicioso, enemigo de Dios y del rey; el corsario, un pirata o musulmán, como llamaba el pueblo a los argelinos que hasta fines del siglo pasado infestaban las costas del Mediterráneo.

El lector habanero, conocedor de la juventud de la época que procuramos describir, nos creerá fácilmente si le decimos que Gamboa no se cuidaba de la política, y por más que le ocurriese alguna vez que Cuba gemía esclava, no le pasaba por la mente siquiera entonces, que él o algún otro cubano, debía poner los medios para libertarla. Como criollo que empezaba a entrar en el roce de las gentes mayores y a estudiar jurisprudencia, sí se había formado idea de un estado mejor de sociedad y de un gobierno menos militar y opresivo para su patria. Sin embargo, aunque hijo de padre español, que, siendo rico y del comercio visitaban con preferencia paisanos suyos, ya sentía odio hacia éstos, mucho más hacia los militares, en cuyos hombros, a todas luces, descansaba la complicada fábrica colonial de Cuba. No cabía, por tanto, que le hiciera buena sangre el que un militar le soplase la hermana querida, antes fueron tan vivos los celos que experimentó, como profundo era el odio que le inspiraba el hombre en su doble carácter de soldado y de español.

En consecuencia, entró en su casa disgustado. La mesa estaba puesta para el almuerzo, y Leonardo, en vez de ir en busca de su madre, como solía, sin ver a nadie se quitó la casaca de paño y arrojó el libro de clase en un asilla, se quitó la casaca de paño y se puso una chupa de dril de rayitas de color. Por breve rato estuvo indeciso entre si se echaría en la cama, la cual con su frescura y mosquitero de rengue azul le convidaba a reposar, o si salía al balcón, donde aún había sombra, se apareció el negrito Tirso y dijo:—Niño, el almuerzo está en la mesa. Y se apresuró a bajar, encontrando ya sentados a su madre y a su padre. A las calladas tomó asiento al lado de la primera, quien desde lejos le echó una mirada amorosa, cual si extrañara y la tuviese desazonada el que él no se le presentara cuando entró de la calle. El segundo ni siquiera levantó la vista del plato en que comía huevos fritos con salsa de tomates, aunque a derechas no había visto al hijo desde el día anterior.

Enseguida fueron saliendo una tras otra de las alcobas las hermanas de Leonardo, preparadas para salir a la calle, y sentándose a la mesa, en silencio, como monjas en el refectorio. Cada cual ocupó en ella su puesto respectivo, es decir, doña Rosa con su hijo preferido a un lado, las tres hijas de esa señora al otro, y don Cándido y el mayordomo en las opuestas cabeceras de la mesa. No era casual, pues, sino constante y deliberada esta distribución; salvo que se alterase por la aparición de algún comensal con quien debía usarse cumplimiento. Indicaba claramente el carácter, los hábitos y predilecciones de la familia entre sí y sobre todo de los padres respecto de sus hijos.

Las preferencias de doña Rosa no podían equivocarse: todas en favor de Leonardo. Las de don Cándido, si algunas dejaba ver en ocasiones señaladas, hacían foco en su hija mayor Antonia.

Era él hombre de negocios, más bien que de sociedad. Con escasa o ninguna cultura, había venido todavía joven a Cuba de las serranías de Ronda, y hecho caudal a fuerza de industria y de economía, especialmente de la buena fortuna que le había soplado en la riesgosa trata de esclavos de la costa de África.

Su tráfico principal en La Habana, aquel que le sirvió de peldaño para subir a la cima de la riqueza, consistió en la negociación de maderas y ripia del Norte de América, teja colorada, ladrillos y cal del país, si bien en el día no se ocupaba de eso exclusiva ni personalmente, sonándole mejor en los oídos el título de hacendado que le daban sus amigos, por el ingenio de fabricar azúcar, La Tinaja, que poseía en la jurisdicción del Mariel, el cafetal Las Mercedes, en la Güira de Melena, y el potrero o dehesa de Hoyo Colorado.

Por hábito, antes que por índole, era reservado y frío en el trato de su familia, teniéndole de ella alejado la naturaleza de sus primitivas ocupaciones y el afán de acumular dinero que se apoderó de su espíritu, luego que contrajo matrimonio con una criolla rica, y de las más encopetadas familias de La Habana.

Al principio de su nueva vida no había sido ejemplar su conducta, ni digna de servir de guía a Leonardo, según nos lo ha dado a entender doña Rosa al final del VII capítulo. Por uno y otro motivo, quizás por su ignorancia supina, no se ocupaba de la educación de sus hijos, mucho menos de su moralidad. Ambos deberes corrían a cargo de aquella discreta señora que, si no poseía la ciencia, sí el instinto y el amor materno más acendrado, con los cuales bien se puede dar la mejor dirección a las arrebatadas pasiones de la juventud. Señaladamente en materia de educación, la caridad es la fuente y el espejo de todas las virtudes.

Como hombre ignorante y rudo, tenía, además, don Cándido, extraño modo de reprender a sus hijos. Ya se ha visto que cuando Leonardo se presentó en el comedor, ni siquiera le miró a la cara. Esta era señal infalible que continuaba enojado con él. En efecto, siempre que alguno de ellos le daba motivo de queja, cosa al parecer frecuente, le castigaba, o creía castigarle, negándole la palabra por días y aún meses seguidos. De suerte que por el padre casi nunca averiguaban los hijos la causa real de su enojo; la madre en estos casos, servía siempre de conducto o intermediario para mantener la paz y la concordia en el seno de la familia.

Antonia, el vivo retrato de doña Rosa en lo físico, contaba 22 años de edad. Leonardo pasaba de los 20, y fluctuaban entre los 18 y 17 sus hermanas menores, Carmen y Adela. Esta última podía pasar en cualquier parte por un modelo acabado de belleza. Poseía todas las condiciones que requerían los estatuarios griegos en la persona cuya estatua debía tallarse: buena cabeza, facciones regulares, formas simétricas, airoso porte, talla esbelta, frente alta y mirada de fuego. Con parecerse ella a la Venus[23] griega más bien que a una de las Parcas,[24] tenía más semejanza con don Cándido que con doña Rosa. Había entre la hija y el padre algo más de lo que se entiende generalmente por aire de familia: la misma expresión fisonómica, el mismo espíritu, llevaba impreso en el rostro el sello de su progenie.

Ocupaba Leonardo en la mesa sitio opuesto al de su hermana Adela, y siempre que el padre se hallaba delante, mientras duraba el almuerzo, o la comida, se cruzaban entre ellos miradas de inteligencia, se sonreían a menudo, sostenían, en suma, conversaciones cariñosas y fraternales con los ojos y los labios, sin proferir una palabra. Que ligaban a los hermanos fuertes lazos de simpatía, parecía del todo evidente. Había del uno para la otra lo que se llama ángel. A no ser hermanos carnales se habrían amado, como se amaron los amantes más célebres que ha conocido el mundo. En la mañana del día que vamos refiriendo no sucedió, sin embargo, lo de costumbre. Leonardo estaba enojado o triste, o extraña y honda preocupación le dominaba el ánimo; lo cierto es que en vano Adela, cual solía, buscó su mirada, puso el entrecejo y trató de quemarle la frente con los rayos de sus divinos ojos, a través de la mesa. Ni una vez se cruzaron sus miradas, no hubo para ella en aquel rostro repentinamente petrificado, un rasgo de cariño. La inocente niña llegó a afligirse. ¿Habíale dado motivo de enojo sin saberlo? ¿Qué tenía su hermano querido? ¿Por qué en las dos o tres veces que le sorprendió mirándola en sorda y muda contemplación, bajó él los ojos de repente o fingió perfecta abstracción e indiferencia? Quizás Leonardo no se explicaba claramente y Adela era muy joven para comprender que aquél hacía, sin quererlo, un estudio comparativo de la encantadora fisonomía de su hermana. ¿Qué pensamientos cruzaban entonces por su mente? Difícil es decirlo; lo único que puede asegurarse como cosa positiva es que había en la contemplación de Leonardo más embebecimiento que distracción mental, más deleite que fría meditación, cual si hubiese descubierto ahora en el semblante de su hermana algo en que antes no había reparado.

Duró el almuerzo como una hora, reinando todo ese tiempo en la mesa el mayor silencio, pues apenas se oía otro ruido que el de los cubiertos de plata, ni más voz que la del que pedía éste o aquel plato distante al negrito Tirso, que ya conocen nuestros Lectores, y a una negra joven y bien parecida, los cuales, con los brazos cruzados sobre el pecho cuando esperaban órdenes, estaban atentos a las exigencias del servicio. El primero, con todo eso, servía principalmente a los hombres, la segunda a las mujeres. Pero uno y otra, era de notarse, le adivinaban a don Cándido hasta los pensamientos, poniéndole delante el plato designado con un mero movimiento de los ojos, a cuyo efecto no apartaban de él los suyos Tirso ni la criada Dolores, mientras servían a los demás comensales. ¡Ay de ellos si esperaban la orden o equivocaban el plato con que deseaba reemplazar el saboreado! El castigo no se hacía esperar: le arrojaba a la cabeza lo primero que se le venía a las manos.

La abundancia de las viandas corría pareja con la variedad de los platos. Además de la carne de vaca y de puerco frita, guisada y estofada, había picadillo de ternera servido en una torta de casabe mojado, pollo asado relumbrante con la manteca y los ajos, huevos fritos casi anegados en una salsa de tomates, arroz cocido, plátano maduro también frito, en luengas y melosas tajadas, y ensalada de berros y de lechuga. Acabado el almuerzo, se presentó un tercer criado, en mangas de camisa, y que por el pringue de su ropa parecía el cocinero, con una cafetera de loza en cada mano y principió a llenar de café y de leche, primero la taza de don Cándido y sucesivamente la de doña Rosa, la de Leonardo, las de las hermanas de éste, acabando por la del Mayordomo, aunque no ocupaba el último lugar en una mesa donde hacía de cabeza el amo y de cola la hija mayor. El Mayordomo no era sino un criado blanco, y nadie mejor que los otros criados definían su posición en aquella casa.

Tomaba la familia el café con leche hirviendo cuando pasó por el comedor en dirección de la calle, nuestro conocido, el calesero Aponte. Aunque todavía en mangas de camisa, llevaba calzadas las altas botas de montar y las macizas espuelas de plata. Conducía del diestro dos caballos enjaezados, cuyas colas estaban cuidadosamente trenzadas y las puntas atadas por un cordón de estambre a una argolla en el fuste de la silla por detrás. Al entrar en el zaguán soltó Aponte la pareja, y sin más demora abrió de par en par la ancha puerta de la calle, suspendió en peso las varas del quitrín por las argollas plateadas que tenían atornilladas al extremo, y gritando:—¡Atrás!, le sacó rodando hasta el medio de la calle, le hizo girar, y le arrimó a la acera de su casa. Enseguida volvió a tomar por la brida la misma caballería de antes, le pegó una fuerte palmada en el vientre con la mano izquierda, casi por fuerza la metió entre varas, y luego colgó éstas por las argollas a unos ganchos dobles de hierro que pendían de la silla, cubiertos por pequeños faldones de vaqueta negra. La otra caballería, la de monta, quedó atada al carruaje por dos fuertes tirantes de cuero, adheridos por sus gazas a un balancín.

Después del café sacó don Cándido la vejiga de los tabacos (cigarros) y metió en ella el brazo hasta el codo; tan honda era. A su vista, Tirso voló a la cocina en busca del braserillo de plata con la brasa del carbón vegetal. Antes que el amo mordiera el remate del cigarro, sin cuyo requisito no arde bien, ya el esclavo, con expresión humilde mezclada de temor, le acercaba la lumbre para que encendiera de su mano. Con la primera bocanada de humo azuloso y acre que sacó del cigarro, se puso en pie y, seguido del Mayordomo, se entró en el escritorio, tan callado como cuando salió de él, una hora antes, para sentarse a la mesa del almuerzo.

La desaparición del padre determinó por sí sola un cambio repentino y completo en el ánimo y conducta de la familia, sin excluir la madre. El corazón de los hijos quedó aliviado, por lo visto, del peso que lo había oprimido, siendo así que a todos ellos, como por concierto, se les alegró el semblante y se les desató la lengua. Leonardo especialmente llevó el entusiasmo al punto de atraer a sí a su madre con el brazo izquierdo para darle uno y otro beso en la mejilla y decirle:

—¿Y qué tiene? (indicando su padre). ¿Está bravo?

—Contigo; repuso concisamente su madre.

—¿Conmigo? Pues ya le mando trabajo.

A poco, sin embargo, se puso de nuevo serio porque, habiendo reparado en su hermana Antonia, que no mostraba tanta expansión como los demás, recordó el incidente en la ventana de la calle.

—Mamá, agregó con más seriedad, se me figura que a ti te pasan la mota y que no lo sientes.

—¿Por qué me dices eso, hijo mío? replicó doña Rosa en el tono de voz más blando imaginable.

—¿Se lo digo, Antonia? preguntó a su hermana con aire malicioso.

Antonia, en vez de contestar, se puso más seria e hizo ademán de levantarse de la mesa, con lo cual añadió Leonardo a la carrera:

—Peor para ti, Antonia, si te levantas y me dejas con la palabra en la boca. No diré nada a mamá; pero es porque tengo ya hecha mi resolución. Se acabaron las visitas de los militares en mi casa.

—Hablas como si fueras el amo, repuso Antonia con desdén.

—No soy el amo, es cierto, mas puedo romperle las patas a uno el día menos pensado, y tanto vale.

—Te expones a que te la rompan a ti.

—Eso lo veremos.

—Supón que en vez de militar español fuera un cadete el que nos visitase, ¿también te opondrías?

—¡Cadete! ¡Cadete! repitió Leonardo con marcado desprecio. Nadie habla de cadetes, que cual los oficiales de milicia son nada entre dos platos. Ya la moda de los cadetes pasó; los últimos quedaron enterrados en las playas de Tampico, a donde, por dicha, se los llevó Barradas. Los que de ellos han sobrevivido a la desastrosa campaña, de seguro le han perdido la afición a las armas. Gracias a Dios que nos vemos libres de su fatuidad.

—De suerte que tu tirria es contra los españoles, como si tu padre fuese habanero.

—Ese odio tuyo a los españoles, dijo doña Rosa, todavía ha de costarnos caro, Leonardo.

—Es que mi odio no es ciego, mamá, ni general contra los españoles, sino contra los militares. Ellos se creen los amos del país, nos tratan con desprecio a nosotros los paisanos, y porque usan charreteras y sable se figuran que se merecen y que lo pueden todo. Para meterse en cualquier parte, no esperan a que los conviden y una vez dentro se llevan las primeras muchachas y las más lindas. Esto es insufrible. Aunque si bien se mira, las muchachas son las que tienen la culpa. Parece que les deslumbra el brillo de las charreteras.

—Respecto de mí, observó Carmen, la regla padece una excepción.

—Y respecto de mí, añadió Adela, sucede la misma cosa. Los militares, por decentes que sean, trascienden a cuartel.

—No hables así, niña, le dijo su madre, que hay militares muy dignos, y sin ir lejos, mi tío Lázaro de Sandoval, que fue coronel del Regimiento Fijo de La Habana, estuvo en el sitio de Pensacola y murió lleno de honores y de cicatrices.

—Pero no se habla de esos militares, mamá, saltó y dijo Leonardo. Se habla de los militares que vinieron de España para reconquistar a México, y que habiendo fracasado allá vuelven aquí para que nosotros paguemos el mal humor de la ignominiosa derrota. A estos militares son a los que ahora me refiero. No es lo peor que trasciendan a cuartel, como dice Adela, sino que son, como hombres, malditísimos maridos. Mientras no llegan a brigadier, viven en los cuarteles o en los castillos, donde tienen por casa pabellones; por criados, asistentes rudos y desvergonzados; por diversión las palizas y carreras de baqueta que les pegan a los soldados; por música, el tambor de diana. Casi nunca se fijan en ninguna parte, porque cuando menos lo esperan, tienen que salir destacados, ya para Trinidad, ahora para Puerto Príncipe, luego para Santiago de Cuba, después para Bayamo... Y si son casados, la mujer y los hijos y los penates, por supuesto, tienen que seguirlos de cuartel en cuartel, de castillo en castillo, de destacamento en destacamento cuando por motivos de economía no se queda ella con sus padres y él no se marcha con sus soldados. Como su objeto es encontrar mujer rica con quien casarse, poco se cuidan del carácter y de los antecedentes de las que al cabo toman por esposa, tarde que temprano, ellas les arañan la cara y ellos las arrastran por el pelo.

No pudo Antonia sufrir más: se levantó de la mesa y se fue a la sala, callada y muy molesta.

—Has zaherido a tu hermana sin motivo, le dijo doña Rosa. Ella no piensa en militar alguno, por mucho que alguno la celebre.

—No piensa en ellos, pero admite galanteos por la ventana, y he aquí lo que me irrita.

—Antonia no es de ésas, por fortuna, hijo mío.

—¿No?—¡Ay, mamá! Parece vas perdiendo la vista del entendimiento y de la cara... No quiero hablar, lo único que digo y repito es que el día menos pensado le rompo una pata a uno de esos soldados.

Enseguida se levantó y cual si nada hubiese ocurrido, o dicho que le desazonara, fue para el puesto que ocupaba su hermana Adela, la estrechó con ambos brazos por la cintura y le dio muchos besos.

—Quita, quita, dijo ella. ¿Pues no estabas enojado conmigo? Me lastimas con la barba.

—¿A dónde bueno, tan emperifollada? le preguntó Leonardo esquivando el asunto indicado por la hermana.

—Vamos a la tienda de Madama Pitaux, que ahora vive en la calle de La Habana número 153. Hace poco que ha llegado de París y, según dicen, ha traído mil curiosidades. De camino pensábamos dar una vuelta por la Loma del Ángel.

Para ir a la Loma ya es muy tarde. Pasa de las once. Y ahora que me acuerdo, ¿han visto Vds. el número IV de La Moda o Recreo Semanal?[25] Desde el sábado se repartió, y está muy interesante.

—¿Tú le tienes ahí? preguntó Carmen. Es extraño que no nos hayan enviado nuestro ejemplar, estando suscritas.

—¿En dónde se suscribieron ustedes?

—En la librería de La Coba, calle de la Muralla, que es el punto más cercano.

—Pues reclamen allá. El ejemplar que yo leí estaba en el mostrador de la botica de San Feliú, porque el mío me ha faltado también. No son nada exactos, que digamos, los repartidores.

—¿Has averiguado quién es la Matilde de que habla La Moda? preguntó Adela a su hermano. Porque Carmen cree que es una que todos nosotros conocemos.

—A mí se me figura, dijo Leonardo, que es un ente imaginario. Tal vez Madama Pitaux sepa algo.

—Pues a mí se me ha puesto, dijo Carmen, que la Matilde de La Moda no es otra que Micaelita Junco. Sucede que ella es la más elegante de La Habana; que su hermano, un verdadero lechuguino, se llama Juanito; que tiene una abuela de nombre doña Estefanía de Menocal—apellido semejante al de Moncada—que le dan en La Moda.

—Voy creyendo que tienes razón, dijo Adela. No puedo negar que el vestido y el peinado que llevaba anteayer en el Paseo Micaelita Junco son idénticos al figurín de La Moda del sábado antes pasado. Por cierto que no me gustó el peinado a la Jirafa. La trenza es demasiado ancha y los bucles muy altos; luego, por detrás la cabeza luce desairada. Las mangas cortas, aglobadas, con sobremangas de blonda, sí me parecen bonitas y le sientan bien a la que tiene el brazo torneado, como Micaelita. Su hermano Juanito, que nos saludó junto a la fuente de Neptuno, ¿te acuerdas?, iba también a la última moda igual al figurín. Le sentaban los pantalones de Mahón sin pliegues, el chaleco blanco y la casaca de paño verde sin carteras. Esa es la moda inglesa, según dicen. ¿Reparaste en el sombrero? La copa tropezaba en las ramas de los árboles de la Alameda con ser Juanito Junco un chiquirritín.

—El corbatín es lo que no me peta, dijo Leonardo. Es tan alto que no deja juego al pescuezo. No los usaré jamás. No me gustan esos collares de perro. Tampoco me petan las casacas a la dernier;[26] parecen de zacatecas. Los angostos faldones bajan hasta las corvas y se me figura que con esa moda se ha querido imitar la cola de las golondrinas. Sobre que se ha empeñado Federico en vestirnos a la inglesa y nosotros estamos mejor hallados con las modas francesas. Uribe tiene más gracia, si no más hábil tijera.

—No saques a Uribe, que es un sastre mulato de la calle de la Muralla y no sabe jota de las modas de París ni de Londres, dijo Carmen con marcado desprecio.

—No piensa así la gente principal de La Habana, repuso Leonardo prontamente. Los Montalvo, los Romero, los Valdés Herrera de Guanajay, el Conde de la Reunión, Filomeno, el Marqués Morales, Peñalver, Fernandina... no se visten con otro sastre. Yo le prefiero a Federico. El, además, recibe los periódicos de modas de París por todos los paquetes[27] del Havre.

Tan entretenida conversación de los hermanos, la interrumpió el calesero presentándose con la cuarta engarzada en la muñeca de la mano derecha y el sombrero redondo en la izquierda, para anunciar que el quitrín estaba listo a la puerta. Luego al punto las dos hermanas menores fueron en busca de la mayor y de sus características mantas y juntas rodearon a la madre para pedirle sus órdenes. Esta señora les hizo el encargo de algunas compras en las tiendas de lencería, o de ropa, y luego se dirigieron ellas por el zaguán a la calle.

No ha de extrañar el lector forastero ver a tres señoritas de la clase que podemos llamar media, salir a las calles de La Habana sin dueña, padre, madre o hermano que las acompañase. Pero con tal que no fueran a pie ni a pagar visita de etiqueta, bien podían dos, mucho más tres jóvenes, recorrer toda la ciudad, hacer sus compras, picotear con los mozos españoles de las tiendas y en las noches de retreta en la Plaza de Armas o en la Alameda de Paula, recibir al estribo del carruaje el homenaje de sus amigos y la adoración de sus amantes. Eso sí, aún para hacer una visita en la vecindad de su casa y a pie, exigía la costumbre, que la cubana, cuando no había pariente de respeto, se acompañase siquiera de su mismo esclavo.

Al entrar Carmen en el quitrín, le dio la mano para subir un joven desconocido que acertó a pasar por allí, después a Adela y últimamente a Antonia, recibiendo de ellas, en pago de su galantería, una sonrisa de agradecimiento.

Así, la más joven y bella de las hermanas ocupó el asiento de en medio, el menos cómodo ciertamente, pero sin duda el más conspicuo y propio para desplegar la habanera sus gracias naturales a maravilla. Desde luego, montó el calesero el caballo de fuera de varas, el que por su suave paso, buena estampa y cola cuidadosamente trenzada, era al mismo tiempo el descanso y el orgullo del jinete; y partió a escape el carruaje en vuelta de la Plaza Vieja.

Cecilia Valdés o la Loma del Ángel

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