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Capítulo 12 Una se convierte en dos

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En la lejanía, en alguna parte de la oscuridad, Candy Quackenbush creyó oír el sonido de la voz de Laguna Munn.

—¿Covenantis? ¿Has cerrado con llave la habitación? ¡El cerrojo, muchacho!

No hubo respuesta por parte del niño. Todo lo que Candy oía era el coro de los extraños ruidos que emitía su cuerpo agonizante. Su corazón no se había parado del todo. Cada pocos segundos todavía conseguía latir; en algunas ocasiones era incluso capaz de acompasar dos o tres latidos consecutivos. Pero la poca vida que aún le quedaba a su cuerpo era más un recuerdo que algo real: como una visión de Abarat a medida que se desvanecía. Todo había desaparecido ahora, todo estaba olvidado.

No, olvidado del todo no. Todavía conservaba una parte de la capacidad de sus ojos para formar imágenes. Aunque ya no podía ver las paredes de la Sala de Disociación, sí podía ver, con una claridad escalofriante, una mancha de humo gris delante de su cara. Sabía cuál era su fuente: salía de su propio cuerpo.

Estaba viendo el alma de Boa. O, al menos, su sombra acechante, que por fin se había liberado de la celda en la que las mujeres del Fantomaya la habían encerrado. Estaba libre de Candy y recuperaba sus fuerzas.

Se impulsaba, se extendía; del torso surgían unas piernas rudimentarias y algo que tenía potencial para ser unos brazos mientras de la parte más alta crecía rápidamente un solo hilo de materia gris. En este frágil tallo se habían formado dos hojas y, encima de ellas, la forma sin desarrollar de una boca y una nariz. Y por encima de las hojas crecieron dos pétalos blancos y finos, cada uno con una explosión de azul y negro sobre ellos, como si los hubieran bendecido con el don de la visión.

Era una simple ilusión, pero pronto ganó credibilidad a medida que nuevos tallos crecían hacia arriba a docenas y formaban complejos encajes de venas y nervios, que empezaron a darle forma al rostro de su dueña. Aunque seguía siendo poco más que una máscara sin piel tejida con hilos palpitantes, había un atisbo, incluso así, de una joven que pronto se materializaría. Volvería a ser hermosa, pensó Candy. Sería una rompecorazones.

Candy no se había levantado del suelo desde que le habían fallado las piernas. Seguía arrodillada en el mismo sitio, observando la manera rudimentaria en que la princesa Boa atraía hacia sí los restos de las formas de vida esparcidas por las paredes de la habitación: la cubierta de flores marchitas, hojas vivas y muertas; todo se añadía al entramado que poco a poco iba dándole a la princesa más corporeidad. La flora y fauna de alrededor estaban alimentando el cuerpo de Boa y, debido solamente a su sacrificio, se le había perdonado la vida a Candy. Pero el proceso iba demasiado lento.

Candy podía percibir la frustración que sentía Boa mientras el cuerpo que intentaba volver a regenerar recibía estas contribuciones lamentables e inadecuadas.

Separó los labios y, aunque no tenía terminadas ni la garganta ni la lengua, consiguió hablar. Sonó bajo, mucho más bajo que un leve susurro, pero Candy lo oyó con claridad.

—Pareces… nutritiva… —dijo.

—Sería un mal alimento para ti. Deberías buscar algo más sano.

—El hambre es el hambre. Y el tiempo es primordial…

Esta vez Candy obligó a su garganta a que formara una pregunta, aunque apenas se escuchó.

—¿Y eso por qué exactamente? —dijo.

—La Medianoche —contestó simplemente Boa—. Está casi sobre nosotros. No puedes sentirla, ¿verdad?

—¿La Medianoche?

—¡La Medianoche! La siento. Se acerca la última oscuridad y ocultará todas las luces del cielo.

—No…

—Decir que no no cambiará nada. Abarat va a morir entre tinieblas. Cada sol se verá eclipsado, cada luna cegada, cada estrella de cada constelación apagada como la llama de una vela. Pero no te preocupes, no estarás aquí para sufrir las consecuencias. Te habrás marchado.

—¿A dónde?

—¿Quién sabe? ¿A quién le importará? A nadie. Habrás servido a tu propósito. Tuviste dieciséis años de vida; fuiste a lugares a los que nunca habrías ido si no me hubieras tenido oculta dentro. No tienes motivos para quejarte. Tu vida termina ahora y la mía empieza. Hay algo bastante grato en ese equilibrio, ¿no te parece?

—Mi vida no se ha terminado… —murmuró Candy.

—Vaya, lo siento —dijo Boa riéndose de la gravedad de las palabras de Candy.

—Tú no lo… entiendes —dijo Candy.

—Créeme, no hay nada que tú sepas y yo no.

—Te equivocas —dijo Candy. Su voz iba ganando fuerza a medida que hacía uso de la lucidez que el don de Laguna Munn le había conferido—. Sé cómo jugaste con Carroña a lo largo de todos esos años, haciéndole creer que le querías cuando todo lo que querías de él era el Abarataraba.

—Escucha lo que dices —dijo Boa—. Al oírte, la gente podría pensar que de verdad sabes de lo que hablas.

Candy suspiró.

—Tienes razón —dijo—. No sé mucho del Abarataraba. Es un libro de magia…

—¡Para! ¡Para! Te estás dejando en ridículo. No malgastes tus últimos minutos en preocuparte por algo que nunca lograrás entender. La muerte ha venido a por ti, Candy, y cuando se marche te llevará consigo. A ti y a todos los pensamientos que has tenido alguna vez. Cada esperanza, cada sueño… todo desaparecerá. Será como si nunca hubieses existido.

—Los muertos no desaparecen. Existen los fantasmas. Yo he conocido a uno y me convertiré en uno si es necesario. Tengo fuerza y energía.

—No tienes nada —dijo Boa con una repentina explosión de rabia.

Extendió un miembro y agarró a Candy. El efecto, en ambas direcciones, fue inmediato. Ahora, mientras extraía las fuerzas directamente de Candy, el humo empezó a consolidarse en huesos grises detrás de la celosía de venas y nervios que habían definido sus rasgos en primer lugar.

—Mejor —dijo Boa, sonriendo con los dientes apretados—. Mucho mejor.

Ahora todas las partes de su cuerpo se estaban completando con rapidez. Los fluidos en las cuencas oculares de Boa burbujearon como el agua hirviendo. Incluso en su estado mermado, Candy aún podía comprender hasta qué punto era extraño el espectáculo que tenía delante.

—Oh, esto me gusta —dijo Boa mientras disfrutaba de la dicha de su reconstrucción.

Esta vez había suficiente carne y hueso en su sitio como para que Candy pudiera ver un atisbo de la hermosa mujer, cuya imagen Finnegan Hob había mantenido sobre su cama. Pero cada pedazo de la belleza recuperada de Boa se adquiría a expensas de la vida de Candy. Cada vez que los dedos avariciosos de Boa tocaban a Candy, la dejaban más desgastada, más exhausta. Y este no era de esa clase de agotamiento que puede curarse durmiendo unas cuantas horas en silencio, sino de los que te dormías y no despertabas.

«La muerte ha venido a por ti», había dicho Boa unos minutos antes.

Y no había mentido.

Medianoche absoluta

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