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Marco teórico

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El reconocimiento de que el fin del colonialismo concebido como relación política, no implicó en América Latina la conclusión del colonialismo como conceptualización económica, social, jurídica, e incluso comunicacional, cimentó en los albores del siglo xxi la construcción de un nuevo paradigma civilizatorio-emancipatorio en buena parte de la región.

La llegada al poder de Hugo Chávez Frías (1998), Inácio Lula da Silva (2002), Néstor Kirchner (2003), Evo Morales (2005), Rafael Correa (2006) y José Pepe Mujica (2010) enhebró la posibilidad de poner en pie el proyecto de integración político y económico latinoamericano, referenciado en las luchas independentistas de Simón Bolívar y José de San Martín, casi dos siglos antes.

Como resultado de movilizaciones populares contra la degradación de la vida social presente durante décadas de hegemonía neoliberal, por primera vez en la región prosperaron políticas públicas para reestructurar los sistemas de radiodifusión, no como hecho aislado, sino como disputa por la hegemonía política y cultural (De Moraes, 2011: 16).

A su vez, desde la construcción de esa nueva hegemonía, las corrientes poscoloniales, presentes en las ciencias sociales, visibilizaron la primacía teórica y política de la desigualdad Norte-Sur, para proponer desde los márgenes, desde la periferia, una epistemología del Sur, al problematizar quién produce saber, en qué contexto y para quién (Santos, 2009).

El reconocimiento de las propias historias, la interculturalidad plurilingüe, los intereses y orígenes comunes fueron dibujando una nueva cartografía identitaria latinoamericana en la que los debates académicos en torno de la necesidad de abandonar también el ego mundo eurocéntrico renacieron, para jaquear la organización del lenguaje cotidiano dentro de las jerarquías binarias tradicionales (democracias vs populismo, naciones vs tribus), interpelar el “sentido común” por el que se asumía que la producción científico-académica es solo la europea, y “despensar” así el eurocentrismo (Shohat, Ella y Stam, Robert; 1994).

Correr el riesgo de existir implica también advertir que para tener la palabra es necesario asegurarse el poder, afirmando la identidad al constituir un lenguaje propio a partir de una búsqueda en las tradiciones ancestrales, comprendiendo que la autonomía política es fundamento de una identidad cultural, porque “querer expresarse es comprometerse a hacer la Historia” (De Certeau, 1968: 60).

En el plano jurídico-comunicacional, hasta ese momento, el Sistema Interamericano de Derechos Humanos había reconocido la libertad de expresión como derecho constitutivo y sistémico de las democracias. A través de opiniones consultivas, fallos y otros instrumentos tomando como base el Pacto de San José de Costa Rica o Convención Americana de Derechos Humanos se ha consensuado que las personas tienen derecho a dar y recibir información, buscarla y difundirla. A título individual, pero también colectivo, en forma simultánea y de manera indivisible con todos los derechos que nos constituyen como seres humanos.

En esa inteligencia, en diferentes países de América Latina, a través de reformas constitucionales (Bolivia, Ecuador, Venezuela, México) y leyes por una comunicación democrática (Argentina, Uruguay) o reglamentaciones del Estado Nacional (Brasil, Colombia y Costa Rica) han reconocido el alcance de esa faz colectiva, ubicando la libertad de expresión e información y en algunos casos el derecho humano a la comunicación como derecho sustantivo, por el que el Estado tiene un rol de garante indelegable.

Desde esta perspectiva, Owen Fiss sostiene que los debates del pasado asumían como premisa que el Estado era el enemigo natural de la libertad. Era el Estado el que estaba tratando de silenciar al individuo, y era al Estado a quien había que poner límites. Sin embargo, en la actualidad, explica, hay una serie de temas en los cuales el Estado es necesario para ser un “amigo” o más aún, garantizar las libertades. Una de ellas se refiere al impacto que las concentraciones privadas de poder tienen sobre la libertad de expresión y la necesidad del Estado para contrarrestar esas fuerzas. Así, el Estado está obligado a actuar para promover el debate público cuando poderes de carácter no estatal ahogan la expresión de opiniones, y de este modo: “Habrá que asignar recursos públicos —repartir megáfonos— a aquellos cuyas voces de otra forma no serían oídas en la plaza pública”.

Esta conceptualización sociopolítica y jurídica implica una evolución de la libertad de expresión hacia el derecho humano a la comunicación. Resulta necesario reconocer los orígenes en la etapa monárquica, con poder de censura y apropiación; luego la etapa empresarista, con la reconocida libertad de empresa, camino hacia la libertad de prensa; la etapa profesionalista, en la que el sujeto central es el periodista profesional y se arroga para sí la libertad de expresión; y la universalista, donde las personas son reconocidas sujetos de derecho, con derecho humano a la comunicación (Desantes Guanter, 1978; Soria, 1987).

Si bien es necesario tener en cuenta que una y otra etapa no son obligatoriamente sucesivas, sino que pueden incluso superponerse (Soria, 1987; Elíades, 2017); asumir la etapa universalista, además de dejar atrás etapas decimonónicas, supone reconocer la comunicación audiovisual como un servicio, de interés público, donde se exterioriza el derecho humano a la comunicación, que debe ser ejercida con responsabilidad social y a los sujetos emergentes, las audiencias, como integrantes de una nueva ciudadanía comunicacional (Mata, 2003).

En una sociedad mediatizada como la actual no hay forma de tomar decisiones si no es a partir de la información brindada, mediada por los servicios de comunicación audiovisual (Barbero, 1987). De allí que para vivenciar los derechos humanos y profundizar las democracias, la información no puede estar concentrada en pocas manos, con intereses económicos, ideológicos y políticos sectoriales, sino que debe ser plural, diversa e intercultural, respondiendo a diversos y múltiples intereses (De Moraes, 2011).

Pero ¿hay antídotos posibles a esos escenarios de posiciones dominantes de la comunicación? Stuart Hall propone reconocer las prácticas de producción, la realización y distribución, pero ¿qué rol pueden tener las audiencias en la resignificación de esas informaciones, sesgadas por intereses particulares ajenos, aunque camuflados en intereses colectivos (Jauretche, 1968)? ¿De qué manera la educación crítica de las audiencias puede cooperar en la construcción de análisis de discursos contrahegemónicos y deconstrucciones de sentido? ¿Las audiencias en soledad pueden convertirse en un factor de contrapoder o es necesario corregir esa asimetría existente?

En una sociedad mediatizada como la contemporánea, el acceso, la exposición a los medios de comunicación puede resultar permanente, intermitente, de manera paga, pero también universal, es decir, en condiciones de gratuidad para las audiencias. En un hospital, en un taxi o en cualquier otro espacio público, el consorcio desigual de los servicios de comunicación construye una nueva ágora, donde —recuperando las categorías analíticas de Paulo Freire— podrían considerarse “opresores y oprimidos” comunicacionales.

La información, como señala el catedrático Carlos Soria, le pertenece al público, ni a un licenciatario, ni a un gobierno. En la construcción de ese nuevo paradigma, emergen las leyes por una comunicación democrática que buscaron dejar atrás la mirada mercantilista, para ir dando lugar a las audiencias, que pueden dar y recibir información, pero también tienen derecho a reclamar y acceder a las informaciones y opiniones de las personas.

Si la comunicación es un derecho humano, como se señaló, el Estado tiene un rol de salvaguarda ineludible. De allí, en el caso de la Argentina, la creación de la Defensoría del Público de Servicios de Comunicación Audiovisual, como organismo autónomo para que las audiencias reclamen, denuncien y ejerzan sus derechos comunicacionales. Para corregir las asimetrías entre las audiencias y los servicios de comunicación, sobre todo concentrados.

No solo porque pueden dar y recibir información, sino porque también pueden pensarla y producirla, reclamar y exigir reparaciones cuando sus derechos son vulnerados durante la difusión de mensajes.

Si a cada paradigma político le corresponde un paradigma económico y por ende uno comunicacional, la creación de las Defensorías no puede escindirse del momento histórico en el que se inscribieron y no solo en la Argentina, sino en la región.

Sin embargo, esas Defensorías presentan algunas similitudes y diferencias que deben ser analizadas y comprendidas, para que desde esa mirada crítica se puedan establecer lineamientos y recomendaciones en procura de la defensa de los derechos de las audiencias, en escenarios de comunicación concentrada, colonial y patriarcal, con nuevas tecnologías que impactan a diario y configuran una nueva era de la comunicación.

¿Es posible crear Defensorías Convergentes? ¿Cuál es su rol en la construcción de nuevas pedagogías y en la educación crítica de las audiencias? ¿La autorregulación puede transformarse en corregulación en las redes sociales e Internet? ¿Puede avanzarse hacia una corregulación participativa regional, teniendo en cuenta la trasnacionalidad de los emporios comunicacionales?

Un desafío que requiere de diálogos y consensos permanentes con todos los actores de la comunicación y que da la espalda a tecnodeterminismos y voluntades unívocas, tanto gubernamentales como privadas.

Derecho humano a la comunicación: Desconcentración, diversidad e inclusión

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