Читать книгу Cecilia Valdés o la Loma del Ángel - Cirilo Villaverde - Страница 19

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Engañó al mezquino Mucha hermosura; Faltó la ventura, Sobró el desatino; Errado el camino No pudo volver El que por amores Se dejó prender.

D. Hurtado de Mendoza

Decíamos que los estudiantes de derecho patrio imitaron el ejemplo de su profesor poniéndose todos de pie. Pero aunque ganosos de salir del aula, según es de suponerse, permanecieron en sus puestos respectivos hasta que aquél descendió de la cátedra y se dirigió a la puerta de salida, cabeza baja y libro de texto debajo del brazo; entonces desfilaron en dos columnas tras él, en respetuoso silencio.

Los pocos que le acompañaron hasta la puerta de su celda, al fondo de la galería, fueron los seminaristas, pupilos del colegio, los cuales se distinguían por la ropa talar de estameña color pardo que vestían y que les daba la apariencia de monacillos; si bien es seguro que ninguno de ellos seguiría la carrera eclesiástica.

Los otros estudiantes no seminaristas, en el número ya dicho, luego que se alejó el catedrático, deshicieron la formación que traían, se precipitaron por la ancha escalera de piedra, en tropel bajaron al corredor y en el mismo desorden salieron a la calle, cual si los hubiera vomitado de un golpe la amplia portería del Colegio de San Carlos.

Ya en la calle, se derramaron por diferentes rumbos de la ciudad. Un grupo bastante numeroso tomó la vuelta del cuartel de San Telmo en que termina la calle de San Ignacio, torció la de Chacón, enseguida a la de Cuba, en fin, por la de Cuarteles se encaminó a la Loma del Ángel, que era su destino. En este grupo estudiantil, marchando con gran algazara, bien podía notar el curioso lector de anteriores páginas, a los tres constantes amigos: Gamboa, Meneses y Solfa. El primero de éstos sin duda capitaneaba a los demás, porque iba a la cabeza blandiendo en la mano derecha, a guisa de bastón de tambor mayor, la caña de Indias con puño de oro y regatón de plata. A medida que se acercaban a la iglesia del Santo Ángel Custodio, que, como sabe el lector habanero, se halla sentada en la planicie de la Peñapobre, se estrechaba más la vía a causa del declive y del golpe de gentes de ambos sexos, de todos colores y condiciones que llevaban la misma dirección.

Las mujeres blancas, al menos las que no se dirigían a la iglesia, iban en quitrines, los cuales entonces empezaban a generalizarse y a sustituir a las volantes o calesas, que venían usándose desde fines del siglo pasado. Casi todos los ocupaban tres señoras sentadas en el único asiento o de testera de esos carruajes, las mayores a los lados, recostadas muellemente; la más joven en medio y erguida siempre, porque nuestros quitrines ni nuestras volantes se construyen en realidad para tres personas, sino para dos. Aunque pasadas las nueve de la mañana, no calentaba demasiado el sol, a causa de lo adelantado de la estación; por eso casi todos los quitrines llevaban el fuelle caído, mostrando a toda su luz la preciosa carga de mujeres, jóvenes en su mayor parte, vestidas de blanco o colores claros, sin toca ni gorra, la trenza negra de sus cabellos sujeta con el peine de carey llamado peineta de teja, y los hombros y brazos descubiertos.

Las mujeres blancas que iban a pie por aquellas calles pedregosas sin aceras, de seguro se dirigían a la iglesia; lo que podía advertirse por el traje negro y la mantilla de encaje. La gente de color de ambos sexos, en doble número que la blanca, iba toda a pie, parte también a la iglesia, parte paseando o vendiendo tortillas de maíz en tableros de cedro, que era uno de los motivos de la fiesta. Las que se hallaban arrimadas a una u otra pared de la calle, eran por lo común negras de África, pues las criollas desdeñaban la ocupación, sentadas en sillas enanas de cuero, con una mesita por delante y el burén en el brasero a un lado. En la tal losa de piedra oscura tendían con una cuchara de madera la porción de harina de maíz mojada que constituía una torta de tres o cuatro onzas de peso, y cuando estaba doradita con el calor del burén, le esparcían por encima un poco de manteca de vacas, y así calientita y jugosa la ofrecían de venta al transeúnte a razón de medio de plata el par. Muchas señoritas no tenían a menos parar el carruaje y comparar las tortillas de San Rafael, según las denominaban, calientes todavía del indiano burén, pues por lo que parece, era como sabían mejor.

La ocasión de todo aquel bullicio y movimiento era la fiesta de San Rafael, que cae el 24 de octubre, cuya celebración se había principiado, según ya indicamos, nueve días antes. En cada uno de ellos se decía una misa rezada en las primeras horas de la mañana, misa mayor y sermón de diez a doce y salve a la hora de víspera. Durante la novena o circular se mantenía de manifiesto el Santísimo Sacramento, y con tal motivo la iglesia nunca se veía desocupada de los fieles que acudían de todas partes del barrio a ganar indulgencia plenaria.

Como hemos dicho anteriormente, la pequeña iglesia del Santo Ángel Custodio se halla asentada en la planicie estrecha de la Peñapobre, especie de arrecife de poca extensión, aunque bastante elevado respecto al plano general de la ciudad. Para subir a ella había, y hay ahora, dos escalinatas de piedra oscura y tosca, con repechos de lo mismo: una que arranca del fondo de la calle de los Cuarteles, la otra que desciende a la de Compostela, siendo ésta la más larga y pendiente.

En llegando a lo alto de la meseta, que también tiene repecho de piedra, se está en el piso del templo, cuya única nave, en los días de función, como de la que ahora se trata, se descubre toda entera—el altar mayor al fondo, retablo de madera de dos cuerpos—más allá de las dos puertas laterales, casi oculto tras el bosque de cirios blancos, candelabros dorados y plateados, macetas de flores artificiales y gran profusión de relumbrantes cartulinas. A izquierda y derecha se veían dos retablos de menos adornos, en el promedio de la puerta principal y las laterales, y en la media naranja otros dos retablos, en cada uno de los cuales se veneraba algún santo, por lo regular de madera de talla, encerrado en un nicho de cristal. El techo, en forma de caballete, dejaba al desnudo el maderamen de la armadura que estaba cubierta de tejas coloradas, y encima del arco toral, dentro del que había un pequeño coro, se levantaba el cuadrado campanario de piedra de tres cuerpos en disminución ascendente. Hacia el oeste, detrás del cuerpo de la iglesia, se hallaba la sacristía, la habitación del cura enseguida, y otra escalera de piedra menos espaciosa que las del frente, que daba salida a la calle de Egido, especie de callejón hondo, torcido y desigual que corre a lo largo de las paredes de las casas y los baluartes que circundaban la ciudad por la parte de tierra. El patio, por el frente, tiene un malecón de mampostería, al modo de muro de azotea. Pues en ese malecón, en la mañana del día que vamos refiriendo, el segundo o tercero de la novena de San Rafael, varios negros carpinteros se entretenían en levantar con tablas de pino, pintadas de color de cantos de piedra, algo que se asemejaba a las almenas de un castillejo, habiendo ya plantado el asta bandera y casi concluido la obra principal.

Los estudiantes se habían apoderado de todo el repecho de las escalinatas y mesetas; Leonardo Gamboa en lo más alto, con su caña al hombro dirigiendo la maniobra, y no subía por éstas persona alguna, ni pasaba por la calle mujer especialmente, en carruaje o a pie, sin que tuvieran ellos algo que decirle y aún hacerle. El más conspicuo por su voz, por el puesto que ocupaba y por su aventajada talla era Gamboa, prodigando, sin cesar dichos y requiebros, sobre todo a las muchachas bonitas, con sobra de galantería y lastimosa falta de buena crianza. Ellas, sin embargo, ya por el hábito de oírlos desde la cuna, ya porque siempre halaga la celebración, no se daban por ofendidas, antes éstas se sonreían; aquéllas, con el abanico entreabierto, hacían un saludo gracioso a los conocidos o amigos, y no faltaban quienes correspondían a una pulla, con otra pulla, por cierto no de la mejor ley.

Había Leonardo arrebatado un pedazo de tortilla a uno de sus compañeros, y, teniéndole en la mano izquierda, lo brindaba a la joven que mejor le parecía, sin ánimo de dársela a ninguna, ni probarlo él, hasta que, de tres que iban en un quitrín, creyó reconocer la que ocupaba el lado opuesto; por cuya razón, en vez de hacerle el mismo ofrecimiento que a las demás, bajó la mano de pronto y trató de ocultarse tras el repecho de la meseta. La joven le había visto, y reconocido desde luego; sólo que, lejos de sonreírse, como es natural cuando se divisa a un amigo entre multitud de gentes extrañas, se puso más seria y pálida de lo que era, aunque mientras pudo estuvo mirando el sombrero y la frente del estudiante, asomados a pesar suyo por encima del borde del muro de piedra. A tiempo de agacharse Gamboa, por un movimiento involuntario, le echó garra por un brazo a su amigo Meneses, y de modo le apretó, que éste no pudo menos de quejarse y preguntarle:

—¿Qué sucede, Leonardo? Por Dios bendito, suelta, que me desprendes el brazo.

—¿No la conociste? repuso Leonardo enderezándose poco a poco.

—¿A quién? ¿Qué dices?

—A la muchacha aquella del quitrín azul que va sentada a la parte opuesta de nosotros. Pasa ahora las Cinco esquinas. Todavía mira hacia acá. De seguro me ha reconocido. ¡Y yo que la hacía a muchas leguas de distancia! ¿Si creerá que todavía duran los aguinaldos de pascuas?

No sé aún de quién hablas.

—De Isabel Ilincheta, hombre. ¿No la conociste? Bien que te gustaba su hermana Rosa.

—Acabáramos. No la conocí, en efecto. Me pareció muy delgada y trigueña, allá era la más linda del partido.

—Todas las muchachas cuando van para tías se ponen delgadas y palidecen; y lo que es Isabel tiene razón para ambas cosas, pues cuenta mi edad y no abriga esperanzas de casarse pronto.

—Todavía te casas tú con ella el día menos pensado.

—¿Yo? Primero con una escopeta. La chica me gusta, no lo niego; pero más me gustaba allá, en medio de las flores y del aire embalsamado, a la sombra de los naranjos y de las palmas, en aquellas guardarrayas y jardines del cafetal de su padre. Y luego, es una bailadora... de primera. No menos que tu Rosa.

—Deja tranquila a Rosa y volvamos a tu Isabel. Estaba lo que se llama enamorada de ti. ¡La pobre! no te conoce, a lo que entiendo. Porque si vale decir verdad, eres el más inconstante y voluble de los hombres.

—Lo confieso, lo siento, mas no puedo remediarlo; me empeño por una muchacha mientras me dice que no; en cuanto me dice que sí, aunque sea más linda que María Santísima, se me caen a los pies las alas del corazón. Desde mayo no le escribo. ¿Qué pensará de mí? Y es que estas muchachas criadas en el campo son tan empalagosas con su querer... Se figuran que nosotros los mozos de La Habana somos todo cera y miel.

—¿Dónde parará ella?

—De seguro en casa de las Gámez, sus primas, detrás del Convento de las monjas Teresas.

—¿Esperas tropezar ahí con Rosa? Cuando no estaba en el quitrín con Isabel, es claro que no ha venido del campo. En cuanto a mí, te juro que no deseo y temo encontrarme cara a cara con Isabel. Estará ella hecha un moderno virago conmigo. No es mujer a quien se puede ofender impunemente.

—Razón tiene sobrada para estar enojada contigo, y en conciencia debes hacer por aplacar su enojo...

—Conciencia, conciencia, repitió Leonardo en tono desdeñoso. ¿Quién la tuvo jamás en tratándose de mujeres?

—¡Hombre! No digas blasfemias, que hijo eres de mujer.

Esta última observación la hizo Pancho Solfa, que había estado oyendo el breve diálogo de los dos amigos. Leonardo le miró de alto a bajo; no por desprecio, sino porque le sacaba al menos dos palmos de ventaja en estatura, y le dijo serio:

—Tú vas a parar en fraile capuchino. Luego, volviéndose con viveza para Meneses, añadió: Esa muchacha va a trastornar todos mis planes.

—No lo comprendo, dijo Meneses.

—Ya lo verás, repuso Leonardo pensativo. Caballeros, prosiguió hablando con los que le seguían desde el colegio; vámonos que ya esto fastidia.

Conocidamente Leonardo se había puesto de mal humor; algo le contrariaba el ánimo, y él no era hombre para sobrellevar estorbos. Pero apenas bajó a la calle por el lado de la de Compostela, y se vio una vez más en medio del bullicio popular, cuando volvió a su ser natural y a las vivezas de su carácter. En efecto al llegar a las Cinco esquinas, alcanzó un caballero de mediana edad que llevaba la misma dirección que los estudiantes. Leonardo le pasó los brazos por debajo de los suyos, le cubrió los ojos con ambas manos y le dijo, variando el acento:—Adivina quién soy.

En vano el desconocido trató de desasirse de las garras del estudiante, en la persuasión quizás de que el objeto de aquella violencia era robarle a la claridad del día y a la vista del pueblo. Pero Leonardo, luego que se le reunieron los compañeros y multitud de curiosos, soltó al hombre; y, con el sombrero en la mano y la cabeza inclinada, en señal de respeto y arrepentimiento, le dijo:—Pido a Vd. mil perdones, caballero. He sufrido una equivocación lamentable, pero Vd. tiene la culpa, porque se parece a mi tío Antonio como un huevo a otro huevo.

Los estudiantes soltaron la carcajada, por lo mismo que el caballero desconocido, comprendiendo la burla, estalló en expresiones de mal humor y de enojo contra la juventud malcriada e insolente de la época. Aquella ridícula escena pasó con más rapidez de lo que hemos acertado a pintarla, y, como para hacer contraste con ella, no bien pasó Leonardo la calle de Chacón, metió la punta de su caña de Indias en una rolliza tortilla de maíz que empezaba a dorarse al calor del burén de una negra más rolliza todavía y casi desnuda, arrimada a la pared de la esquina y rodeada de sus cachivaches, y la levantó en el aire. Hizo la tortillera una exclamación de angustia, y al enderezarse en el enano asiento, como era tan gorda y pesada, echó a rodar la mesita que tenía delante, donde había otras tortillas ya cocidas, con lo cual se aumentó su disgusto y se menudearon sus gritos. Todos rieron de la ocurrencia, Diego Meneses, quien, por uno de aquellos impulsos nobles y generosos de su buen corazón, sacó del bolsillo del chaleco unos cuantos reales, se los arrojó al pecho abultado de la negra, y acertó a depositárselos en el seno, no obstante el bajo escote del cuerpo de su escasísimo traje.

Si con esto se le pasó el enojo o cesaron sus lamentos, los estudiantes no se detuvieron a averiguarlo. Adelante, en la calle del Tejadillo corta la de Compostela en ángulo recto y luego se encuentra la del Empedrado, dicha así por haber sido la primera en que se empezó a ensayar el sistema de pavimento de las calles de La Habana con chinas rodadas y arroyo en medio. Por ella torció Leonardo a la derecha, y después de saludar a sus compañeros y decir a sus íntimos amigos Meneses y Solfa que podían, si querían, esperarlo en la plazoleta inmediata de Santa Catalina, donde se reuniría con ellos dentro de un cuarto de hora. Pero siendo ya la de almorzar, según la costumbre de Cuba, ellos prefirieron continuar a sus casas respectivas, y así se separaron de Leonardo hasta la noche en la feria del Santo Ángel Custodio.

Una vez solo el estudiante de derecho, cambió de paso y de aspecto repentinamente. Se puso serio y pensativo, mucho más de lo que cabía esperar en un carácter tan alegre y vivaz. Era que le preocupaba demasiado la aparición en La Habana y en la feria, de la joven de Alquízar a quien denominó Isabel Ilincheta. No obstante que lo negase, estaba enamorado de ella, y recelaba que su repentina llegada diese ocasión a revelaciones desagradables, sobre todo, al descubrimiento de sus veleidades, que, por pervertido que tuviese el sentimiento de la decencia, no podían hacerle honor ni dejar de sacarle los colores a la cara.

Varias veces se detuvo y pegó con la punta del bastón en las angostas losas de la acera, de cuyo lujo gozaba entonces, entre otras pocas, la calle famosa de lo Empedrado. Entre seguir y volverse fluctuaban grandemente, pues es bueno que se sepa que aquella no era la dirección de su casa. Dio, al fin, un golpe más recio que los demás con la caña, se la echó al hombro, como solía, y apresuró el paso, murmurando:—¡Qué diablos! A lo hecho, pecho. Todo esto, para confirmarse en la resolución tomada.

A poco andar se encontró en la esquina de la calle del Aguacate, y arrimado a las alterosas paredes del Convento de Santa Catalina, no hizo alto hasta cerca de la esquina en que la calle de O'Reilly corta la que llevaba a la sazón. Allí, dirigió una mirada oblicua a la ventanilla cuadrada y alta de una casucha en la acera opuesta, inmediata a la esquina. Dicha casucha la hemos descrito minuciosamente al final del capítulo II de esta verídica historia. Las hojas de la ventanilla se hallaban entornadas, y por entre los balaustres de cedro, se veían los pliegues de una cortinilla de muselina blanca, la cual se agitaba ligeramente entonces, ya a causa del airecillo de la mañana, ya de los movimientos de alguna persona que estuviese detrás. En la misma disposición, aunque inversa, se veía la desvencijada puerta: la media bala de hierro, de que hemos hablado en otra parte, impedía que se cerrase del todo.

Que había una persona apostada entre la hoja entornada de la ventanilla y la cortina blanca, no cabe duda ninguna, porque apenas Leonardo cruzó y puso la mano derecha en el hueco que dejaba en el marco un balaustre caído, cuando se asomó la cara más linda de mujer que quizás existía en aquel tiempo en La Habana. A su vista, aunque los ojos de la mulata despedían rayos, y no de amor, sino de cólera, quedó completamente subyugado Leonardo, y se olvidó de Isabel, de los bailes de Alquízar y de los paseos por las guardarrayas de palmas y de naranjos en los cafetales de esa comarca. El lector de los primeros capítulos de esta historia tiene delante a Cecilia Valdés. Mantenía los ardientes labios apretados, la sangre quería brotarle de sus redondas mejillas, el abultado seno con dificultad se contenía dentro de las ligaduras del traje de yocó. Al fin fue ella la primera a hablar, diciendo más con el semblante que con la voz:

—¿Para qué ha venido?

—Acabo de salir de la clase, contestó Leonardo en tono humilde y bajo, mas recio.

Cecilia miró al soslayo para adentro, con la mano izquierda abierta hizo seña a Leonardo que bajara algo más la voz y añadió con vehemencia:

—Le han visto hace poco en la loma del Ángel.

—Puede ser, venía para acá.

—Pero se ha detenido mucho, la distancia no es tan grande. ¡Ah! ¡Maldita la mujer que ama!

—Nada se ha perdido, Cecilia. Heme aquí.

—Ya. ¿Mas quién sabe la causa de su demora? Tal vez una mujer...

—Mujer no, te lo juro.

—No me jure, porque entonces menos le creo. El caso es que Chepilla ya está de vuelta de Paula y Vd. se aparece ahora. Ya no hay tiempo de hablar. Hace rato que llegó. Rezaba y dormitaba, supongo que de cansada; y ya levanta la cabeza y pone el oído de ético. (Esto lo dijo mirando otra vez hacia dentro.) A Vd. no le interesa mi amistad, se conoce, y soy una boba que le espero. ¡Maldita sea la mujer que quiere como yo!

—Tu desesperación me asusta, alma mía. Siento el percance, será mañana.

—Es que Chepilla no va todos los días a Paula.

—Me levanté cerca de las siete. Tú sabes a la hora que vinimos de Regla, cerca de la una de la madrugada.

—Eso no impidió que yo me despertase al amanecer. Me acosté con el cuidado y Vd. no, esto hace mucha diferencia.

—Déjate de ese tono irónico que no te sienta ni un poquito. Demasiado sabes tú que te idolatro.

—Obras son amores y no buenas razones, y el hombre que no cumple con una cita...

—No me condenes de ligero. Ya te he dicho la causa de mi demora. Te protesto, sin embargo, que lo siento en el alma, y ya te probaré...

—Malhaya viene tarde. En vano me protesta de su cariño. La persona que quiere bien no engaña. Sí, Vd. me está engañando. Me tiene muy herida. Váyase. Truena Vd., no habla.

Leonardo le cogió la mano y se la llevó a los labios, sin que ella opusiera la menor resistencia, por donde conoció que había pasado el furor de la tormenta y que la muchacha admitiría su visita en primera oportunidad. Con esto él siguió camino y al entrar en la calle de O'Reilly, puso el pie izquierdo en el estribo de una volanta que bajaba de la puerta del Monserrate, zarandeándose dentro de dos larguísimas varas, pendientes de dos enormes ruedas y del lomo de un verdadero Rocinante, y quedó sentado en el cojín de vaqueta. El estremecimiento producido por la repentina entrada del joven, llamó la atención del calesero, quien incontinente volvió la cara a fin de ver la casta de pasajero que había conseguido sin solicitarlo ni esperarlo. Este, a tiempo de caer en el asiento, tronó en voz campanuda y de mando:—A casa.

—¿Y dónde vive el niño? naturalmente preguntó el azorado calesero.

—¡Bruto! ¿Que no lo sabes? Calle de San Ignacio esquina a Luz. Arrea.

—¡Ah! exclamó el calesero, y le pegó tan fuerte latigazo a la pobre bestia en los ijares, que se estremeció toda dentro de la armazón de huesos, doblándose casi en dos, bien del dolor, bien del peso del carruaje, del pasajero y del jinete.

Mientras el estudiante, sacudido como una pelota va camino de su casa en la desvencijada volante séannos permitidas algunas reflexiones. ¿A qué aspiraba Cecilia al cultivar relaciones amorosas con Leonardo Gamboa? El era un joven blanco, de familia rica, emparentado con las primeras de La Habana, que estudiaba para abogado y que, en caso de contraer matrimonio, no sería ciertamente con una muchacha de la clase baja, cuyo apellido sólo bastaba para indicar lo oscuro de su origen, y cuya sangre mezclada se descubría en su cabello ondeado y en el color bronceado de su rostro. Su belleza incomparable era, pues, una cualidad relativa, la única quizás con que contaba para triunfar sobre el corazón de los hombres; mas eso no constituía título abonado para salir ella de la esfera en que había nacido y elevarse a aquélla en que giraban los blancos de un país de esclavos. Tal vez otras menos lindas que ella y de sangre más mezclada, se rozaban en aquella época con lo más granado de la sociedad habanera, y aún llevaban títulos de nobleza; pero éstas o disimulaban su oscuro origen o habían nacido y se habían criado en la abundancia; y ya se sabe que el oro purifica la sangre más turbia y cubre los mayores defectos, así físicos como morales.

Pero estas reflexiones, por naturales que parezcan, estamos seguros que jamás ocuparon la mente de Cecilia. Amaba por un sentimiento espontáneo de su ardiente naturaleza y sólo veía en el joven blanco el amante tierno, superior por muchas cualidades a todos los de su clase, que podían aspirar a su corazón y a sus favores. A la sombra del blanco, por ilícita que fuese su unión, creía y esperaba Cecilia ascender siempre, salir de la humilde esfera en que había nacido, si no ella, sus hijos. Casada con un mulato, descendería en su propia estimación y en la de sus iguales: porque tales son las aberraciones de toda sociedad constituida como la cubana.

El calesero, entre tanto, bajó por la calle de O'Reilly al trote, tomó la de Cuba, cruzó diagonalmente la plazoleta de Santa Clara, torció luego a la calle de San Ignacio, y sin adelantarse un paso paró la carrera a la puerta de la casa que le habían designado. Aquélla era una prueba de que el negro calesero no merecía el dictado de bruto que le dio Leonardo al entrar en la volante. No había acabado de parar ésta, cuando el estudiante saltó a la acera y con la misma rapidez le lanzó una moneda al calesero. Recibiola él en el aire, se la llevó a los ojos, vio que era una peseta columnaria, se persignó con ella, picó espuelas y siguió viaje, diciendo:—Mucha salud, niño.

Cecilia Valdés o la Loma del Ángel

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