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Capítulo 4 El niño

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La huida de Candy de la muchedumbre de Yeba Día Sombrío no había pasado desapercibida. La mayor concentración de ojos espías que divisaban el peligro que estaba corriendo se encontraba en las Tres de la Mañana. En el corazón de esa extraordinaria ciudad había una mansión amplia y redonda, y en el centro de la misma, una habitación circular de observación donde los innumerables espías mecánicos que se dispersaban alrededor de Abarat, perfectas imitaciones de la fauna y la flora confeccionados con tanta astucia que no podían distinguirse del modelo real excepto por el hecho de que cada uno llevaba una pequeña cámara, retransmitían lo que veían. Había literalmente miles de pantallas en la Sala Circular que cubrían las paredes interiores y exteriores, y Rojo Pixler habría estado allí, observando el mundo que él había creado (sus pequeñas tragedias, farsas, espectáculos de amor y muerte en pantalla grande), pero aquel día no recorría la sala montado en su disco de levitación mientras inspeccionaba el archipiélago. El grupo de observadores de las islas lo lideraba en ese momento su socio de confianza, el doctor Voorzangler, que llevaba puestas unas gafas que le eran muy queridas y que producían la ilusión de que sus dos ojos eran uno solo. Era él el que daba cuenta de cualquier ida y venida significativa, una de las cuales fue la de Candy Quackenbush. Voorzangler les ordenó a su segundo, tercero y cuarto en la cadena de mando que se aseguraran de que cada uno le ordenara al siguiente recordarle a Voorzangler que debía informar al gran arquitecto, cuando por fin regresara, de los movimientos de la chica del Más Allá.

Aunque la frase «cuando por fin regresara» normalmente tenía poco significado, aquel día no era así. Aquel día el gran arquitecto estaba supervisando la ubicación de su próxima gran creación: una ciudad subacuática en las fosas oceánicas más profundas del mar de Izabella. «¿Por qué?», le había preguntado Voorzangler más de una vez a Pixler, a lo que este siempre había contestado lo mismo: para ponerle un nombre a lo que hasta ahora no lo tenía y aprovechar las maravillas que seguramente existían en las profundidades oscuras. Y cuando se hubieran conseguido esos inocentes esfuerzos y se hubiera catalogado a esas criaturas, entonces él podría empezar el auténtico objetivo de su esfuerzo (el cual solo había compartido con Voorzangler): desplegar en el hábitat oculto de estas formas de vida desconocidas los cimientos de una ciudad subacuática tan ambiciosa en tamaño y diseño que la resplandeciente inmensidad de la ciudad de Commexo parecería un boceto en comparación con la obra maestra final.

Incluso ahora, mientras Voorzangler observaba a Candy Quackenbush abandonar Yeba Día Sombrío, se podía ver a Pixler en una pantalla adyacente subiendo a su batiscafo y saludando a la cámara lleno de confianza. En el interior solo estaba acompañado de inteligencias artificiales, pero era toda la compañía que necesitaba.

Su rostro aparecía ahora en el objetivo de ojo de pez que transmitía su presencia a los controles principales del batiscafo. Cuando habló, su voz tenía un tono metálico.

—No pongas esa cara de preocupación, Voorzangler —dijo Pixler—. Sé lo que hago.

—Por supuesto, señor —respondió el doctor—. Pero no me consideraría humano si no me preocupara un poco.

—¿Ahora alardeas? —dijo Pixler.

—¿Sobre qué, señor?

—Sobre tu humanidad. No hay muchos empleados de la compañía que puedan decir algo semejante. —Pixler deslizó las manos sobre los controles del batiscafo y encendió todas las funciones de la embarcación—. Sonríe, Voorzangler —dijo—. Tú y yo estamos haciendo historia.

—Solo desearía que la hiciéramos otro día que no fuera este —respondió Voorzangler.

—¿Por qué?

—Solo son… pesadillas, señor. A todo hombre racional se le permite tener unos cuantos sueños irracionales, ¿no cree?

—¿Qué has soñado? —quiso saber Pixler. La puerta del batiscafo se cerró de golpe y se selló con un silbido. Una voz artificial anunció que los cabrestantes estaban plenamente operativos.

—No era nada importante.

—Entonces cuéntame lo que soñaste.

El único ojo de Voorzangler se movió a izquierda y derecha buscando la forma de evitar encontrarse con la mirada inquisitiva del gran arquitecto. Pero Pixler siempre había sido capaz de mirarlo fijamente hasta hacerle sentir incómodo.

—Está bien —dijo—. Se lo contaré. Soñé que todo lo que tenía que ver con el descenso iba perfectamente bien, excepto que…

—¿Excepto que qué?

—Cuando usted llegaba al lugar más profundo…

—¿Sí?

—Ya había una ciudad allí.

—Ah. ¿Y sus habitantes?

—Se habían marchado miles de años antes. Habían tenido grandes aletas con escamas. Y sus rostros eran bellos. Había mosaicos en las paredes. Ojos muy brillantes y ambiciosos.

—¿Y qué les había pasado?

Voorzangler negó con la cabeza.

—No habían dejado ninguna pista. A no ser que su ciudad perfecta fuera la pista.

—¿Qué clase de pista es la perfección?

—Bueno, debería saberlo, señor.

A Pixler no se lo convencía con tanta facilidad.

—¿Por qué has tenido que tener ese sueño tan estúpido? Podrías haber gafado todo este proyecto.

—Somos científicos, señor. No creemos en las maldiciones.

—No me digas en qué debo creer. Encuéntrame al Niño.

—Lo están buscando.

—¿Y no lo han encontrado?

—De momento no.

—No te molestes. Simplemente había pensado que le gustaría despedirse de mí.

Las puertas automáticas del batiscafo se estaban cerrando. Un atisbo de ansiedad cruzó el rostro del gran arquitecto, pero no dejó que lo dominara. Los tres grandes cabrestantes (uno de ellos suplía al batiscafo de energía, el segundo lo proveía de aire limpio y el tercero y más grande sostenía el peso de la inmensa embarcación) estaban soltando cuerda a un ritmo constante ahora. Voorzangler observó las lecturas de las pantallas que rodeaban la cabina. Centenares de cámaras diminutas, como bancos de peces de un solo ojo cuyo movimiento e iridiscencia se habían diseñado para hacer salir de la oscuridad a todas las criaturas misteriosas que cazaban en las opresivas profundidades, rodeaban la columna descendente por la que bajaría el batiscafo.

—¿Qué ocurrirá si no regresa? —preguntó una voz melancólica.

Voorzangler apartó la mirada de las pantallas.

Era el Niño el que había hablado. Por primera vez, la sonrisa lo había abandonado. Observó el descenso del batiscafo con la expresión de un niño verdaderamente desamparado.

—Debemos rezar para que lo haga —dijo Voorzangler.

—Pero yo siempre le he rezado a él —contestó el Niño.

—Entonces, mi pequeño, te sugiero que pienses en otro dios tan pronto como puedas.

—¿Por qué? —preguntó el Niño con un leve tinte de histeria en la voz—. ¿Crees que papá morirá ahí abajo?

—¿Acaso pensaría yo eso? —dijo Voorzangler sin resultar convincente.

—Os oí hablar a los dos de unas cosas que viven en las oscuras profundidades. Se llaman recogacks, ¿verdad?

—No son cosas sino personas, muchacho —dijo Voorzangler—. Ellos se llaman los requiax.

—¡Ja! —dijo el Niño como si hubiera pillado a Voorzangler diciendo una mentira—. Entonces existen.

—Esa es una de las cosas que ha bajado a averiguar tu padre, si existen o no.

—No es justo. Él es mío. Si baja a la oscuridad y nunca vuelve a subir, ¿qué haré yo? Me suicidaré. ¡Eso es lo que haré!

—No, no lo harás.

—¡Sí lo haré! ¡Ya verás como sí lo hago!

—Tu padre es un hombre muy especial. Un genio. Siempre va a estar buscando nuevos sitios que explorar y nuevas cosas que construir.

—Bueno, ¡pues lo odio! —dijo el Niño. Sacó su tirachinas, lo cargó con una piedra y apuntó con él a la pantalla más grande. Era imposible que fallara. La pantalla se hizo añicos cuando la piedra la golpeó y explotó en una lluvia de chispas blancas y fragmentos de Cristal Patentado de Commexo.

—¡Deja eso inmediatamente! —dijo Voorzangler.

Pero el Niño ya había vuelto a cargar su tirachinas y estaba disparando. Una segunda pantalla se hizo pedazos.

—Tendré que llamar a los guardias si no te…

No hizo falta que terminara. El Niño acababa de ver algo en las pantallas que le hizo olvidarse del tirachinas. Las cámaras espías apuntaban a una chica: una chica a la que el Niño conocía, al menos de vista, porque su padre había evocado su imagen para él la noche que había vuelto de Martillobobo, donde la había conocido.

—Se llama Candy Quackenbush, mi pequeño —dijo el Niño, imitando a la perfección la voz de su creador.

Ver a Candy hizo que toda la rabia que el Niño sentía contra Pixler desapareciera de su mente. Ahora lo consumía la curiosidad.

—¿A dónde te diriges, Candy Quackenbush? —dijo en una voz tan baja que Voorzangler no pudo oírlo—. ¿Por qué no vienes a la ciudad y nos hacemos amigos? Necesito un amigo.

Se dirigió a la pantalla más baja que mostraba su imagen y, tras extender la mano, la colocó suavemente sobre su cara.

—Por favor, ven —murmuró—. No me importa esperar, estaré aquí. Pero ven. Por favor.

Medianoche absoluta

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