Читать книгу Seguir la noche - Claudio Naranjo Vila - Страница 6

Ella ha vuelto. Después de tantos años y desencuentros, ella aparece. Se pregunta si en realidad fue hasta su mesa a mostrar sus libros, en esa imagen borrosa e incierta de un bar que le dejó la noche anterior. ¿Y quién habrá sido aquel hombre sentado a su lado? No recuerda con certeza lo que ocurrió, solo guarda la sorpresa del encuentro, el alcohol bebido hace que su memoria se asemeje a las imágenes de un sueño. Algo le dice que, de algún modo, es cierto. No cree que ella lo haya reconocido —tan cambiado está—, con el pelo y la barba largas, muy distinto al corte romano y las patillas recortadas que usaba antes. Como en tantas otras veladas, la noche pasada anduvo de un lugar a otro vendiendo sus libros, entró a muchos locales para ofrecerlos y bebió a costa de las pocas ganancias que le dieron sus versos. Los ejemplares, que aún carga hoy consigo, llevan como autor un seudónimo que no sabe si ella recuerda.

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La tarde cae en Valparaíso. Al Poeta, quien ha pasado todo el día al borde del abismo, no se le ocurre nada mejor que entrar al Cinzano, un antiguo bar de la plaza Aníbal Pinto, y pedir una cerveza. Sentado en la barra, mirando su rostro en el largo espejo que cuelga detrás de las botellas, se dice que ha llegado el momento de enfrentar de una vez por todas la situación que lo mantiene colgando de un hilo.

De algo está seguro: no andará tras ella. El reencuentro (un deambular incesante por la noche, por todas las noches que lo trajeron hasta este momento, como si su peregrinaje hubiera sido un largo camino de vuelta), más que la posibilidad de un nuevo comienzo, debe ser algo así como el fin de un tiempo, un epílogo que cierre y de sentido a los días que, de otro modo, se habrían perdido en la memoria. “Todo reencuentro debe ser la metáfora de una realidad que sucedió de otra forma”, y tantas otras excusas que se da a sí mismo a falta de las certidumbres que habrían dejado las cosas como estaban, es decir, como una relación lejana que terminó mal y no había manera de recuperar. Además que Mila, por quien debe en verdad preocuparse —tras su repentina y misteriosa desaparición—, no puede quedar relegada al fondo de la imagen.

El Cinzano está casi vacío, solo un par de oficinistas ocupan las mesas. Es temprano y aún no suben al escenario los viejos cantantes de tango y bolero, a entonar sin mayor variación las canciones de todas las noches para los turistas que llegan a comer o tomarse un trago, a empaparse con algo del pasado esplendoroso de la ciudad que ahora se cae a pedazos lenta pero sostenidamente.

Refugiado en el bar, con la cerveza a medio beber, como tomando aire antes de sumergirse en lo que traerán las próximas horas, se dice que está bueno de todo esto, tiene que extirpar lo que queda de ella, y de ese patético personaje que fue en otras latitudes del tiempo, presa de pasiones tristes y días sin objeto, víctima de las pruebas que se interpusieron en su camino. Para ello pretende seguir las señales de alguien que lo guía de forma misteriosa, a través de los parajes sinuosos y llenos de peligros de los abismos de la noche.

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