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PROLOGO

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Índice

Publiqué el primer tomo de esta novela, en la Imprenta Literaria de don Lino Valdés a mediados del año de 1839. Contemporáneamente empecé la composición del segundo tomo, que debía completarla; pero no trabajé mucho en él, tanto porque me trasladé poco después a Matanzas como uno de los maestros del colegio de La Empresa, fundado recientemente en dicha ciudad, cuanto porque una vez allí, emprendí la composición de otra novela, La joven de la flecha de oro, que concluí e imprimí en un volumen el año de 1841.

De vuelta en la capital el año de 1842, sin abandonar el ejercicio del magisterio, entré a formar parte de la redacción de El Faro Industrial, al que consagré todos los trabajos literarios y novelescos que se siguieron casi sin interrupción hasta mediados de 1848. En sus columnas, entre otros muchos escritos de diverso género, aparecieron en la forma de folletines:—El Ciego y su Perro; La Excursión a La Vuelta Bajo; La Peineta Calada; El Guajiro; Dos Amores; El Misionero del Caroní; El Penitente, etc.

Pasada la media noche del 20 de octubre del último año citado, fui sorprendido en la cama y preso, con gran golpe de soldados y alguaciles por el comisario del barrio de Monserrate, Barreda; y conducido a la cárcel pública, de orden del Capitán General de la Isla, don Federico Roncaly.

Encerrado cual fiera en una oscura y húmeda bartolina, permanecí seis meses consecutivos, al cabo de los cuales, después de juzgado y condenado a presidio por la Comisión Militar Permanente como conspirador contra los derechos de la corona de España, logré evadirme el 4 de abril de 1849, en unión de don Vicente Fernández Blanco, reo de delito común y del llavero de la cárcel García Rey; quien de allí a poco fue causa de una grave dificultad entre los gobiernos de España y de los Estados Unidos. Por extraña casualidad los tres salimos juntos en barco de vela del puerto de La Habana; pero nuestra compañía sólo duró hasta la ría de Apalachicola, en la costa meridional de Florida, desde donde me encaminé por tierra a Savannah y Nueva York.

Fuera de Cuba, reformé mi género de vida: troqué mis gustos literarios por más altos pensamientos; pasé del mundo de las ilusiones, al mundo de las realidades; abandoné, en fin, las frívolas ocupaciones del esclavo en tierra esclava, para tomar parte en las empresas del hombre libre en tierra libre. Quedáronse allá mis manuscritos y libros, que si bien recibí algún tiempo después, ya no me fue dado hacer nada con ellos; puesto que primero como redactor de La Verdad, periódico separatista cubano, luego como secretario militar del general Narciso López, llevé vida muy activa y agitada, ajena por demás a los estudios y trabajos sedentarios.

Con el fracaso de la expedición de Cárdenas en 1850, el desastre de la invasión de las Pozas y la muerte del ilustre caudillo de nuestra intentona revolucionaria en 1851, no cesaron, antes revivieron nuevos proyectos de libertar a cuba, que venían acariciando los patriotas cubanos desde muy al principio del presente siglo. Todos, sin embargo, cual los anteriores terminaron en desastres y desgracias por el año de 1854.

En 1858 me hallaba en La Habana tras nueve años de ausencia. Reimpresa entonces mi novela Dos Amores, en la imprenta del señor Próspero Massana, por consejo suyo acometí la empresa de revisar, mejor todavía, de refundir la otra novela, Cecilia Valdés, de la cual sólo existía impreso el primer tomo y manuscrita una pequeña parte del segundo. Había trazado el nuevo plan hasta sus más menudos detalles, escrito la advertencia y procedía al desarrollo de la acción, cuando tuve de nuevo que abandonar la patria.

Las vicisitudes que se siguieron a esta segunda expatriación voluntaria, la necesidad de proveer a la subsistencia de familia en país extranjero, la agitación política que desde 1865 empezó a sentirse en Cuba, las tareas periodísticas que luego emprendí, no me concedieron ánimo ni vagar para entregarme a la obra larga, sin expectativa de lucro inmediato, y por lo mismo tediosa—que demandaba el expurgo, ensanche y refundición de la más voluminosa y complicada de mis obras literarias.

Tras la nueva agitación de 1865 a 1868 vino la revolución del último año nombrado y la guerra sangrienta por una década en Cuba, acompañada de las escenas tumultuosas de los emigrados cubanos en todos los países circunvecinos a ella, especialmente en Nueva York. Como antes y como siempre, troqué las ocupaciones literarias por la política militante, siendo así que acá desplegaban la pluma y la palabra al menos la misma vehemencia que allá el rifle y el machete.

Durante la mayor parte de esa época de delirio y de sueños patrióticos, durmió, por supuesto, el manuscrito de la novela. ¿Qué digo? no progresó más allá de una media decena de capítulos, trazados a ratos perdidos, cuando el recuerdo de la patria empapada en la sangre de sus mejores hijos, se ofrecía en todo su horror y toda su belleza y parecía que demandaba de aquéllos que bien y mucho la amaban, la fiel pintura de su existencia bajo el triple punto de vista físico, moral y social, antes que su muerte o su exaltación a la vida de los pueblos libres, cambiaran enteramente los rasgos característicos de su anterior fisonomía.

De suerte, que en ningún sentido puede decirse con verdad que he empleado cuarenta años (período cursado de 1839 a la fecha) en la composición de la novela. Cuando me resolví a concluirla, habrá dos o tres años, lo más que he podido hacer ha sido despachar un capítulo, con muchas interrupciones, cada quince días, a veces cada mes, trabajando algunas horas entre semana y todo el día los domingos.

Con esta manera de componer obras de imaginación, no es fácil mantener constante el interés de la narrativa, ni siempre animada y unida la acción, ni el estilo parejo y natural, ni el tono templado y sostenido que exigen las producciones del género novelesco. Y tal es uno de los motivos que me impelen a hablar de la novela y de mí.

El otro es, que después de todo, me ha salido el cuadro tan sombrío y de carácter tan trágico, que, cubano como soy hasta la médula de los huesos y hombre de moralidad, siento una especie de temor o vergüenza presentarlo al público sin una palabra explicativa de disculpa. Harto se me alcanza que los extraños, dígase, las personas que no conozcan de cerca las costumbres ni la época de la historia de Cuba que he querido pintar, tal vez crean que escogí los colores más oscuros y sobrecargué de sombras el cuadro por el mero placer de causar efecto a la Rembrandt, o a la Gustavo Doré. Nada más distante de mi mente. Me precio de ser, antes que otra cosa, escritor realista, tomando esta palabra en el sentido artístico que se le da modernamente.

Hace más de treinta años que no leo novela ninguna, siendo Walter Scott y Manzoni los únicos modelos que he podido seguir al trazar los variados cuadros de Cecilia Valdés. Reconozco que habría sido mejor para mi obra que yo hubiese escrito un idilio, un romance pastoril, siquiera un cuento por el estilo de Pablo y Virginia[1] o de Atala y Renato;[2] pero esto, aunque más entretenido y moral, no hubiera sido el retrato de ningún personaje viviente, ni la descripción de las costumbres y pasiones de un pueblo de carne y hueso, sometido a especiales leyes políticas y civiles, imbuido en cierto orden de ideas y rodeado de influencias reales y positivas. Lejos de inventar o de fingir caracteres y escenas fantasiosas e inverosímiles, he llevado el realismo, según entiendo, hasta el punto de presentar los principales personajes de la novela con todos sus pelos y señales, como vulgarmente se dice, vestidos con el traje que llevaron en vida, la mayor parte bajo su nombre y apellido verdaderos, hablando el mismo lenguaje que usaron en las escenas históricas en que figuraron, copiando en lo que cabía, d'après nature,[3] su fisonomía física y moral, a fin de que aquéllos que los conocieron de vista o por tradición, los reconozcan sin dificultad y digan cuando menos: el parecido es innegable.

Apenas si he aspirado a otra cosa. Lo único que debo agregar en descargo de mi conciencia, por si alguien juzgare que la pintura no tiene nada de santa ni de edificante, es que, al situar la acción de la novela en el teatro habanero y época corrida de 1812 a 1831, no encontré personajes que pudieran representar con mediana fidelidad el papel, por ejemplo, del payo Lorenzo, o el del pacato de don Abundio, o el del enérgico padre Cristóbal, o el del santo arzobispo Carlos Borromeo; al paso que abundaban los que podían pasar, sin contradicción, por fieles copias de los Canoso, los Tramoya y los don Rodrigo, matones, bravos y libertinos, cuya generación parece ser de todos los países y de todas las épocas.

Tampoco ha de achacarse a falta del autor si el cuadro no ilustra, no escarmienta, no enseña deleitando. Lo más que me ha sido dado hacer, es abstenerme de toda pintura impúdica o grosera, falta en que era fácil incurrir, habida consideración a las condiciones, al carácter y a las pasiones de la mayoría de los actores de la novela; porque nunca he creído que el escritor público, en el afán de parecer fiel y exacto pintor de las costumbres, haya de olvidar que le merecen respeto la virtud y la modestia del lector.

Por lo demás, si la obra que ahora sale a luz completa, no contiene todos los defectos de lenguaje y de estilo que sacó el primer tomo impreso en La Habana, si hay mayor corrección y verdad en la pintura de los caracteres, si resultan eliminadas ciertas escenas y frases de escasa o dudosa moralidad, si el tono general de la composición es más uniforme y animado, en mucha parte a los consejos de mi esposa, con quien he podido consultar capítulo tras capítulo, a medida que los iba concluyendo.

C. Villaverde

Nueva York, mayo, 1879

Cecilia Valdés o la Loma del Ángel

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