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Claudio Naranjo Vila
Seguir la noche
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SEGUIR LA NOCHE
Claudio Naranjo Vila
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Ella ha vuelto. Después de tantos años y desencuentros, ella aparece. Se pregunta si en realidad fue hasta su mesa a mostrar sus libros, en esa imagen borrosa e incierta de un bar que le dejó la noche anterior. ¿Y quién habrá sido aquel hombre sentado a su lado? No recuerda con certeza lo que ocurrió, solo guarda la sorpresa del encuentro, el alcohol bebido hace que su memoria se asemeje a las imágenes de un sueño. Algo le dice que, de algún modo, es cierto. No cree que ella lo haya reconocido —tan cambiado está—, con el pelo y la barba largas, muy distinto al corte romano y las patillas recortadas que usaba antes. Como en tantas otras veladas, la noche pasada anduvo de un lugar a otro vendiendo sus libros, entró a muchos locales para ofrecerlos y bebió a costa de las pocas ganancias que le dieron sus versos. Los ejemplares, que aún carga hoy consigo, llevan como autor un seudónimo que no sabe si ella recuerda.
Como un rehabilitado que de golpe recuperaba largos años de abstinencia, recordé tu número. Esperé a que mis amigos salieran del baño, cerré la puerta de la cabina y marqué. Entre sorprendido y decepcionado, escuché una voz diciendo que el número que acababa de marcar no existía y que consultara la guía. La grabación volvió a empezar, mientras le daba un puñetazo a la puerta. “Todo está perdido —pensé—, nunca más sabré de ella”. Escupí en el water y paseé de un rincón a otro de la cabina para hacer memoria. “¡Claro! ¿Cómo pude ser tan tonto? Si desde entonces agregaron otro dígito a todos los teléfonos de Santiago”. Hundí los botones de mi celular otra vez.
La olvidada imagen de ella cobra vida con cada paso que da hacia la noche. Ha salido del Cinzano y, con las manos en los bolsillos del abrigo, esquiva a la gente que camina por la calle Esmeralda. La interminable corrida de micros no permite descender de la vereda para adelantar al tropel de asalariados y estudiantes. Llega hasta el reloj Turri, toma el ascensor Concepción y una vez arriba, pasa por el Café Turri y luego dobla a la izquierda por la calle Papudo. Se adentra por el Paseo Atkinson, con sus bancos ocupados por parejas y turistas. Desde el mirador ve que algunas luces de las calles abajo están encendidas y el sol se ha marchado de la bahía.
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Pasaste a recogerme más tarde de lo acordado. Estaba nervioso y tomé unos cortos de vodka mientras esperaba, así el olor a alcohol no se notaría como con el whisky. No me importaba si Paula me sorprendía contigo y todo se acababa, pero no se había dejado caer esa noche todavía. Mientras me empinaba otro vaso, sonó el citófono. Eras tú. Dijiste que preferías esperarme en el hall. Bajé y al verte quise abrazarte, pero te apartaste luego del beso en la mejilla. Tu cabello lucía rojo en vez del castaño natural, aunque el resto de ti parecía igual. Como regalo del viaje te pasé un álbum de postales con cuadros de Van Gogh, recordaba que antes te gustaba mucho; lo compré a la rápida en el negocio de un museo que visité entre una y otra reunión.
Al Poeta lo invade una agradable sensación de embriaguez, una marejada ardiente que se intensifica con cada vaso que llena. A ratos está ausente, ve al Estudiante y al Jote mover los labios sin emitir sonido. Piensa en cómo un tiempo pasado puede adquirir un aire actual con tanta facilidad; sin embargo, también considera que las palabras que nombran el ahora, a la larga, resultan forzosamente precarias o limitantes, pues van detrás de una imagen de lo real que siempre es escurridiza.
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El casino social J. Cruz M. es un restaurante metido en un callejón al que se llega por la calle Condell. Cuenta la leyenda que, de todos los lugares en el puerto, es el que tiene las mejores chorrillanas, un gran plato compuesto por papas fritas, cebolla, huevo y carne mechada picada en pequeños trozos. Al Poeta a veces le gusta hacer de guía turístico y llevar a sus amigos a comer allí, para que se entretengan mirando las diversas vitrinas sin tener que hablar, sobre todo esta noche que no tiene ganas de pensar en algo ajeno a ella.
Alejandra, tantas estupideces que hice y tantas otras que pude evitar, sabiendo de antemano que no debía hacerlas mientras las hacía. No hablo solo de ti, sino de la vida, de toda mi vida. Creo que es cierto, estabas mejor lejos de mí. Ahora narro cosas tal como sucedieron. A lo mejor es una forma de expiar mis culpas y aclarar mis dudas; pero nada dicen de ti, nada saben de ti. Estas cosas sucedieron cuando todo estaba perdido entre ambos, o así lo creí en aquel entonces. Quizá con esta justificación me exima en algo del dolor por tantos equívocos y desastres, como aquella vez en el trabajo:
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