Читать книгу Seguir la noche - Claudio Naranjo Vila - Страница 7

Como un rehabilitado que de golpe recuperaba largos años de abstinencia, recordé tu número. Esperé a que mis amigos salieran del baño, cerré la puerta de la cabina y marqué. Entre sorprendido y decepcionado, escuché una voz diciendo que el número que acababa de marcar no existía y que consultara la guía. La grabación volvió a empezar, mientras le daba un puñetazo a la puerta. “Todo está perdido —pensé—, nunca más sabré de ella”. Escupí en el water y paseé de un rincón a otro de la cabina para hacer memoria. “¡Claro! ¿Cómo pude ser tan tonto? Si desde entonces agregaron otro dígito a todos los teléfonos de Santiago”. Hundí los botones de mi celular otra vez.

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Esperé a que alguien contestara, estaba inquieto y movía los pies de un lado a otro, como si bailara. Hacía varios meses que te había vuelto a ver, de casualidad y a lo lejos, en una de las mesas del bar Liguria; tan extraña a mí, riéndote con gente desconocida. Mientras aún esperaba, la música del bar trajo de vuelta una vieja melodía, nombrando tantas cosas que ya no estaban. Me puse a tararear la canción hasta que salió tu voz.

Después de tu sorpresa y los saludos de rigor, hubo un silencio en que debí explicar el motivo de mi llamada.

—Sé que ha pasado mucho tiempo, pero mira —traté de demorar las palabras para que no se notara lo nervioso que estaba—, mañana me voy de viaje y… algo me dijo que debía llamarte. Ojalá no te moleste.

—No seas tonto, para nada —dijiste, Alejandra—. Qué coincidencia, el otro día estuve leyendo unos poemas que me regalaste… hace ya tanto tiempo.

—¿Y cómo eran?

—Superbonitos… Y cuéntame, ¿te casaste?

No, no me había casado. Me dieron ganas de terminar la llamada cuanto antes, parecía un gesto inútil solo porque me iba del país unos días, aunque siempre me rondara el fantasma de los hijos de exiliados, el temor a salir del país y no poder volver.

—En la empresa me han hecho ofertas para que me quede afuera, pero me gusta vivir acá —dije.

—Sabía que te iba a ir bien.

—Ahora me voy por una semana y quise despedirme.

¿Despedirme de qué, de quién? ¿Acaso eras la misma de antes?, me pregunté, mientras pasaba mi mano por el pelo. Temí que mis palabras sonaran demasiado comprometedoras, después de no saber de ti en tantos años.

—¡Qué bueno que llamaste! Avísame cuando vuelvas, sería rico que nos juntáramos.

Después de colgar con un “Seguro que sí, claro. Estamos en contacto”, salí del baño con una gran sonrisa y me adentré por uno de los salones del bar Liguria. Las mesas ocupadas, la gente parada afuera esperando poder sentarse, la música tan fuerte que obligaba a gritar para escucharse, las paredes llenas de afiches de cantantes, futbolistas o los clásicos pósteres del Moulin Rouge pintados por ToulouseLautrec, nada de ese ambiente sobrecargado de estímulos podía molestarme después de hablar contigo.

Encontré a mis amigos en la barra, amigos que solo podía llamar así cuando, borracho, me sentaba en cualquier lado e invitaba a todos a un trago. Podía pasar la vida entera allí, aunque nadie se quedara tan tarde como yo y emigrara a otras mesas, estando con todo el mundo sin estarlo de veras, hablando estupideces un rato: fútbol, rock, mujeres, trabajo. Además que Paula (o alguna otra como ella, les decía a mis amigos de esa noche) siempre estaría esperando en el departamento, con sus platos naturistas según la última moda, y los discos que creía cultos porque eran de música correctamente clásica como Vivaldi o Albinoni. Esa mina llamada Paula, tan mimadora y servil, dejaba la cama preparada cosa de llegar y acostarme, además de una nota llena de cariño debajo de la almohada cuando no podía esperarme. Era tan estúpidamente buena y acogedora, abnegada hasta ser odiosa y sonriente cuanto más la rechazaba.

Alguien cerca de mí en la barra celebró mi comentario. Las conversaciones se sucedían y también los tragos. Mis amigos plantearon que usar drogas no era muy distinto a chantarse antidepresivos o calmantes para la ansiedad.

—Lo que pasa con la droga es que no hay que pagarle a un medicucho para que te la dé y cuesta más conseguirla, pero a la larga igual te sube el ánimo y hace la vida más llevadera, siempre que no abuses…

—… siempre que no abuses —complementé—, o terminarás por caer en las manos de los mismos medicuchos que al final se saldrán con la suya, te enchufarán los remedios y…

—Así que te vas de viaje. —El tipo sentado a mi lado se giró para mirarme, no sabía su nombre—. Volvamos al baño a emparejarnos la nariz, después pedimos otros tragos para desearte un bon voyage.

—No, yo paso, compadre. Tengo que levantarme temprano.

Aunque insistieron, me puse de pie. “Por una mina como Alejandra, estoy dispuesto a dejarlo todo”, pensé para mis adentros al estrecharles la mano, pero era difícil mantener ese ritmo de vida tan agitado sin la ayuda de mis amigos. Sobre todo al día siguiente, cuando despertara con dolor de cabeza y los nervios de punta, y tuviera que manejar hasta el aeropuerto dejando el auto estacionado allí, deseando que Paula no me llamara al celular como en mi último viaje, para pedirme algo tan exasperante y tierno como un osito de peluche de regalo. Luego de que el avión despegara y pudiera desabrocharme el cinturón de seguridad, pediría un whisky tras otro para pasar la resaca de la noche anterior.

“No puede ser que lo de un rato atrás sea la última vez, ¿por qué soy tan drástico conmigo?”. Manejé de vuelta a mi departamento, recordando que, después de unos tragos, al igual que otras noches, con mis amigos ocasionales fuimos al baño. Pusimos el pestillo a la puerta, conversamos sobre chicas y nos juramos amistad eterna. Descolgamos el espejo y esparcimos sobre la superficie el polvo blanco, lo molimos y ordenamos finamente unas líneas. Luego nos turnamos el dollar que alguien sacó, billete que fue aspirado de nariz en nariz. Los más entusiastas lamieron los restos adheridos al espejo. Cuando me lo pasaron de nuevo, miré que no hubiera rastros de polvo en mi nariz. La sensación de embriaguez se disipó. Después de eso mis amigos volvieron a la barra a conversar todos los tragos que el mozo les ofreció una y otra vez, mientras yo sacaba mi celular para ir a la cabina del baño a llamarte, Alejandra. Andaba tan falto de fuerzas que a cada rato necesitaba otra línea para reanimar mi cuerpo. Surgías como una buena excusa para dejarla: adiós a Las Vegas, pero la botella de escocés no me la quitaba nadie. “No, mejor guardo dos papelillos al fondo de un cajón del escritorio, por si acaso”, pensé al abrir la puerta de mi departamento.

—Estás pasado a trago —dijo Paula, cuando me tendí a su lado.

—No sabía que ibas a estar.

—¿Qué onda? ¡Si siempre te espero! Ya, acuéstate. Te despierto mañana.

Aunque no preguntó, le dije que había estado toda la noche hablando con alguien de la oficina y afinando los últimos detalles del viaje. Respondió que estaba bien, pero me hizo prometer que no tomaría más. Entonces, como insistía en que hiciera de mi departamento un lugar más acogedor, llevando ella por iniciativa propia plantas y pequeños adornos, le hice jurar que no desembalaría las cajas de mudanza mientras yo no estuviera, servían para sentarse y era probable que no permaneciera durante mucho tiempo entre esas paredes.

Así era mi vida, Alejandra, en eso me transformé lejos de ti.

—Te empaqué unos trajes livianos. —Paula apagó la luz—. Allá es verano.

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