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Capítulo 14 Vacía

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Nunca en sus dieciséis años de vida Candy se había sentido tan sola como entonces. Aunque había intentado imaginarse muchas veces cómo sería estar sin Boa en su cabeza, sus intentos habían fracasado miserablemente. Únicamente ahora, sola en la inmensidad de sus pensamientos, sintió el horror de semejante aislamiento. Nunca más volvería a haber una presencia con la que compartir silenciosamente sus emociones como había estado Boa. Estaba completa e incondicionalmente sola.

¿Cómo conseguía la gente, las personas normales como las que vivían en la calle Followell (incluso su propia madre o su padre) lidiar con la soledad? ¿Se emborrachaba su padre cada noche porque eso hacía que el vacío que ella sentía ahora doliese un poco menos? ¿Les aliviaba el constante parloteo de la televisión a pasar los malos momentos? ¿O les ayudaban los pequeños y dañinos juegos de poder, como a los que jugaba la señorita Schwartz, a olvidarse del silencio en sus cabezas?

Candy recordó de pronto el gran cartel que había en el exterior de la iglesia presbiteriana de la calle Munrow en Chickentown que había mostrado el mismo mensaje desde que Candy tenía memoria:

EL SEÑOR ESTÁ SIEMPRE CONTIGO.

NO ESTÁS SOLO.

«Bueno, él no está conmigo ahora», pensó Candy. «Nadie está conmigo. Ahora solo me queda vivir y aceptar que las cosas serán así para siempre, porque no va a aparecer nadie que se preste a cambiarlas. Todo lo que puedo hacer es…»

Un chillido interrumpió el hilo de sus pensamientos. Laguna Munn gritaba una palabra con una intensidad cargada de espanto y rabia.

—¡NO!

Solo paró cuando se quedó sin aliento. Inhaló y empezó de nuevo.

—¡NO!

Finalmente dejó que la palabra se convirtiera en silencio. Pasaron varios segundos y entonces Candy oyó que decía: «Mi hijo. ¿Qué le has hecho a mi hijo?»

No esperó a que le llegaran más pistas sobre lo que había ocurrido. Se levantó y se dirigió a la puerta, dándose cuenta al hacerlo de que mientras se había quedado pensando en su soledad aquella sala con consciencia había seguido las instrucciones de Laguna Munn y había empezado a curarla. Ya no temblaba como hasta hacía unos minutos y sus debilitadas piernas habían recuperado parte de su fuerza. Incluso sus pensamientos, que se habían enturbiado con los ataques de Boa, discurrían ahora con más claridad.

Cuando salió de la sala no le hicieron falta más gritos por parte de la hechicera para descubrir su paradero. Los poderes que temía haber perdido cuando Boa la devoraba estaban intactos. Una vez que la sala hubo borrado de su mente la suciedad que supuso el apetito de Boa, recordó sin esfuerzo cómo localizar a la señora Munn en la oscuridad. Todo lo que tenía que hacer era seguir las vibraciones que se movían delante de ella y confiar en que le mostraran el camino seguro hacia lo alto de la pendiente.

A medida que ascendía, la temperatura aumentó rápidamente; el aire transportaba un olor parecido al de la carne podrida que se ha quemado en una barbacoa.

«Magia negra», pensó.

Entonces volvió a escuchar a la señora Munn, que hablaba en voz baja en algún lugar delante de ella.

—¿Qué te ha hecho, niño? Deja de llorar. Estoy aquí. ¿Qué te duele?

—Me duele todo, mamá.

Entonces Candy vio una luz, no más intensa que un par de velas, planeando en el aire unos pocos centímetros por encima del suelo. La escena que iluminaba era desalentadora.

La señora Munn estaba arrodillada en el suelo, inclinada sobre su hijo favorito, Jollo B’gog. Estaba en unas condiciones espantosas. Toda la siniestra belleza que había desplegado cuando Candy y Malingo se habían encontrado con él por primera vez había desaparecido. Ahora estaba demacrado, los huesos le sobresalían a través de la piel marchita, le castañeteaban los dientes y los ojos se le ponían en blanco.

—Escúchame, Jollo querido —le decía la señora Munn—. No vas a morir, ¿me oyes? Estoy aquí.

Dejó de hablar y miró hacia arriba con rabia, lo que hizo que su vista localizara en seguida a Candy. Un parpadeo cargado de chispas apareció en sus ojos.

—Soy solo yo —dijo Candy—. No…

Las chispas se esfumaron y Laguna Munn volvió a mirar a su hijo.

—Quiero que te quedes aquí con él. Que lo protejas de cualquier otro daño que pueda sufrir mientras la busco.

—Boa… —gruñó Candy.

Laguna Munn asintió.

—Extrajo del niño lo que impedí que tomara de ti. —Acarició con ternura la mejilla de su hijo—. Quédate aquí, cariño —le dijo—. Mamá volverá en un momentito.

—¿A dónde vas?

—A encontrarla y a recuperar lo que le ha arrebatado.

Se puso en pie con una facilidad sorprendente para una mujer tan corpulenta, mirando a Jollo todo el tiempo. Con una enorme dificultad, consiguió finalmente apartar la vista de él.

—Lo siento mucho —dijo Candy—. Si hubiera sabido lo que era capaz de hacer…

—Ahora no —dijo la señora Munn, rechazando con un gesto de la mano la disculpa de Candy—. Hay asuntos más urgentes que atender que ponernos a hablar. ¿Te quedarás con él, por favor? ¿Podrías hablarle un poco para que su espíritu no se aleje?

—Por supuesto.

—No es una princesa auténtica, sabes —dijo la señora Munn con una extraña prudencia en la voz, como un actor principiante que recita su diálogo—. Puede que tenga una corona y un título, pero no significan nada. La realeza auténtica es un estado del alma. Pertenece a aquellos que tienen el don de la empatía, de la compasión, de la visión. Así es como la gente llega a hacer grandes cosas, incluso durante las temporadas de frío y crueldad. Pero esta… Boa… —los labios se le arrugaron cuando dijo esas dos sílabas: «Bo-a»— primero intentó arrebatar tu vida y después la de mi Jollo, solo para añadirle algo de carne a su espíritu. Una princesa no actúa así. ¿Atacar a alguien que la ha acogido? ¿Y después a un niño? ¿Dónde está la nobleza en ello? Te lo diré: en ninguna parte. ¡Porque tu princesa Boa es una farsante! No tiene en sus venas más sangre real que yo.

Se escuchó un alarido colérico desde arriba («¡Mentirosa! ¡Mentirosa!») y las ramas se agitaron con tanta fuerza que una lluvia verde de hojas revoloteó hasta el suelo.

—Ahí estás. —Candy escuchó murmurar a Laguna Munn en voz baja—. Sabía que estabas allí arriba en algún sitio, maldita y asquerosa…

Una rama en lo alto crujió con estrépito e hizo que la mirada de Candy se desplazara a través del follaje anudado hasta el sitio en el que Boa estaba en cuclillas. Unos rayos violetas de luz que atravesaban su cuerpo desde la planta de los pies hasta la coronilla y desde la cabeza a los talones delineaban su silueta y despedían un bucle de incandescencia cuando cruzaban su cintura. Se balanceó hacia delante y detrás en la rama y entonces, de repente, le escupió en la cara a Laguna Munn, que la observaba desde abajo.

—¿Qué estás mirando, vieja y gorda águila ratonera?

La señora Munn sacó un pañuelo grande de una de las mangas de su vestido.

—Nada que merezca la pena —respondió mientras se limpiaba la cara—. ¡Solo a ti!

Y con eso dio un salto rápido hasta el manto de hojas en el que Boa estaba agachada y dejó caer el pañuelo sobre el suelo.

—¡Cuida de Jollo! —le gritó a Candy mientras desaparecía dentro del manto sombrío. Entonces los árboles adyacentes se sacudieron a medida que Boa intentaba escapar por ellos. La persecución que se llevaba a cabo arriba ascendió aún más por la pendiente y Candy se quedó sola con el niño enfermo.

Medianoche absoluta

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