Читать книгу Seguir la noche - Claudio Naranjo Vila - Страница 11
Pasaste a recogerme más tarde de lo acordado. Estaba nervioso y tomé unos cortos de vodka mientras esperaba, así el olor a alcohol no se notaría como con el whisky. No me importaba si Paula me sorprendía contigo y todo se acababa, pero no se había dejado caer esa noche todavía. Mientras me empinaba otro vaso, sonó el citófono. Eras tú. Dijiste que preferías esperarme en el hall. Bajé y al verte quise abrazarte, pero te apartaste luego del beso en la mejilla. Tu cabello lucía rojo en vez del castaño natural, aunque el resto de ti parecía igual. Como regalo del viaje te pasé un álbum de postales con cuadros de Van Gogh, recordaba que antes te gustaba mucho; lo compré a la rápida en el negocio de un museo que visité entre una y otra reunión.
ОглавлениеDecidimos tomar tu auto porque había quedado mal estacionado y empezamos a recorrer la ciudad. Por Antonio Varas salimos a Providencia y nos dirigimos a los locales de la avenida Suecia; al llegar había tanto ruido y gente en la calle que no nos detuvimos. Bajamos por la Costanera dando vueltas por el parque Forestal y llegamos a Lastarria. Hablamos poco en el trayecto, solo dijimos algunas cosas para no sentirnos tan extraños. Entramos al Berry’s, un bar estilo europeo que conocíamos, pero sus mesas estaban ocupadas. Te propuse que volviéramos a Providencia, siempre se podía encontrar algo abierto y menos lleno.
—No sé si conoces el Liguria —ladeaste la cabeza un poco hacia mí—, es el lugar más entretenido que existe.
—Sí, he estado ahí alguna vez.
Llegamos y dimos varias vueltas al interior del bar. Como no encontramos una mesa desocupada, volvimos a salir para esperar en la terraza que daba a la calle. Aunque pasaba la mayor parte de las noches allí, nadie me saludó y los mozos tampoco parecieron reconocerme. Me sentí algo aliviado porque fuéramos tú y yo por esa noche.
Pronto quedó una mesa con los vasos vacíos. Alcanzamos a sentarnos antes que otra pareja y un mozo se apresuró a tomarnos el pedido.
Hablé de los amigos de antes, esos que ya no veía, y te conté que mis padres volvieron a irse del país; después de tantos años de exilio, no se sentían parte de esta patria del olvido. No respondiste mayor cosa, te dedicabas a escuchar y sonreír, asintiendo con la cabeza.
De forma paulatina, entré en confianza con el alcohol y te conté cómo había tratado de llamarte, marcando primero tu antiguo número de seis dígitos. Me burlé, diciendo que cada persona es como una cifra y que si se altera, cambia algo de su identidad y no puede ser reconocida ni encontrada. Sé que no entendiste aunque sonrieras, solo agregaste que en realidad no éramos tan viejos como para que todo hubiera cambiado.
—Eres muy divertido. —Hiciste un gesto de brindis con tu pisco sour.
—Lo peor de todo es que es verdad. —Acerqué mi vaso casi vacío al tuyo.
—Nosotros no nos llevábamos tan mal.
—No, no tan mal, pero siempre te quejabas de que era muy celoso.
—Sí, es verdad. Pero ¿qué importa eso ahora?
—¿Y tú? No has dicho casi nada de ti.
Miraste hacia las otras mesas y empezaste a hablar sin posar los ojos sobre mí.
—Nunca te conté que mi abuelo desapareció durante la dictadura. No sé por qué me lo guardé, ni siquiera lo conversamos en casa con mi familia. Es algo de lo que no se puede hablar. Aunque apenas lo conocí, cada vez se ha hecho más importante.
Pareció que de pronto empezaba a descubrir a una persona desconocida. Estar contigo fue acompañarnos por las tardes después del colegio, pasarlo bien en las fiestas en casa de los amigos, ir a las protestas a mirar lo que ocurría y, cuando la cosa se ponía fea, arrancar del guanaco y las bombas lacrimógenas. Añadiste que, al terminar de estudiar Arquitectura, te pusiste a trabajar en proyectos para convertir en monumentos nacionales los centros de tortura de la dictadura. Tu abuelo murió en uno de ellos.
—Pero eso es consecuente con tu historia —dije.
—Lo sé. Me he sacado la cresta todos estos años tratando de hacer un aporte al bien común. No sabes cuántas puertas he golpeado sin respuesta.
Nos quedamos en silencio, aproveché de pedir otro whisky y mirar alrededor. De otra mesa me saludaron, invitándome a unirme a ellos, pero me encogí de hombros señalándote. Dijiste que no importaba si me sentaba con ellos, aunque temí que después se vinieran a nuestra mesa, me ofrecieran unas líneas y supieras en qué estaba metido.
Como si tuvieras que largarlo todo de una vez, me contaste que tenías una hija. Las cosas no habían funcionado con su padre y preferiste dejarlo antes que seguir por seguir. Me desconcertó saber lo que había sido de tu vida durante el tiempo que no nos vimos, mientras yo seguía pensando en ti.
Al correr de la noche, me di cuenta de que me gustaba más la Alejandra de antes, no me conformaba con que hubieras cambiado tanto. Hasta te empecé a encontrar el rostro un poco envejecido. Los recuerdos aparecieron y, con ello, las viejas rabias que te guardaba, tantas cosas de las que jamás me acordé, hasta ese momento que te tuve sentada frente a mí. No podía sacarme de la cabeza esa última noche en tu casa, cuando empezaron los días solitarios que me llevaron a hacer de todo para tratar de olvidarte, resignándome de mala manera a una vida sin amor.
—No me hables de los hombres que has tenido. —Arrastré la silla hacia atrás.
—No estoy hablando de los hombres que he tenido, te cuento de mi vida. —Levantaste los codos de la mesa—. Mira, para que veas, no te preguntaré quién me contestó el teléfono anoche, aunque muera de ganas por saberlo.
—Bueno, entonces tampoco voy a contarte.
Intentaste darle un giro a la conversación, se parecía cada vez más a la manera como nos hablábamos antes.
—A veces me gusta escuchar lo que hablan en las otras mesas. —Sonreíste y echaste la espalda hacia atrás—. Unos tipos dijeron que iban a ir a emparejarse la nariz al baño. Debe ser algo así como droga, ¿no? —susurraste.
—Las personas escuchan las conversaciones de otras mesas porque no tienen nada más que decir. —Encendí un cigarrillo con el anterior—. Y no tengo idea de qué será emparejarse la nariz.
—No seas tan grave. Estás molesto conmigo, ¿verdad?
—No, no estoy molesto contigo, sino con el mozo que nunca pasa.
—¿Vas a pedir otro trago? Llevas como una botella encima y yo apenas voy por el primero.
—Bueno, ¿no salimos para pasarlo bien?
—Lo mismo me pregunto yo.
Volvimos a quedarnos en silencio. No quería caer en tu juego y pretender que nada había pasado. Si te proponías algo conmigo, primero tendrías que pedirme disculpas, a partir de ahí veríamos cómo salían las cosas. El ruido de las otras mesas crecía de forma irremediable entre nosotros.
—Bueno, cuéntame cómo te fue en el viaje.
—Bien, como te dije. Me lo pasé entre reuniones en el Trade Center de Nueva York, comidas de negocios y apenas una visita relámpago al Museum of Art, donde te compré ese álbum de postales.
—¡Oye, sí, gracias! ¡Está superbonito! ¿Sabes? —Me sacaste un cigarrillo y lo encendiste con la vela de la mesa—. La verdad es que yo también quería volver a verte. Estaba tan nerviosa anoche que me teñí el pelo, parece que la embarré.
A esas alturas, enrabiado como estaba, miraba a las mesas alrededor y apenas ponía mis ojos sobre ti.
—Es una lástima que lo que pasó entre nosotros no se pueda olvidar así nomás. —Esbocé una sonrisa sarcástica y acerqué mis cigarrillos, habían quedado de tu lado en la mesa—. Como si al teñirte el pelo lo anterior se borrara.
Esperé escuchar algo que confirmara una vez más la ruptura, pero solo me miraste, Alejandra. Luego fuiste al baño y de regreso dijiste que se había hecho tarde y tenías que levantarte temprano al día siguiente. Nos pusimos de pie y abandonamos la terraza. Subimos a tu auto y no hablamos en todo el trayecto hacia mi departamento, donde me dejaste. Te di un beso en la mejilla muy a la rápida, quedamos en hablar otra vez, pero después de esa noche no volvimos a llamarnos.