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Capítulo 2 El Consejo habla

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Candy había esperado que la convocaran en la Sala del Consejo, que los Consejeros la interrogaran sobre lo que había visto y experimentado y que después la dejaran irse para reunirse de nuevo con sus amigos. Pero, tan pronto como se presentó ante el Consejo, pareció evidente que, de los once individuos allí reunidos, no todos pensaban que Candy era una víctima inocente de los acontecimientos desastrosos causantes de tanta destrucción, sino que debía pactarse alguna clase de castigo.

Una de las acusadoras de Candy, una mujer llamada Nyritta Maku, originaria de Huffaker, fue la primera en expresar su opinión y lo hizo sin edulcorarla ni lo más mínimo.

—Está muy claro que, por razones que solo tú conoces —dijo; su cráneo de piel azul se extendía hasta formar una serie de subcráneos de hueso blando y con un tamaño más pequeño que colgaban como una cola—, viniste a Abarat sin que nadie de esta sala te invitara, con la intención de causar problemas. Y así fue de inmediato: liberaste a un geshrat del servicio de un mago encarcelado sin tener ninguna autoridad para ello; despertaste la furia de Mater Motley, lo que por sí solo merecería una dura sentencia; y hay cosas peores. Ya hemos escuchado testimonios. Parece que tienes la arrogancia de pensar que interpretarás un papel importante en el futuro de nuestras islas.

—Yo no vine aquí deliberadamente, si es a eso a lo que te refieres.

—¿No has hecho semejante afirmación?

—Esto es un accidente. Que yo esté aquí es un accidente.

—Responde a la pregunta.

—Si tuviera que hacer una suposición aventurada, diría que es lo que intenta hacer, Nyritta —dijo el representante del Presente. Era una espiral de cálida luz moteada en medio de la cual flotaban semillas de amapola de oro blanco—. Dale la oportunidad de que encuentre las palabras.

—Oh, de verdad que te encantan las causas perdidas, Keemi.

—No estoy perdida —dijo Candy—. Sé manejarme bastante bien.

—¿Y cómo es eso? —preguntó un tercer miembro del Consejo; su rostro era una flor de cuatro pétalos con ocho ojos y una boca brillante en el centro—. No solo te manejas bien por las islas, sino que también sabes mucho sobre el Abarataraba.

—Solo he escuchado historias de aquí y de allá.

—¡Historias! —dijo Yobias Thim, que llevaba una fila de velas alrededor del ala de su sombrero—. Uno no aprende a manejar a Feits y Wantons solo escuchando historias. Creo que lo que ocurrió con Motley y Carroña y tus conocimientos del Abarataraba forman parte de un mismo asunto muy sospechoso.

—Dejadlo estar —dijo Keemi—. No la hemos hecho venir a Okizor para interrogarla sobre por qué conoce el Abarataraba.

Miró a los Consejeros de su alrededor: no había dos que compartieran la misma fisionomía. El representante de Gorro de Orlando tenía una brillante cresta de gallo con plumas coloradas y turquesas que se alzaban orgullosas en medio de su agitación, mientras que el rostro del representante de Soma Pluma, Helio Fatha, oscilaba como si mirase fijamente a través de una nube de calor. La cara iluminada del Consejero de las Seis de la Mañana estaba cubierta con la promesa de un nuevo día.

—Vale, es verdad. Sé algunas… cosas —admitió Candy—. Empezó en el faro cuando descubrí cómo invocar al Izabella. No estoy diciendo que no pudiera hacerlo, porque pude. Es solo que no sé cómo lo hice. ¿Acaso importa?

—Si este Consejo piensa que importa —gruñó el semblante de piedra originario de Efreet—, entonces importa. Y todo lo demás debería serte indiferente hasta que la pregunta se haya respondido satisfactoriamente.

Candy asintió.

—De acuerdo —dijo—. Lo haré lo mejor que pueda, pero es complicado.

Y así empezó a contarles lo mejor que pudo las partes que conocía, empezando por los acontecimientos de los que derivó todo lo demás: su nacimiento y el hecho de que, más o menos una hora antes de que su madre llegara al hospital, en una carretera vacía y empapada por las lluvias torrenciales en medio de ninguna parte, tres mujeres del Fantomaya (Diamanda, Joephi y Mespa) habían cruzado la divisoria prohibida entre Abarat y el Más Allá en busca de un lugar en el que esconder el alma de la princesa Boa, cuyos restos reposaban en el Presente desde su asesinato.

—Encontraron a mi madre allí sentada—dijo Candy—, esperando a que mi padre volviera con gasolina para la camioneta…

Hizo una pausa porque en su mente apareció un zumbido que sonaba cada vez más y más alto. Era como si el cráneo se le hubiese llenado de cientos de abejas furiosas. No era capaz de pensar con claridad.

—Encontraron a mi madre… —volvió a decir, consciente de que arrastraba las palabras.

—Olvídate de tu madre durante un segundo —dijo el representante de Martillobobo, un tarrie-gato bípedo llamado Jimothi Tarrie al que Candy ya conocía de antes—. ¿Qué sabes del asesinato de la princesa Boa?

—Boa.

—Sí.

Claro. Boa.

—Digamos que… bastante —respondió Candy.

Lo que ella pensaba que eran las voces de las abejas se estaban transformando en sílabas, y las sílabas en palabras, y las palabras en frases. Había alguien hablando en su cabeza.

«No les cuentes nada», dijo la voz. «Son burócratas, todos ellos».

Conocía esa voz. La había estado escuchando toda la vida. Había pensado que era su voz, pero solo porque hubiera estado en su cráneo toda su vida no significaba que fuera suya. Dijo el nombre de la otra sin pronunciarlo en voz alta.

«Princesa Boa».

«Sí, por supuesto», dijo la otra mujer. «¿A quién esperabas si no?».

—Jimothi Tarrie te ha hecho una pregunta —dijo Nyritta.

—La muerte de la princesa… —le recordó Jimothi.

—Sí, lo sé —dijo Candy.

«No les cuentes nada», repitió Boa. «No dejes que te intimiden. Utilizarán tus palabras en tu contra. Ten mucho cuidado».

Candy se sentía profundamente intranquila por la presencia de la voz de Boa y especialmente infeliz por que se hubiera hecho audible precisamente en ese momento, pero tenía la sensación de que el aviso que le estaba dando era acertado. Los Consejeros la estaban observando con gran suspicacia.

—… he escuchado algunos rumores —les dijo—. Pero la verdad es que no recuerdo mucho…

—Pero estás aquí en Abarat por una razón —dijo Nyritta.

—¿De verdad? —contestó.

—Bueno, ¿no lo sabes? Dínoslo tú. ¿Es así?

—No encuentro… ninguna razón en mi mente, si es eso a lo que te refieres —dijo Candy—. Creo que a lo mejor estoy aquí solo porque dio la casualidad de que estaba en el sitio equivocado en el momento equivocado.

«Buen trabajo», dijo Boa. «Ahora no saben qué pensar».

El análisis de Boa parecía correcto. Había muchos ceños fruncidos y miradas desconcertadas alrededor de la mesa del Consejo. Pero Candy no se había librado todavía.

—Cambiemos de tema —dijo Nyritta.

—¿Para hablar de qué? —preguntó Helio Fatha.

—¿Qué tal de Christopher Carroña? —le dijo Nyritta a Candy—. Tuviste algún tipo de relación con él. ¿No es así?

—Bueno, intentó que me asesinaran, si eso es a lo que te refieres con «relación».

—No, no, no. Tu enemiga era Mater Motley. Lo que tenías con Carroña era otra cosa. Admítelo.

—¿Como qué? —dijo Candy.

Ahora necesitaba mentir y lo sabía. Lo cierto es que sí era consciente de por qué Carroña se había sentido atraído por ella, pero no iba a dejar que los Consejeros lo supieran. No hasta que ella misma supiera más. Así que dijo que era un misterio para ella; un misterio que casi le había costado la vida, como aprovechó para recordarles.

—Bueno, sobreviviste para contar la historia —remarcó Nyritta, derrochando sarcasmo.

—Entonces, ¿por qué no lo cuentas, en lugar de divagar de una cosa a la siguiente sin explicar nada en absoluto? —dijo Helio Fatha.

—No tengo nada que contar —contestó Candy.

—Hay leyes que defienden Abarat de los de tu especie. Lo sabes, ¿verdad?

—¿Qué vais a hacer? ¿Ejecutarme? —dijo Candy—. Oh, no pongáis esa cara de sorpresa. No sois ángeles. Sí, probablemente tuvierais buenas razones para protegeros de los de mi especie, pero ninguna especie es perfecta. Ni siquiera los abaratianos.

«Boa tenía razón», pensó Candy. Eran una panda de abusones. Igual que su padre. Igual que todos los demás. Y cuanto más la intimidaban, más decidida estaba ella a no darles ninguna respuesta.

—No puedo obligaros a que me creáis. Podéis interrogarme todo cuánto queráis, pero os seguiréis encontrando con la misma respuesta: ¡yo no sé nada!

Helio Fatha resopló con desdén.

—Ah, ¡dejadla marchar! —dijo—. Esto es una pérdida de tiempo.

—Pero tiene poderes, Fatha. La vieron haciendo uso de ellos.

—¿Y qué si los leyó en un libro? ¿No estuvo con el idiota de Wolfswinkel durante un tiempo? Sea lo que sea lo que ha aprendido, lo olvidará. La humanidad no puede retener los misterios.

Hubo un silencio largo e irritado. Finalmente, Candy dijo:

—¿Puedo irme?

—No —dijo el representante con el rostro de piedra de Efreet—. No hemos terminado con nuestras preguntas.

—Deja que se vaya, Zuprek —dijo Jimothi.

—Neabas todavía tiene algo que decir —respondió el efreetiano.

—Pues adelante.

Neabas habló como un caracol deslizándose por el filo de un cuchillo. Su aspecto era como el de una telaraña irisada.

—Todos sabemos que siente algún afecto por la criatura, aunque el motivo nos sea incomprensible. Es obvio que nos está ocultando mucha información. Si por mí fuera, llamaría a Yeddik Magash…

—¿A un torturador? —dijo Jimothi.

—No. Simplemente es alguien que sabe obtener la verdad cuando, como ocurre ahora, se oculta a propósito. Pero no espero que este Consejo autorice dicha elección. Sois todos demasiado blandos. Elegiréis la piel en lugar de la piedra y al final todos sufriremos por ello.

—¿De verdad tenéis alguna pregunta para la chica? —preguntó Yobias Thim con cansancio—. Se me han consumido todas las velas y no tengo más aquí conmigo.

—Sí, Thim. Tengo una pregunta —dijo Zuprek.

—Entonces, por el amor de Lou, pregunta.

Las esquirlas de Zuprek observaron fijamente a Candy.

—Quiero saber cuándo fue la última vez que estuviste en compañía de Christopher Carroña —dijo.

«No digas nada», le dijo Boa.

«¿Por qué no pueden saberlo?», pensó Candy y, sin esperar ningún otro argumento por parte de Boa, respondió a Zuprek.

—Lo encontré en la habitación de mis padres.

—¿Eso fue en el Más Allá?

—Sí, claro. Ni mi padre ni mi madre han estado en Abarat. Nadie de mi familia ha estado nunca.

—Bueno, eso es una especie de consuelo, supongo —dijo Zuprek—. Al menos no tendremos que lidiar con una invasión de Quackenbush.

Su humor sarcástico obtuvo unas cuantas risitas por parte de las almas compasivas que había en la mesa: Nyritta Maku, Skippelwit y uno o dos más. Pero Neabas seguía teniendo más preguntas y se puso mortalmente serio.

—¿Cuál era el estado de Carroña? —quiso saber.

—Estaba muy malherido. Pensé que iba a morir.

—¿Pero no se murió?

—En la cama no, no.

—¿Insinúas que fue en otro sitio cercano?

—Solo sé lo que vi.

—¿Y qué viste?

—Pues… la ventana se abrió de golpe y entró un montón de agua que se lo llevó. Esa fue la última vez que lo vi: cuando se hundió entre las aguas oscuras y desapareció.

—¿Estás satisfecho, Neabas? —dijo Jimothi.

—Casi —fue la respuesta—. Simplemente dinos, sin mentiras ni medias verdades, ¿cuál crees que es la auténtica razón por la que Carroña se interesó por ti?

—Ya lo he dicho: no lo sé.

—Ella tiene razón —Jimothi se dirigió a sus compañeros del Consejo—. Ahora estamos dando vueltas en círculos. Yo digo que ya es suficiente.

—Tengo que darte la razón —observó Skippelwit—. Aunque yo, como Neabas, añoro los buenos tiempos en los que podríamos haberla dejado con Yeddik Magash durante un rato. No tengo ningún problema en utilizar a alguien como Magash si la situación realmente lo requiere.

—Y esta no lo requiere —dijo Jimothi.

—Al contrario, Jimothi —dijo Neabas—. Va a haber una Última Gran Guerra…

—¿Eso cómo lo sabes? —preguntó Jimothi.

—Acéptalo sin más. Sé qué aspecto tiene el futuro y es desalentador. El Izabella se teñirá de rojo desde Tazmagor hasta Babilonium. No estoy exagerando.

—¿Y todo eso será por su culpa? —preguntó Helio Fatha—. ¿Es eso lo que insinúas?

—¿Todo? —dijo Neabas—. No, todo no. Hay diez mil razones por las que una guerra puede acabar ocurriendo. Si será la última guerra está… digamos… abierto a la especulación. Pero, tanto si lo es como si no, va a ser un conflicto desastroso porque llega con muchas preguntas sin contestar, muchas de las cuales (quizás la mayoría, quizás todas) están relacionadas con esta chica. Su presencia ha avivado el fuego bajo la sartén. Y ahora hervirá. Hervirá y arderá.

«¿Qué respondo a eso?», le preguntó en silencio Candy a Boa.

«Lo menos posible», le contestó Boa. «Deja que él vaya a la ofensiva, si ese es el juego al que quiere jugar. Simplemente finge que estás a gusto y eres sofisticada en lugar de ser una niña a la que sacaron de ninguna parte».

«¿Quieres decir que actúe más como una princesa?», contestó Candy, incapaz de alejar un genuino disgusto de sus pensamientos.

«Bueno, ya que lo planteas de ese modo…», dijo la princesa.

«¿Ya que lo planteo de ese modo?».

«Sí. Supongo que quiero decir más como yo».

«Bueno, pues sigue pensando», dijo Candy.

«No discutamos por eso. Las dos queremos lo mismo».

«¿Y qué es?».

«Evitar que nos encierren en una habitación con Yeddik Magash».

—De manera que, si alguien tiene acceso a la naturaleza de Carroña, esa es nuestra invitada. ¿No es verdad, Candy? ¿Puedo llamarte Candy? No somos tus enemigos. Lo sabes, ¿verdad?

—Eso tiene gracia, porque no me da esa impresión en absoluto —respondió Candy—. Venga, se acabaron los juegos estúpidos. Todos pensáis que yo conspiraba con él, ¿no es cierto?

—¿Conspirar para hacer qué? —preguntó Helio Fatha.

—¿Cómo voy a saberlo si no es verdad? —contestó Candy.

—No somos tontos, muchacha —dijo Zuprek cuando se volvió a incorporar a la discusión con un tono de voz claramente agresivo—. Seguimos teniendo a nuestros informantes. No puedes frecuentar a alguien como Christopher Carroña sin llamar la atención.

—¿Me estás diciendo que nos estuvisteis espiando?

Zuprek permitió que una sonrisa fantasmal rondara su rostro de piedra.

—Qué interesante —dijo en voz baja—. Huelo culpabilidad.

—No es verdad —replicó Candy—. Solo puedes oler irritación. No teníais derecho a vigilarme. A vigilarnos. ¿Sois el Gran Consejo de Abarat y espiáis a vuestros propios ciudadanos?

—Tú no eres una ciudadana. Eres una doña nadie.

—Eso ha sido muy cruel, Zuprek.

—Se está riendo de nosotros. ¿Es que ninguno se da cuenta? Será nuestra muerte y se ríe de nosotros.

Se produjo un silencio prolongado. Al final alguien dijo:

—Hemos terminado con esta entrevista. Sigamos adelante.

—Estoy de acuerdo —dijo Jimothi.

—¡No nos ha contado nada, estúpido gato! —gritó Helio.

Jimothi se levantó de un salto de su silla y se puso sobre las patas traseras con un ágil movimiento.

—Sabes que mi gente está más cerca de las bestias que algunos de vosotros —dijo—. Tal vez deberías recordarlo. Huelo mucho miedo en esta habitación ahora mismo… muchísimo.

—Jimothi… ¡Jimothi! —Candy se interpuso en el campo visual del Rey de los Gatos—. Nadie ha resultado herido. Todo va bien. Lo que ocurre es que hay ciertas personas aquí que no tienen ningún respeto por aquellos que son algo diferentes.

Jimothi miró fijamente a través de Candy sin oírla, o eso parecía, y sin escuchar nada de lo que decía. Clavó las garras en la mesa y arañó la madera pulida.

—Jimothi…

—Tengo en muy alta estima a la visitante. Admito que eso me lleva a pensar bien de ella, pero si realmente creyera que, como ha expresado Zuprek, pudiera ser «nuestra muerte», no habría afecto en todo Abarat que pudiera hacerme ser compasivo.

—Entonces, Zuprek —dijo Nyritta—, creo que recae en ti el hecho de probarlo o no probarlo.

—Olvídate de las pruebas —dijo Neabas—. Esto no tiene que ver con las pruebas, sino con la fe. Los que tenemos fe en el futuro de Abarat debemos actuar para protegerlo. Posiblemente se nos criticará por nuestras decisiones…

—¿Te refieres a los campos de prisioneros? —dijo Nyritta.

—No me parece bien que la chica nos oiga hablar de los campos —dijo Zuprek—. No es de su incumbencia.

—¿Qué importa eso? —preguntó Helio—. La gente ya lo sabe.

—Ha llegado la hora de que hablemos de ello —dijo Jimothi—. Commexo está construyendo uno en Martillobobo, pero nadie pregunta nada al respecto. A nadie le importa siempre y cuando el Niño siga diciéndoles que todo va perfectamente.

—¿No apoyas los campos, Jimothi? —inquirió Nyritta.

—No, no los apoyo.

—¿Por qué no? —dijo Yobias—. Tu linaje familiar es perfectamente puro. Mírate. Un abaratiano de pura cepa.

—¿Y qué?

—Estás completamente a salvo. Todos lo estaremos.

Candy percibió algo significativo en aquello, pero mantuvo el tono de voz normal, a pesar de la sensación de náuseas.

—¿Campos?

—No tienen nada que ver contigo —la cortó Nyritta—. Ni siquiera deberías estar escuchando estas cosas.

—Lo has dicho como si fuera algo de lo que te avergüenzas —dijo Candy.

—Le estas dando un significado a mis palabras que no tienen.

—Vale. Entonces no estás avergonzada.

—Por supuesto que no. Simplemente estoy cumpliendo con mi deber.

—Me alegro de que te sientas orgullosa —intervino Jimothi— porque un día puede que sea necesario responder por las decisiones que hemos tomado: este interrogatorio, los campos… todo. —Miraba hacia abajo, hacia sus garras—. Si esto sale mal necesitarán cuellos para las sogas, y serán los nuestros. Deberían ser los nuestros. Todos sabíamos lo que hacíamos cuando empezamos con esto.

—Temes por tu pellejo, ¿verdad, Jimothi? —dijo Zuprek.

—No —contestó Jimothi—. Temo por mi alma, Zuprek. Tengo miedo de que vaya a perderla porque estaba demasiado ocupado construyendo campos para los purasangre.

Zuprek profirió un chirrido y procedió a levantarse de la mesa con las manos convertidas en puños.

—No, Zuprek —dijo Nyritta Maku—, esta reunión se ha terminado. —Se dirigió a Candy en un aparte—. Vete, muchacha. ¡Puedes marcharte!

—¡No he terminado con ella! —gritó Zuprek.

—¡Pero el comité sí! —dijo Maku. En esta ocasión empujó a Candy en dirección a la puerta—. ¡Vete!

Ya estaba abierta. Candy se volvió para mirar a Jimothi, agradecida por todo lo que había hecho. Después se alejó a través de la puerta mientras los gritos de Zuprek rebotaban por las paredes de la Sala:

—¡Será nuestra muerte!

Medianoche absoluta

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