Читать книгу Seguir la noche - Claudio Naranjo Vila - Страница 13

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Pasó el tiempo. Al partir te llevaste la parte más hermosa y el bar fue lo que quedó. Después del trabajo me dejaba caer en el Liguria sin pasar por el departamento. Pedía un whisky tras otro, mientras en la mesa mis amigos de esa noche reían. Una vez ebrio, empezaba a recordar, como si aún debieras regresar del baño. Me sentía ajeno a todo y el alcohol me aferraba a esa sensación. A ratos el ruido de las voces que hablaban sin parar hacía que te esfumaras de mi memoria. Un mozo pasaba de vez en cuando preguntando si quería algo más. Las personas alrededor se movían con animosidad, parecían tan amigos, compartían cigarrillos y botellas, conversaban de algo que no lograba descifrar. Las paredes sobrecargadas de afiches me mareaban, al final bajaba la vista. Muchas noches hice lo mismo, esa sensación confundía una velada con otras.

Me preguntaba, con sarcasmo y perplejidad, durante cuánto tiempo más podría mantener ese ritmo de vida. Había vuelto al viejo ritual del polvo blanco, me despertaba un poco de una pesadilla de la cual no lograba salir del todo. Empecé a usarlo también en el trabajo, rendía más cuando iba al baño de la oficina y me mandaba unas líneas vigorizantes por la nariz. Mi mente se despejaba, sentía que las ideas fluían de nuevo para quedarme todo el día analizando datos en el computador y, después de otro par de líneas, pasaba al bar a tomarme unos tragos con los amigos hasta altas horas de la noche. La usaba para intentar divertirme, rendir más y también para despertar a la mañana siguiente. Eso era mejor que llegar a la oficina con la resaca y entrecerrar las persianas, tomar interminables tazas de café, ponerme paranoico y arrancar a las salas de venta o evitar los pasillos donde preguntaban tanto. Además, la rutina en el trabajo era lo que primaba: a veces las cifras crecían, otras bajaban, despachaba productos vendidos y entraban otros para vender. Era tan predecible que planificaba con varias semanas de anticipación sin que nada inesperado ocurriera, aunque los gerentes anduvieran preocupados a ratos, preguntando por índices que a la larga variaban siempre a favor.

Su profunda desolación por la búsqueda infructuosa de una vida mejor que el futuro le traería —una tierra prometida a la cual nunca llegaba—, lo mantenía aferrado al mundo.

Leí lo que había escrito en la pantalla del computador de la oficina. Según esa frase, la profunda desolación mantenía al tipo unido al mundo. La marqué con el mouse para borrarla, aunque sabía que esa profunda desolación volvió a despertar en mí las ganas de escribir; de esa forma, tal vez algo de eso pasaría a la historia o quedaría solo en la memoria del computador y no en la mía, de modo que no tuviera que vivirlo, aislándolo para retomar una vida que de forma remota creía haber dejado de lado. Quizá nunca existió otra vida y pensar en eso fuera otro falso alivio, como el alcohol, la cocaína, las mujeres o… De todos modos, antes de irme al bar lo guardé en una carpeta llena de textos parecidos, con el título “Documentos por revisar”. Tal vez los revisaría eternamente y me había metido en otra maldita obsesión tras abrir esa carpeta.

Como un rehabilitado que de golpe recuperaba largos años de abstinencia, había recordado tu número.

¿Rehabilitado de qué? En realidad, ¿qué había recuperado? ¿Era el número lo recordado, o tal vez otra cosa? No, esto era lo menos rehabilitador, mejor aceptaba que era un caso perdido, apagaba el computador y me iba al Liguria a ahogar las penas y tratar de olvidar, parecía ser lo más sensato que se había inventado.

La noche en que me hallaba en aquella ocasión no era muy distinta de otras. Pensar en ti era un tiempo secreto que nada interrumpía. Las micros y los autos pasaban por la calle y se hacían sentir en la terraza. Algunas chicas se dejaron caer en la mesa, acariciaron mi barba de chivo y el pelo que siempre llevaba con gel, pero no me gustaba que lo desordenaran demasiado. “Viejas desconocidas a quienes hay que soportar —me dije—, todo sea por un par de besos, a veces encerrarse en el baño con una de ellas para algo más”. Los moteles no me gustaban, tomaban demasiado tiempo; en el fondo, se podía estar con más de una chica en una noche si me quedaba en el bar. De vuelta en la mesa, ellas pedían tragos y se los compraba.

“No hay tiempo ni días —pensé. Mientras sentía una mano recorrer mi cabeza, creí que era una buena frase para anotar—, solo una larga noche de espera”.

Sonó mi celular. Era el número de mi departamento, así que contesté.

—¿Vas a llegar luego?

—No, no me esperes, Paula, estoy en una reunión de negocios y tengo para rato. —Sonreí hacia la mesa.

—¿Quieres que nos juntemos en alguna parte?

—Mejor otro día.

—¿Sabes? Es muy difícil estar contigo… —Empezó a sollozar.

—Bueno, nadie te obliga a quedarte.

—No sé si pueda sostenerlo por más tiempo. —Su voz era mitad llanto.

—No tienes para qué hacerlo.

—A veces puedes ser muy desagradable.

—Estoy de acuerdo contigo.

—Necesito que nos veamos mañana sin falta.

—No puedo, me voy de viaje y vuelvo en una semana.

—Entonces te espero otro rato. Quiero que llegues.

—No voy a llegar.

—¡Ándate a la mierda!

Colgó y dejé el celular sobre la mesa. Sonreí ante la idea de Paula creyéndose mi novia, solo porque en una ocasión permití que se quedara a dormir y nunca más quiso irse.

—Parece —dijo una de las chicas— que te dejaron hablando solo.

—No importa, compadre —otro de los amigos de la noche me dio algunas palmadas—, todas las minas son iguales.

No contesté, pensando en que no había encontrado eso único en ti que faltaba a las otras mujeres. Las chicas del bar me buscaban noche tras noche, pero por nada del mundo estaba con alguna de ellas más de una vez, no fuera a pasarme lo mismo que con Paula, a quien aún no podía sacarme de encima.

El celular sonó otra vez. Dudé en responder, pero al final lo hice.

—“Como si el tiempo no hubiera transcurrido y aquello recién empezara a suceder, su imagen olvidada cobró vida…”

—¿De dónde sacaste eso?

—“… y olvidó los días que olvidaron el sendero de regreso”.

—¡ERES UNA MALDITA PERRA VENGATIVA!

Colgué. Mis amigos me miraron espantados. Aunque estaba alterado, sonreí e intenté recuperar la alegría de la noche. De todos modos, Nueva York, les dije, con su ritmo incesante de reuniones y las más deliciosas putas, que incluso podía subir a la pieza del hotel, me aguardaba.

Los gerentes, cansados de tanto avión, enviaban a los ejecutivos más jóvenes e insistían en darme un boleto sin regreso, pero me las ingeniaba para ser indispensable en las salas de venta de Chile.

En realidad, Nueva York no me gustaba, allí todo era rápido y raro en exceso. Te forzaban a entrar en una carrera furiosa contra todos, si te distraías terminabas convertido en un harapiento viviendo bajo un puente. Las mujeres preferían a los maniquíes peludos con cadenas de oro y camisetas sin mangas rebosantes de músculos, que a los prometedores jóvenes de terno con cara de buenos alumnos. Por las calles se desplazaban con sus escotes de silicona, entraban a las grandes tiendas con risas impostadas que brotaban de labios falsamente carnosos, o subían a sus convertibles simulando perderse en los atochamientos de automóviles. Pero eso no podía contárselo a mis amigos, sino lo grandioso que era ese mundo vertiginoso.

—Mañana me voy a Nueva York, así que invítenme un trago.

Ninguno parecía tener dinero, aconsejaron que fuera a dormir para estar bien al día siguiente.

—¡NADIE ME VIENE A DAR ÓRDENES, CAGADOS DE MIERDA!

Después les dije que mientras me iba a la primera ciudad del mundo, donde se tomaban las más importantes decisiones de negocios, para que los muertos de hambre como ellos las siguieran, el montón de bolseros no llegaría ni a la esquina. En silencio, algunos se pusieron de pie y emigraron a otras mesas. Una chica con quien había estado otra noche me devolvió el trago. El mozo pasó cobrando antes de que pidiera la cuenta. No importó demasiado, era una buena manera de enterarme de quiénes eran en realidad mis amigos, y pagué por última vez el consumo de todos.

Dejé unos cuantos billetes de propina y fui a sentarme a la barra. Éramos solo yo y mis recuerdos de ti, el bar como telón de fondo. Había pasado mucho tiempo desde la última llamada, sentía de nuevo la angustia previa al viaje y el temor de no confesarte lo que sentía. Necesitaba hacer algo mientras me llenaba de valor y, como un rehabilitado, recordara de nuevo tu número. Lo terrible era que después me daría por escribirlo todo, incapaz de detenerme. De igual manera, saqué papel y lápiz de la chaqueta y me puse a escribir sobre ti, sobre nosotros, dándole la espalda a quien estaba sentado a mi lado.

Ella lo tomó entre sus brazos para reunir sus cuerpos. Quiso creer que sus manos apartaban el tiempo y lo llevaban hacia el lugar donde estaba esa noche, solo esa noche por sobre las otras. Ella, después de tantos cuerpos, recibiéndolo como si regresara de un largo viaje que lo traía de vuelta de ninguna parte. Sin importar las tinieblas que los rodeaban, se pusieron a caminar por la calle nocturna hacia una hermosa vida que traería el futuro.

Eso así no servía para nada, solo me dieron ganas de seguir tomando. ¿Por qué, si escribía sobre sentimientos, debía parecer un caballero andante hablando de su casta y pura Dulcinea? Asqueado, solté lápiz y papel.

Después de unos cuantos whiskies, me atreví a marcar tu número. Salió al habla una persona que nada sabía de ti y colgué. Intenté de nuevo en mi celular por si me había equivocado, pero contestó la misma voz. Sentí que mi pecho se apretaba y, como había escuchado tantas veces decir, pensé que debía ser mi corazón que se había roto.

La noche siguió fluyendo y nada pudo hacer para recuperarla.

Anoté esto al final de la hoja.

Tal vez más adelante me serviría para el final de un cuento, en ese momento era la puta verdad y nada más.

La noche siguió fluyendo, dejaron de vender tragos y la barra quedó vacía, salí del local antes de que el mozo se acercara a echarme. Con lo borracho que estaba, no encontré las llaves del auto y terminé por irme caminando. Los pájaros se contestaban de un árbol a otro, el sol todavía no asomaba por la Cordillera. No estaba preparado para lo que el tiempo traería, pero sabía que, de no abandonar esa rutina, la vida me abandonaría.

Entré al departamento, llegué a duras penas al dormitorio y me tiré junto a Paula. Se despertó y fue acercándose a la orilla de la cama donde había caído, puso sus brazos a mi alrededor y me atrajo hacia su cuerpo.

—¿Qué pasa?

—Hazme dormir —contesté.

Me llevó hasta su pecho para acariciar mi cabello. Quise creer que sus manos apartaban la neblina de los recuerdos trayéndome hacia el lugar de la vida donde estaba la cama y ella intentando aliviarme, como si regresara de un largo viaje que me traía de vuelta de ninguna parte. Quizá así no tendría que esperar a que volvieras, solo el silencio y la ausencia nos podrían mantener juntos. Me dormí queriendo despertar de una vez por todas a la realidad, a una hermosa vida que traería el futuro.

Seguir la noche

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